Míralos MorVIP 56
You never go full Herzog
Por Santiago Calori
Esta semana tenía ganas de escribir de bandas de sonido (Sí, ya sé: «Qué hinchapelotas con las bandas de sonido») y dentro de ese mundo sobre bandas que hicieran o solo música para películas (el caso de Goblin) o que tengan una larga discografía de soundtracks en paralelo a la oficial (el caso de Tangerine Dream).
Lo cierto es que eso quedará para otro momento (Sí, ya sé: «Ah, no vamos a zafar de esa»), pero Tangerine Dream me llevó a pensar en dos películas muy específicas que tienen pocos años de diferencia.
Una es Mi profesión: ladrón (Thief, 1981) de Michael Mann, la primera película «para cine» y con el crédito bien puesto de Michael Mann (de la cual hablaré seguramente en el futuro) y de esta otra, que tiene más problemas que Fitcarraldo (1982) de Werner Herzog pero que, a diferencia de esta última, fue reconocida como la obra maestra absoluta que es hace solo algunos años.
Su director, que estaba en la cresta de la ola, fue permeable a una situación de remake ofrecida y, quizás solo quizás, las cosas se le fueron un poco de las manos.
Sí, me imagino que si tenés un 1% de cinefilia en sangre ya sabés de qué película estoy hablando, pero hagamos un poco de historia antes, y hablemos de la película que esta, de 1977 estaba remakeando.
Y para eso nos vamos a tener que ir a Francia, a mediados de los años 50, y a un momento alto en la carrera de otro director que merece una edición por mérito propio llamado Henri-Georges Clouzot, o como nos gusta decir acá «el Hitchcock francés.»
Clouzot, además de (casi) compartir apellido con el Inspector (?) de la saga de La pantera rosa (The Pink Panther, 1963), era un guionista genial que se convirtió en un director de igual o mayor peso.
Ya había dirigido joyas como El asesino vive en el 21 (L’assassin habite… au 21, 1942) o El cuervo (Le corbeau, 1943), que le valió la prohibición de filmar tanto en Francia como en Alemania por razones opuestas (que, obvio, tenían que ver con la guerra) por dos años. Afortunadamente, a los pocos años volvió con Crimen en París (Quai des Orfèvres, 1947) y con la carrera intacta.
No sería sino hasta algunas películas después que llegaría El salario del miedo (Le salaire de la peur, 1953) la película que lo iba a catapultar a la fama mundial y su siguiente esfuerzo, Las diabólicas (Les diaboliques, 1955) lo iba a dejar en el trono para siempre.
Si bien, como suele suceder cuando un director llega al epítome de su carrera, los esfuerzos siguientes no estuvieron a la altura de tanto coso, Clouzot se las arregló para tener una filmografía maravillosa que bien podríamos discutir en otra edición, sobre todo profundizando sobre el intríngulis de El cuervo.
Pero no estoy acá para hablar de Clouzot. O sí, pero no de la película del escándalo, sino de la del éxito que, paradójicamente, iba a ser la película del escándalo (bueh, no sé si tanto) y del fracaso de otro director más de dos décadas después.
Sí, ya te avivaste de todo y lo voy blanquear: El salario del miedo. En sus dos versiones: la de 1953 y la de 1977. La exitosa y la que no tanto. Incluirá al final, por supuesto y por si no viste ninguna de las dos, una sugerencia de cineclub casero.
Si bien Clouzot, escándalo incluído, estaba en la más alta estima del cine francés, fue recién con El salario del miedo que se impuso a nivel internacional. Basta con hablar con cualquier cinéfilo más setenta para que te cuente que la vio en el cine, que el camión, que el puente de madera, que—
La historia, por si no la conocés, es bastante simple y efectiva: en algún lugar de Sudamérica, un grupo de cuatro hombres tienen que transportar un camión con una carga enorme de nitroglicerina (famosa porque «si se mueve mucho, explota») de punto a a punto b con un camino, siendo muy buenos, con poco mantenimiento.
