Míralos MorVIP 34

Videoclubes, por Fer Mugica

Quiero contarte una historia. Es personal y generacional.

Tiene algo de nostalgia, pero sin resentimiento al presente. Es sobre una serie de lugares mágicos que existían en otra época; cuatro paredes repletas de cajitas que contenían múltiples mundos a descubrir. Un Disneyworld para cinéfilos.

Extraño mucho a los videoclubes y me gustaría contarte por qué.

Te dije que es una historia personal y generacional, pero ¿por qué habría de interesarte?

Mi apuesta es que la nostalgia sirve para pensar cuál fue el legado de los videoclubes y por qué extrañarlos tiene sentido; por qué es más que un arrebato de vejez y romanticismo.

Sospecho que recordarlos nos permite entender mejor cómo nos convertimos en adultos cinéfilos aquellos chicos que nos devoramos los contenidos de nuestro videoclub amigo y qué pueden rescatar de eso quienes piensan en cómo aprovechar las tecnologías que tienen a mano para ampliar sus horizontes cinematográficos.

“A mis padres, que siempre me hicieron creer que puedo lograr cualquier cosa que me proponga y me esperaron durante horas mientras elegía películas en el videoclub”.

Parte de la dedicatoria que elegí para el primer libro que escribí sobre cine, junto con mi amiga Natalia Trzenko, puede parecer un sacrilegio, ¿dónde está el amor por los cines y la pantalla grande?

Te juro que el amor está más intacto que nunca después de pasar, por primera vez en mi vida desde que era una beba, un año sin pisar una sala. Pero cuando pensé en el mayor sacrificio para mi educación cinéfila que hicieron mis padres en mi infancia, lo primero que se me ocurrió fueron las horas en las que me esperaban mientras yo recorría los lomos de los VHS y leía las “sinopsis” (los textos de las cajitas de video no son realmente sinopsis, pero llamémoslas así y más adelante retomamos el tema). Había tanto para ver y yo lo quería ver todo.

La historia del VHS y la de mi infancia-adolescencia corren en paralelo, por eso me animo a usarme como ejemplo de una cinéfila de videoclub. Nací unos años después de que se inventara el formato, mi infancia coincidió con la aparición y luego el boom de los videoclubes en la Argentina, a fines de los 80 y principios de los 90; mi adolescencia se desarrolló en la época de apogeo y la aparición de las cadenas como Blockbuster; y para cuando entré a la universidad a estudiar cine, el DVD empezaba a cambiar las reglas del juego.

No conozco una vida sin VHS. Llegué al mundo en una casa con videocasetera y una pequeña colección de películas en video, algo que no era común para la época. Mi mamá tenía un instituto de inglés y todo eso era parte de los materiales didácticos. La colección, que ella todavía conserva, tiene títulos fabulosos como Taxi Driver (1976) y Barrio chino (Chinatown, 1974) pero a mí sólo me dejaban ver Superman (1978), de Richard Donner.

Mi obsesión con esa película, que miraba una y otra vez aunque no estaba doblada ni tenía subtítulos, es el inciting incident de mi vida: el cine me había atrapado para siempre. Pero lo había hecho desde la videocasetera y un televisor gordo de los años ochenta.

En esa década ir al cine era una actividad bastante común y había salas en casi todos los barrios de Buenos Aires, además de los conglomerados de Lavalle y Corrientes. Los que éramos chicos en esa época y teníamos la suerte de que nuestros padres pudieran llevarnos, íbamos frecuentemente al cine.

Ver películas era casi un default del ocio y el VHS llegó para expandirlo aún más. Claro que muchos pensaban que venía a destruirlo. Si, si: como en los años sesenta pensaban que la televisión iba a matar al cine y como ahora piensan que el streaming terminará de aniquilarlo. No pasó antes y creo que tampoco pasará ahora. Todas estas amenazas le robaron público a las salas y cambiaron algunas cosas, pero también contribuyeron a criar nuevos adictos al cine. Los que se enamoraron de las películas por verlas en la tele o en VHS también querían verlas en pantalla grande (incluso a veces, gracias a las reposiciones, repetir la misma película que los fascinó, pero en la experiencia imponente y comunitaria de la sala). El streaming tiene las mismas posibilidades, mientras su contenido incluya películas que tengan la capacidad de enamorar. Pero ese es otro tema.

