Míralos MorVIP 7
Una tercera parte
bastante espectacular
Una tercera parte de una saga, en el panorama actual del cine, activa automáticamente un revoleo de ojos porque sabemos que el concepto de la duplicación de una premisa se materializa casi sin desvíos.
Muy diferente era lo que ocurría hace, por ejemplo, unos 25 años (un cuarto de siglo para adosarle más gravedad) cuando los estudios todavía dejaban vislumbrar la huella de los años setenta, su mejor época creativa.
La etiqueta blockbuster ya estaba instalada, de hecho, una cadena de alquiler de películas se llamaba así y todo era un poco prueba y error por lo que salían deformidades como Día de la independencia, pero también, en la misma escala, se estrenaba ese año Misión: Imposible de Brian de Palma, y sobran los ejemplos de esta época de “por cada tiro en el pie metían uno en el blanco”.
Duro de matar 3 – La venganza (Die Hard with a Vengeance, 1995, de ahora en más DDM3) es mucho más que un tiro en el blanco: es un caso testigo sobre la reinvención de la premisa de una serie fílmica cuya historia estaba agotada.
Vamos por partes.
Un tipo encerrado con todas las cartas en su contra
El propio John McTiernan, director de la primera Duro de matar (Die Hard, 1988) y de DDM3 dijo: “Ya hicieron Duro de matar en un barco, en un colectivo, en un avión, etc. En mí no había interés de hacer otra vez la misma película”.
El guión de DDM3 es de Jonathan Hensleigh, un ignoto que hasta ese momento sólo había sido el responsable de escribir Viaje al gran desierto (A Far Off Place, 1993: una live action de Disney, que pocos recuerdan) y algunos episodios de la serie El joven Indiana Jones.
A las claras no era la gran pluma de ese momento por la que los estudios se peleaban. Tampoco lo fue después, porque si revisamos su filmografía le puso el gancho a los guiones de El santo (The Saint, 1997) y Armaggedon (1998).
Conclusión: DDM3 es lo mejor que escribió Hensleigh en su carrera. Repasemos las mejores ideas de ese guion.
Una bomba explota en una tienda de departamentos tipo Harrods en la ciudad de Nueva York. El autor se adjudica el atentado, llama a la policía y pide por John McClane, quien se encuentra suspendido.
No hay rastros de heroísmo en McClane, al menos desde la última vez que lo vimos al final de Duro de matar II (Die Hard 2, 1990). Aquí tenemos una buena síntesis que actualiza al personaje. Mientras transportan a McClane, su jefe hace varias preguntas para ponerse en autos sobre su situación: su mujer Holly, sus hijos, etc. Esa información se pasa en movimiento y a la vez tenemos la sorpresa en ciernes de la “prenda” que deberá cumplir el protagonista.
Lo que debe hacer McClane, para que no explote una bomba parecida al del inicio de la película, es colgarse un cártel gigante que diga: “I hate niggers” (odio a los negros) en una esquina en el medio de Harlem.
En algunos sistemas de streaming el texto del cartel fue cambiado por “I hate everybody” (odio a todo el mundo) porque vivimos en la época del gesto, a ver quién se desloma más por reconstruir la Historia bajo una operación de censura. Ni siquiera podríamos empezar a razonar sobre cómo se pierde la esencia del humor que encierra algo retorcido, incluso tratándose de alguna comedia indie sórdida de aquella época (sí, estaba pensando en Todd Solonz).
De vuelta a la escena en cuestión, aquí se nos presentan dos vías para pensar en el tono de la película: el mencionado humor retorcido y la buddy movie.
Duro de matar se transforma en una comedia
La aparición casual de Zeus (Samuel L. Jackson) direcciona el curso de la historia. Su personaje se involucra para salvar a McClane de ser linchado por un grupo de jóvenes afroamericanos algo alterados por el contenido del cartel, o más bien impedir que un policía blanco muera en el medio de Harlem, con consecuencias simples de imaginar.
El encuentro entre ambos es un clásico cruce de personajes en lo que se conoce como buddy movie; dos personajes unidos por diversas circunstancias, de mundos diferentes y con un objetivo en común.