La película, un ejercicio sobre la tensión pocas veces filmado antes (y después) le valió a Clouzot premios en Cannes, Berlín y hasta un BAFTA. La carrera del francés seguiría dos años después con Las diabólicas y, bueno, el resto es historia.
Flashforward a los años setenta, y más precisamente a Hollywood. Un director que venía de ganarse un Oscar por Contacto en Francia (The French Connection, 1971) y de estar nominado a otro por El exorcista (The Exorcist, 1973) tenía algo entre manos: se llamaba, por si hace falta aclararlo, William Friedkin y quería hacer una remake que una película que le gustaba mucho.
Sí, la que el camión, que el puente de madera, que—
Pero esa no era la única motivación de Friedkin que, a pesar de los laureles, no dejaba de sentirse un outsider. Tenía, en su mente, una batalla con Francis Ford Coppola que para ese entonces estaba terminando de filmar Apocalipsis Now (Apocalypse Now, 1979), una aventura que había empezado con 14 semanas de rodaje que resultaron dos años y pico.
Quizás esto haya sido una de las motivaciones, junto con la noción de que Friedkin venía del documental televisivo y esto lo hacía tener un estilo más crudo que el de los otros insiders. Las persecuciones sin permiso de rodaje en Contacto en Francia siguen estando ahí para atestiguar el tipo de aventurero que era.
Así fue como llamó a un guionista con el que había trabajado en sus años de televisión: Walon Green, responsable también del guion de La pandilla salvaje (The Wild Bunch, 1969) de Sam Peckinpah y pusieron manos a la obra para adaptar la novela de Georges Annaud en la que se había basado Clouzot para hacer su película.
Son varias las versiones que, siendo una que la novela no tenía traducción al inglés, dicen que se pusieron a trabajar sobre la película de Clouzot y no sobre la novela, pero eso es para un debate más largo.
Lo cierto es que los principales atractivos de la película de los cincuenta estaban: el camión, los explosivos, el pueblo perdido en el medio de la nada en «Sudamérica» (acá llamado Porvenir), pero había aditamentos que hacían de esta nueva versión otra cosa: los cuatro hombres no eran «cuatro hombres» con mala suerte porque sí.
El diferencial que metían Friedkin y Green frente a la Clouzot (además de una fotografía en colores y un widescreen más ancho que la 9 de julio) era que estos «cuatro hombres» estaban escapando de algo, no solo de la mala suerte. Habían llego a Porvenir, como sus vecinos nazis fugados, porque era el último lugar al que los iban a ir a buscar.
El cuarteto estaba formado por un asesino a sueldo, un terrorista, un banquero fugado y un administrador de guita de la mafia que capaz no había hecho todas las cuentas bien.
Y en Porvenir había una industria pujante: la petrolera. Tras un accidente, los de la compañía (que era americana) ofrecen una cuantiosa suma para los que, en camiones, estén dispuestos a mover un cargamento explosivo a través de la selva. Una suma que podría significar, en caso de todos los implicados, una nueva vida en otro lado: un porvenir bien lejos de Porvenir.
Porvenir, estaba localizado, a diferencia de la película de Clouzot que mentía el sur de Francia por Sudamérica en República Dominicana, donde la Gulf & Western, dueña de Paramount en ese momento, tenía una serie de inversiones en minas y petróleo.
Y acá es cuando ese estilo crudo y documental de Friedkin se le vino un poco en contra. En palabras de Roy Scheider (su papel que iba a ser de Steve McQueen, que se bajó porque temía que tanto tiempo fuera de casa fuera a dañar su pareja con Ali MacGraw): «Ensayábamos todo mucho para salir vivos de cada toma.»
Al final, tanto quería Friedkin imitar a Coppola que medio que lo terminó logrando. El rodaje duró diez meses y, del presupuesto inicial de dos millones y medio de dólares se terminaron extendiendo a veintidós.
Sí, bueno, habría que revisar un poco el Excel ese.
Una de las cosas que más se le criticó a la película en su momento fue la banda sonora. De acá venía, como te dije más arriba la idea que derivó en escribir sobre esta película.