Los videoclubes se convirtieron en un boom a finales de los años ochenta y en los noventa, pero existían desde antes. A mediados de la década mi mamá ya frecuentaba uno que había en un departamento en Belgrano (suena a ilegal pero no) y poco después, ya éramos socios del primero al que recuerdo ir, en la esquina de Olleros y Luis María Campos, donde ahora hay un quiosco.

Había una fisonomía típica del videoclub de barrio, un negocio que resultó una buena idea porque no requería una gran inversión y había una demanda para este nuevo tipo de entretenimiento hogareño. Todos eran más o menos parecidos: locales con un mostrador; posters de películas pegados en las paredes; un televisor en el que siempre estaban pasando una película; y bateas ordenadas por género, sobre las cuales descansaban las cajitas de los VHS, cada una marcada con un número que permitía controlar si estaba alquilada o no. Detrás de una cortina o de alguna otra separación poco sutil estaban las películas condicionadas.

La parte “club” de la palabra se debe a que funcionaban con un sistema de asociación. Nombre, dirección y una factura que comprobara que ese era realmente tu domicilio eran necesarios para que te den un carnet con tu número de socio. Esa era tu identificación para poder alquilar las películas, por 24 o 48 horas, después de las cuales tenías que pagar una especie de multa (algunos incluso tenían la política poco elegante de cobrar un extra si no la devolvías rebobinada). Si eras cliente asiduo, la persona que atendía el negocio ya te conocía, te saludaba por tu nombre y no era necesario mostrarle la bendita tarjeta que eventualmente se dejó de usar. A veces hasta te perdonaban la multa por la demora.

En muchísimos casos, atendían los dueños o algún pariente de este. Excepto en los videoclubes más sofisticados donde detrás del mostrador se encontraban aspirantes a ser el próximo Steven Spielberg (EL director por excelencia en esa época), algún snob del cine europeo y otras subespecies cinéfilas que habían encontrado el trabajo ideal para desplegar sus obsesiones. Directores como Quentin Tarantino, Nicole Holofcener y Kevin Smith, entre muchos otros, cumplieron ese rol antes de hacer sus propias películas.

Los empleados de videoclub más eficientes eran algoritmos humanos. Las recomendaciones, tal como sucede en los servicios de streaming, se basaban en los gustos del cliente, aprendidos a través de su historial de alquileres. Cuando devolvías una película te preguntaban qué te había parecido y guardaban en sus cabezas esa información para aplicarla a futuras recomendaciones.

“Ah, como el botón de Me gusta o No me gusta del streaming”. Nada que ver. Tus respuestas no necesariamente se limitaban a expresar si te había gustado o no, podías ampliar tu opinión todo lo que quisieras. Eras un crítico de cada película que alquilabas. Ese ejercicio te ayudaba a pensar un poco más sobre el título en cuestión, pero también más en general sobre lo que te interesaba y lo que no. Por supuesto que si no tenías ganas de tener este intercambio podías devolver la película y no decir nada, o mantenerte en el equivalente discursivo del botón del pulgar arriba o pulgar abajo. Pero si te gustan mucho las películas, las ganas de analizarlas y hablar sobre ellas estaban a la vuelta de la esquina.

Esas charlas y las derivaciones que podían tener, a otras películas, otros actores, otros directores, iban construyendo tu perfil en la cabeza de quien atendía el videoclub. Como cuando uno piensa que tal película le va a gustar a un amigo, el del videoclub veía las novedades como posibles recomendaciones para sus clientes. La lista de lo que alquilaste o de lo que ves en una plataforma no define tu gusto. Y lo que definitivamente no hace es ampliarlo. Llegando a los oídos correctos, tu opinión sobre lo que viste sí puede describir qué es lo que más te atrae de las películas y provocar recomendaciones que salen de lo obvio. La magia de la conversación sobre cine y las recomendaciones humanas: esa es una de las cosas que más extraño del videoclub y creo que aún la necesitamos como remedio ante las sentencias extremistas que abundan en las redes.

Claro que no todos los videoclubistas eran buenos recomendadores. Los dueños del segundo videoclub de mi vida, dos hermanos pelados de mediana edad, me recomendaron cosas espantosas y se fueron dando cuenta de que a los once años era una clienta un poco difícil y la película que le gustaba a todo el mundo, tal vez, no fuera a convencerme (¡ahí debería haberme dado cuenta de que me iba a dedicar a la crítica de cine!). Igual los quería y les tengo que reconocer que, aunque haya revoleado los ojos cuando me alquilaron El hombre de California (Encino Man, 1992), terminé encantada con el hombre prehistórico que iba a una “prepa” californiana. Pero más que nada, les agradezco a los hermanos del videoclub de Federico Lacroze que ni se inmutaran cuando me pasaba horas sacando las cajitas llenas de polvo del montón de películas clásicas que empezaba a estudiar como si fuera una carrera universitaria en la que la que uno mismo arma su plan de estudios.