El principal acierto del guion es haber estructurado la historia alrededor de un manto de comedia, si las situaciones en una película de acción son siempre un ejemplo de lo que se denomina “la suspensión de la credibilidad”, aquí las situaciones tensan tal concepto y es precisamente gracias al tono que se descomprime cualquier intento por bajar a la realidad cualquier escenario hiperbólico que la película presenta.
La comedia no es una variable ajena en la saga; ya en la primera parte, se aprovechaba la faceta cómica de Bruce Willis, una de sus grandes fortalezas después de varias temporadas en la serie Moonlighting.
Lo cierto es que la base angular genérica es la acción. El guionista Hensleigh en 1993 vendió el guión Simon Says a Fox, que lo reconfiguró para una nueva aventura de John McClane, aunque mantuvo la estructura original de un policía y un “activista negro civil” que luchan contra un “mad bomber” que amenaza Nueva York.
El componente de la comedia hace su ingreso cuando esta misma premisa se la presenta dentro del mundo de Duro de Matar, en la que un terrorista tiene un plan algo mejor pensado para orquestar, además de poner bombas en lugares públicos.
Simon, el villano, arma una puesta teatral a cielo abierto estelarizada por John McClane y Zeus, los dos actores principales de ese plano de DDM3: el de la mise en scène. La teatralización, involuntaria para los buenos, es lo que motoriza la posibilidad de una credulidad y, a la vez, de una comedia de situaciones increíbles.
McClane, el héroe más grande del mundo luego de la primera Duro de Matar, que minutos antes salvó a centenares de personas al arrojar una bomba por la ventana de un subte, está junto a un civil con dos bidones de plástico tratando de descifrar otro acertijo más, en el medio de una plaza mientras toda la policía de la ciudad tiene un solo objetivo: encontrar la madre de todas las bombas que podría estar en una escuela de NYC.
El protagonista y su socio son dos cadetes durante la mitad de la película, hasta que descubren que lo de las prendas no es más que una distracción. McClane y Zeus son dos para la aventura, que viven una situación más hiperbólica que otra, que dentro de un registro realista sería difícil de aceptar, pero la prosperidad de la premisa encuentra su sentido en el tono y en el ritmo de la comedia.
Si tuviéramos a los géneros de acción y comedia como diagramas de Venn, la buddy movie sería un subgénero que estaría en una intersección de ambos.
En DDM3 la tensión de McClane y Zeus se dirime en la obligación del segundo a estar involucrado en un peligro inusitado y el hartazgo del primero por descifrar problemas matemáticos.
El guion de Hensleigh se anima, además, a jugar en el terreno de los estereotipos sobre el racismo, a partir de la presentación de Zeus que reprende a sus sobrinos para posteriormente hacerles repetir una especie de decálogo sobre los blancos. En ningún encuentro con hombres blancos, Zeus sufre el racismo (por supuesto existente en el mundo real) por parte de ningún personaje: de hecho, él resulta ser el único de esa condición a lo largo de película.
El punto álgido de esta relación llega en el momento que McClane esboza un insulto: “Maldito…”, pero es frenado por Zeus: “¡Dilo, vamos dilo!”, creyendo que se venía el remate racista, producto de un prejuicio totalmente fundado que el policía resuelve para su satisfacción.
Zanjada la variable racista, los momentos de comedia entre los dos héroes pasan por la virginidad de Zeus en esto de ser alguien como McClane y en sus raptos de heroísmo (la escena del salto en el puente y el encuentro en persona con Simon en el barco). Mientras Bruce Willis ejecuta a la perfección sus one liners característicos.
La razón de invitar a la comedia a ser la protagonista opera bajo una clase de autenticación invisible para que la historia encuadre en un verosímil.
Todo lo que sucede alrededor del plan de Simon sobre apuntar con un dedo para que toda la policía de Nueva York corra hacia donde él señala sea tan solo un ardid para robarse todo el oro del Fuerte Knox sólo puede comprenderse dentro del universo de Duro de Matar. La resolución de esa gran cortina de humo que es la “bomba al azar en una escuela de la ciudad de Nueva York” muestra al experto, que en un acto heroico, decide quedarse a tratar de desactivar el artefacto explosivo que finalmente se trataba de un líquido símil jugo de frutas que le cae sobre el rostro.