Friedkin, de gira por Alemania promocionando El exorcista, conoció a los Tangerine Dream que, por aquel entonces habían hecho algunas bandas sonoras en películas europeas y eran famosos por dar unos extraños shows a medianoche en la Selva Negra del sur Alemán.
Fascinado con la propuesta de Tangerine Dream y con ellos a su vez fascinados por hacer su primera banda sonora «para una película en inglés» pusieron manos a la obra. Alquilaron un cine abandonado donde montaron un estudio y fueron trabajando sobre el material que les llegaba.
El resultado, del que sólo una mínima parte se terminó usando en la película, es una banda sonora con varios años de adelanto. El público no estaba acostumbrado a un sonido tan sintetizado, y le resultó extraño.
El tiempo (y sobre todo las banda sonoras de Giorgio Moroder para Expreso de medianoche (Midnight Express, 1978) y Caracortada (Scarface, 1983)) les iban a terminar de dar la razón a los teutones, que seguirían trabajando con la banda sonora de, como dije antes, Mi profesión: ladrón (Thief, 1981) y Leyenda (Legend, 1985) de Ridley Scott.
El salario del miedo (Sorcerer, 1977) se estrenó en el Grauman’s Chinese Theater de Hollywood, justo para cuando La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) estaba saliendo de cartel.
No es un dato menor, porque ya hablamos en otras ocasiones del «boleto picado» para el New Hollywood que resultaron tanto esta como Tiburón (Jaws, 1975) un par de años antes.
El público, que venía de deslumbrarse con mundos más fantásticos, no se deslumbró con un mundo tan real con una banda sonora tan «artificial» para la época y personajes con los que, en fondo, capaz no le copaba del todo identidicarse. Y no solo el público: la crítica la destruyó con saña, sin verse un mea culpa en años a la redonda.
Claro que no todo esto es «la triste historia de». Casi cuarenta años después, y aún convencido de que El salario del miedo era la mejor película que había filmado en su vida, Friedkin empezó a hacer averiguaciones. Por medio de una serie de intimaciones legales (era en parte dueño del material) pudo averiguar que los derechos de Universal (parte productora) y de Paramount (parte distribuidora) estaban caducados después de 25 años del estreno.
Se puso a rastrear el negativo y, vía Warner, lograron hacer una remasterización que se estrenó en el Festival de Venecia, con una consiguiente edición en DVD y Bluray en las condiciones óptimas del material.
Recién ahí, muchos que la habían visto en VHS o en una edición de DVD bastante espantosa entendieron el impacto de la película que todo el mundo daba por «maldita» (si eran buenos) o por directamente «mala» (si ni querían hacer el esfuerzo).
No me tiembla la mano mientras tipeo esto. Si sos de lxs que nunca la vieron, solo un adelanto: El salario de miedo es, sin dudarlo un segundo, una de las mejores películas que vas a ver en tu vida. La madre de todos los slow burn, que ahora los streamings te usan de palabra clave para justificar que no hay un tiroteo cada tres minutos en lo que estás por ver. La película que, cuando la termines de ver te va a dejar una sola pregunta: «¿Cómo puede ser posible todo esto?» en una época donde la posibilidad y la imposibilidad estaban realmente arriba de la mesa.
Y acá viene la propuesta de cineclub casero que te teasié más arriba: si no viste ninguna de las dos o solo una o incluso ambas pero en ocasiones diferentes, te propongo que te hagas de una copia de cada una y las veas de corrido en orden histórico, es decir: Clouzot, Friedkin.
Este tipo de ejercicios, que muchas veces suenan a «escuela de cine» son, en realidad, los que más nos hacen entender las películas.
«Uh, qué paja dos películas seguidas y una encima en blanco y negro.»
Para eso tengo una sola respuesta: se ven en menos de lo que se maratonea media temporada de una serie que no te va a dar ninguna respuesta, porque ya firmó otra temporada. ¿Ya hiciste eso un domingo a la tarde? Me pareció. Tranquilamente podés hacer esto otro.