Esa es otra de las cosas que extraño de los videoclubes: el vagabundeo y la sorpresa. Como un flâneur que recorre la ciudad, dejándose llevar por las calles, en el videoclub se podía pasear entre las películas. Los lectores voraces amamos instalarnos en las librerías, sacar un libro y mirarlo, repetir el ciclo una y otra vez. En el videoclub podías hacer eso mismo: chusmear las cajitas.

Algunas películas las reconocías, pero otras se convertían en un misterio que querías descubrir. La carátula, junto con el título, eran claves para llamar tu atención. Una vez que habías sacado la cajita de la batea, podías mirarla de cerca y leer la parte de atrás. Ahora sí, volvemos a las “sinopsis” que no son tales porque su descripción de la trama no es completa sino que se limita al principio de la película. Es como una publicidad, un gancho para que decidas alquilarla.

Un ejemplo:

Leer las carátulas era una forma de educación y tu cabeza se iba convirtiendo en IMDB. Empezabas a hacer relaciones entre directores o actores. Frases como “Del director de” o “la actriz ganadora del Oscar por” te ayudaban a identificar a personas cuyo trabajo querías seguir. Para usar un ejemplo muy de la era de los videoclubes, si te había gustado Volver al futuro (Back to the Future, 1985), tal vez te arriesgabas a ver la primera película de Robert Zemeckis, Día de locos (I Wanna Hold Your Hand, 1978). No tenías mucha más información a menos que recurrieras a libros o fueras un adulto con ciertos conocimientos sobre cine. Pero tampoco tenías un teléfono para buscar el porcentaje de Rotten Tomatoes o ver qué dijo tu YouTuber preferido al respecto.

Por supuesto que tener información siempre es mejor que no tenerla. Las herramientas como IMDB o el acceso a opiniones de críticos o de personas en cuyo gusto uno confía son valiosísimas. Pero recurrir siempre a ellas le saca riesgo a la ecuación y eso tiene su costado negativo.

Okey, tal vez es más fácil no clavarte con una película que no te convence (Mmm, no estoy segura de que sea tan así). Eludir el riesgo a partir de las opiniones de otros y los porcentajes sacados a partir de cálculos que no son del todo claros sobre cosas que no son cuantificables, también implica negar el espacio para ver una película sin prejuicios y formar una opinión propia. Enfrentarse a un film pensando que nos tiene que gustar porque a la gente cuya opinión respetamos le gustó, incluso saber por qué nos tiene que gustar, es bastante restrictivo. Un muy buen ejercicio, para quien le interesa el cine, es ver primero y leer después. Eso permite formar una opinión propia y después contrastarla con la de otros, incorporar datos que no tenías y que te ayudan a verla de otra manera.

El vagabundeo entre las cajitas de VHS se puede replicar hoy en los servicios de streaming pero es más difícil. El algoritmo y vaya a saber qué decisiones empresariales te llevan por un camino y hay que buscar mucho para acceder a todo lo que el catálogo tiene para ofrecerte. Muchos usuarios terminan viendo lo primero que les aparece en la pantalla y que no siempre es lo mejor de esa plataforma. Eso genera estas tendencias que duran pocos días en los que todo el mundo está viendo y comentando tal película o serie.

En el videoclub también pasaba, en general con películas que habían sido grandes éxitos en el cine, como Titanic (1997) o Jurassic Park (1993), pero también se ponían de moda films que habían tenido menos relevancia en la cartelera. Por ejemplo, en los años ochenta hubo un momento en el que todo el mundo parecía estar viendo Sopa de gemelas (Big Business, 1988), una comedia de intercambio de bebés con Bette Midler y Lily Tomlin (que en mi recuerdo es muy divertida pero nunca volví a ver).

Lo obvio puede ser mejor o peor, pero siempre vale la pena el esfuerzo de buscar en los rincones menos transitados.

El video hogareño se convirtió en un lugar en el que las películas tenían otra oportunidad de encontrar a su público. Títulos de los años ochenta como Blade Runner (1982), Escuela de jóvenes asesinos (Heathers, 1988) y Los siete sospechosos (Clue, 1985) no tuvieron éxito en la taquilla cuando se estrenaron, pero al editarse en VHS fueron redescubiertos y se convirtieron en clásicos de culto para toda una generación, que se topó con ellos recorriendo el videoclub o por las recomendaciones de otros.

Pero además de los grandes tanques, los clásicos y las películas que tenían su segunda oportunidad en el VHS, existía otra categoría que eran los films “directo a video”. Esta resultó una opción perfecta para el cine de terror de menor presupuesto, como Campamento del terror (Sleepaway Camp, 1983), la película que vimos con unas amigas cuando éramos demasiado chicas para poder procesar su plot twist. También lo era para productos como la miniserie IT: El payaso asesino (It, 1990), la adaptación de la novela de Stephen King, en la que Tim Curry interpretó a Pennywise y traumatizó a los niños de la época.

Disney fue uno de los estudios que más aprovechó este nuevo mercado del directo a video, que le permitía estrenar secuelas de menor presupuesto de sus éxitos animados, como El regreso de Jafar (The Return of Jafar, 1994); pero también era una nueva forma de distribuir en otros mercados las películas hechas para televisión como, para nombrar un par de mis preferidas, Dos extraños conocidos (Student Exchange, 1987) y Patrulla juvenil (The B.R.A.T. Patrol, 1986), con Sean Astin y escrita por Chris Carter, el creador de Los expedientes secretos X. Las calidades de estas películas eran variables, como lo son hoy las producciones originales de las plataformas.

Volviendo al tema del encuentro fortuito con las películas, una gran ventaja que tenía el videoclub frente al streaming es que una vez que habían adquirido un VHS, éste se convertía en parte de la colección del local. Claro que a veces las películas se vendían, pero esto sucedía más que nada con los títulos de los cuales se habían comprado varias copias o cuando el negocio estaba por cerrar. Las películas de Hitchcock, la comedia con un perro y el actor de Martillo HammerNoche de brujas (Halloween, 1978) y una ganadora del Oscar como El silencio de los inocentes (The SIlence of the Lambs, 1991), lo que fuera: si lo habías visto un día, estaría al siguiente. Como las plataformas compran los derechos de las películas por un determinado período de tiempo, nunca sabes cuándo la que querías ver puede haber desaparecido de ahí: algo que no ayuda a quien va haciendo su listita mental con los próximos títulos a explorar.

Esta acumulación de películas era aún más importante en los videoclubes especializados. La diferencia con los de barrio era que tenían una curaduría en sus colecciones orientada a satisfacer los deseos de cinéfilos de distinta especie. Liberarte, ubicada en Corrientes 1555, fue EL lugar para encontrar películas de todo el mundo y las filmografías enteras de los directores clave de la historia del cine, de Tarkovski a Ozu y a los indies norteamericanos de los años noventa. Cinéfilos, estudiantes y gente que trabaja en cine eran clientes fieles de la videoteca, cuya envidiable colección fue donada a la Universidad de San Martín, cuando cerró sus puertas en 2014.

A un par de cuadras, Mondo Macabro, que cerró en 2011, estaba dedicado al cine de terror, fantástico y rarezas varias, tenía una decoración acorde a su especialidad y clientes fieles que iban a alquilar películas, pero también a charlar sobre cine, escoltados por un Godzilla que vigilaba la puerta.

Sin el estatus de estas dos instituciones de los videos porteños, algunos locales de barrio también tenían una curaduría sofisticada y empleados con la referencia al director adecuado siempre en la punta de la lengua.

New Film, ubicado en O´Higgins entre Mendoza y Juramento, era uno de esos lugares. Cuando lo descubrí no podía creer que casi todas las películas que me mandaban a ver en la facultad estaban ahí. Fue un gran honor cuando el dueño, con el que siempre charlaba sobre cine, me ofreció un trabajo ahí porque para estar detrás del mostrador de New Film tenías que saber de lo que estabas hablando. No lo pude aceptar y siempre me quedé con las ganas de trabajar en un lugar como ese, que cerró en 2011: ahora es un consultorio odontológico.

En el polo opuesto de estos videoclubes estaban los de cadenas internacionales. Primero fue Erroll´s, una empresa chilena que llegó a la Argentina en los años noventa y se mantuvo un tiempo pero sin mayor impacto.