Lo que nos queda por hacernos después de ver la versión de Friedkin de El salario del miedo son una serie de preguntas: ¿qué hubiera pasado si ese público no hubiera estado tan cansado a esa altura de tanta mugre en el cine? ¿Qué hubiera pasado si el público y la crítica no le hubieran dado la espalda? Y quizás, la más importante: ¿Qué cine tendríamos hoy?
Solo nos queda especular.
Si bien la había filmado bajo contrato con Gaumont y había significado un éxito enorme, los presupuestos que se manejaban de un lado y otro del Atlántico eran abismalmente distintos.
Con la idea de «mejorarla» o quizás de «hacer lo que hubiera querido hacer en ese momento», Hitchcock puso manos a la obra en un guion nuevo.
Se juntó con John Michael Hayes, que venía de escribir con el La ventana indiscreta, Para atrapar al ladrón y El tercer tiro y lo obligó a una serie de reglas: no ver la película original ni leer el guión, limitándose solo a contarle la historia para que éste le devolviera su propia versión de lo que había escuchado.
«Pero esperá: ¿se llevó bien con guionista de una? ¿No pasó nada esta vez?»
Qué bueno que estás atentx. Por supuesto que no fue una caminata por la campiña inglesa.
Si bien Hayes escribió el guión, se basó en un tratamiento que había escrito Angus MacPhail sobre unos cuentos del periodista británico D. B. Wyndham-Lewis de los que Hitchcock había comprado los derechos en su período inglés, pero solo usado el título. De MacPhail ya hablamos cuando hablamos de MacGuffins, pero digamos que había escrito para el inglés Cuéntame tu vida (Spellbound, 1945) y El hombre equivocado (The Wrong Man, 1956), entre otras.
Cuando Hitchcock anotó la película lo hizo a nombre de los dos, algo que enfureció a Hayes y lo obligó pedir un arbitraje frente al sindicato. Logró el título para él solo, y nunca más trabajó con el inglés. Una de cal y una de arena: no hubo «juego de la silla» de guionistas, pero la silla quedó vacía igual.
Y, si bien a pesar de todos los intríngulis judiciales la trama no varía en mucho, el despliegue sí.
(Es momento de explicar que quizás no tenían por aquel entonces la tecnología de green screen que tenemos hoy en día, donde las películas de superhéroes agregan hasta los extras en una escena de bar con este método, y que si te sentás a verla te hagan un poco de ruido esos «fondos». Bancala, el cine clásico champagne es así.)
Filmada «en escenarios naturales» (esto es, exteriores en Marruecos, pero después todo en estudio), la versión de 1956 en comparación con la de 1934 parece la Wanda Nara de la actualidad mirando a la de 2008.
Hablaba, antes de hacer ese chiste de Wanda Nara, del despliegue. Y es probable que lo que más te quede de cualquiera de las dos versiones (pero sobre todo de la última) sea la secuencia en el Albert Hall.
Dura doce minutos, tiene ciento cuarenta y cuatro planos y no tiene ni una sola línea de diálogo.
O sí.
Lo tiene, pero de manera visual y sonora. Y sobre todo sonora. No es para menos: El hombre que sabía demasiado iba a ser una de las primeras colaboraciones entre Hitchcock y Bernard Herrmann, a quien se puede ver dirigiendo la orquesta en la secuencia.
Herrmann, con su composición logra narrar sonoramente y apoyar lo que Hitchcock está haciendo visualmente: generar la tensión necesaria para que estemos esperando que el señor toque los platillos.
Es muy discutido entre estudiosos de la obra del inglés si El hombre que sabía demasiado de 1956 fue un gusto que se quiso dar o simplemente un trámite para que los de Paramount le dejaran de respirar en la nuca.
Muchos sostienen que, muy a pesar de que lo le había dicho a Truffaut para salir del paso, Hitchcock prefería la versión inglesa que, sí, tenía un poco más de rebarba y, en una de esas, un poco más de filo.
Difícilmente lo podamos saber, pero qué perdemos con plantar una conspiración más.
Y ya para cerrar, ¿qué decís? ¿Hacemos la séptima (y ultima) o no? Podés votar acá.
Ah, esta democracia sí que se puede ver.