La que sí cambió el panorama de los videoclubes fue Blockbuster, la cadena norteamericana que se instaló en 1995 con 8000 con locales enormes en todo el país. No les voy a negar que cuando era adolescente me gustaba ir al Blockbuster de Gorostiaga (ahora es un supermercado), aunque no tanto como a mi video amigo. Era un local enorme, con estacionamiento propio, con varios pasillos llenos de películas y venta de snacks y golosinas. Claro que la oferta era mucho más limitada: todo Hollywood, muchísimas copias de los estrenos recientes y una pobrísima sección de clásicos. La clasificación por géneros estaba casi siempre mal y la mayoría de los que trabajaban ahí no tenían idea de qué les estabas hablando cuando buscabas una película de Frank Capra. Era como ir a tomar un helado: está buenísimo pero no es una buena idea alimentarte solo con eso (algo que también se aplicar al uso de ciertas plataformas).

Blockbuster mató a varios videoclubes de barrio, pero tampoco fue tan fácil. Pegado al de Gorostiaga sobrevivió muchísimos años un video con clientela fiel. Los hermanos de mi video preferido aguantaron hasta que Blockbuster se instaló en la misma cuadra. Entonces decidieron cerrar, aunque los clientes les juramos que íbamos a seguir yendo. Si el cierre de un negocio que no es tuyo te puede romper el corazón, así fue para mí cuando cerró FL (ahora es un negocio de ropa). Al Blockbuster de Lacroze lo odié para siempre, pero como buena adicta tuve que recurrir a él en más de una ocasión: ahora es una pizzería Kentucky.

Eventualmente, Blockbuster también desapareció. En los Estados Unidos terminó de hundirse gracias a Netflix. No la plataforma, sino su primera versión: un sistema por el que te iban mandando por correo las películas que agregabas a tu lista. Acá en la Argentina fueron cerrando los locales de todo el país, luego intentaron un sistema de franquicias y en 2010 la empresa se declaró en quiebra.

Varios videoclubes continuaron luego del paso del VHS al DVD. Muchos recurrieron a la piratería cuando todavía la mayoría no sabía dónde encontrar un torrent y cómo bajarlo. Antes de la aparición de los servicios de streaming ya quedaban pocos videoclubes y ahora sólo algunos sobreviven acá y en el mundo.

Hubo estrategias interesantes como un videoclub de Brooklyn que siguió funcionando, pero le agregó bar y proyecciones especiales, noches de trivia, etcétera. Suena lindísima la idea pero, spoiler alert, cerró hace poco.

El último Blockbuster del mundo, que está en Oregon, se convirtió por unos días en un AirBnB que se podía alquilar para hacer un pijama party temático de los años noventa.

Pero el mejor proyecto sobre el que leí es el de Vidiots, un videoclub emblemático de Los Ángeles. Se convirtió en videoteca de la que se puede ser socio y sacar películas. Ahora fueron un paso más allá: gracias a las donaciones que reciben, refaccionaron un viejo cine para convertirlo en una sala que tendrá una programación con retrospectivas y películas fuera del circuito comercial. Imaginate salvar al videoclub y al cine de una.

Extrañar a los videoclubes no implica negar a la tecnología y las nuevas formas de acercarse al cine. Mientras muchos trabajamos desde casa, tenemos reuniones y cumpleaños por Zoom, la presencia y la materialidad parecen estar cada vez más lejos. Las puntadas de la nostalgia duelen y es fácil convertirse en una vieja gritándole a una nube. Pero no quiero hacer eso.

Mejor es pensar cómo lograr ese vagabundeo en las plataformas y otros lugares para encontrar algo nuevo; buscar a personas que te pueden recomendar bien, lo cual no siempre quiere decir que te vaya a gustar lo que te recomiendan; pasar del pulgar arriba o abajo para formar opiniones que vayan más allá de un tuit y darse cuenta de que el pasado y el presente son muy distintos. Del futuro no tenemos ni idea, pero siempre habrá miles de películas esperándonos.

 

Fer Mugica convirtió su obsesión con el cine en su profesión, escribiendo sobre el tema en Espectáculos de La Nación y La Nación Revista.

Es co-autora junto a Natalia Trzenko del libro Amar como en el cine: comedias románticas de ayer y de hoy, de editorial Paidós.

Le encanta hablar sobre cine, incluso en Twitter.