El montaje paralelo del descubrimiento de McClane sobre el verdadero lugar donde está la bomba (el barco) y el destino de la falsa bomba en la escuela maneja un contrapunto entre la comicidad y la tensión, como si confluyeran en un clímax perfecto ambas variables estructurales de DDM3.
Zeus, que funciona por una parte como comic relief, pero no en la sintonía de “pongamos a un negro que haga chistes así descomprime la tensión”; y por otra, con un sentido dramático porque, en otra arista de su personaje, es un auxiliar del protagonista. Durante el transcurso de la trama ayuda a McClane en varias oportunidades, de ahí el sentido dramático que posee un grosor más importante que el de simplemente ofrecerle al espectador unas risas.
El cine (de acción) que no quería morir
En los años ochenta y sobre el tramo final de la Guerra Fría, el cine de acción de Hollywood construyó un sistema forjado para las figuras de superhombres (Schwarzenegger y Stallone principalmente) y de defensores de una ideología (Norris, Seagal y otros de más baja estofa como Dudikoff).
Los nombres como Bruce Willis aparecieron para bajar un poco más al llano las situaciones en las que los héroes de acción estaban involucrados, bajo la idea de “un hombre común envuelto en una situación extraordinaria”, un concepto que Harrison Ford supo aprovechar desde Testigo en peligro (Witness, 1985) en adelante, y en especial en los thrillers de Jack Ryan.
DDM3 es uno de los últimos cartuchos que disparó el cine de acción, junto a Máxima velocidad (Speed, del mismo año) y Misión: Imposible (Mission Impossible, un año después).
En el mismo carril ya había desembarcado en Hollywood John Woo (uno de los exponentes del cine hongkonés de finales de los años ochenta). Más tarde llegarían Tsui Hark y Ringo Lam pero con peor suerte.
DDM3 es de las últimas entregas de un cine de acción más preocupado por el personaje que por la espectacularidad de los efectos visuales o de una cámara acrobática.
La estructura de la ficción en el cine es un vaivén entre el saber y el creer, es así que se confecciona el contrato con los espectadores que aceptan la ficción a pesar de las limitaciones representacionales.
Los límites refieren a “eso que falta” y que completa el espectador, por eso es fundamental la noción de montaje en el cine clásico. La referencia teórica nos sitúa el estatuto del cine de acción en la época.
Si tomamos la escena del acueducto, en la que McClane surfea sobre el techo de un camión de basura que es arrastrado por una ola gigante, sabemos que hay un pacto entre el verosímil (que la propia película elabora) y el encadenamiento de imágenes que completa aquello que falta pero que, además, supone una representación, y no la documentación de la realidad.
Hasta la llegada de Matrix (1999), la acción tenía su ancla en la variable de “completar lo que falta” gracias al montaje, como un engranaje en el motor del contrato ficcional. Todo se rompe cuando en la simulación absoluta, los efectos visuales están obligados a imitar lo real al mismo tiempo que muestran que es un simulacro.
En las películas de acción de la década del 2000, esto comienza a registrarse a partir de una ubicuidad física imposible porque la cámara ya empieza a atravesar objetos, autos, etcétera y hasta tiene el poder de volar. Es el nacimiento del no espacio o de un espacio virtual. ç
Si volvemos a la secuencia del acueducto, hoy su registro hubiera sido diferente porque la referencia de una cámara sería imposible de hallar porque no existiría, con el uso de un drone o algún efecto de posproducción.
La representación en DDM3 no tiene espacio en el cine de acción actual, incluso si pensamos en la última película a la fecha de la saga: Duro de matar 5: Un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, 2013). En una secuencia la cámara atravesaba los pisos de un edificio mientras dos personajes caían y traspasaban los techos hasta llegar a la planta baja.
Más allá del esfuerzo por creer que dos personajes puedan sobrevivir a semejante caída, la cámara se ubica en lugar de registro que no tiene base física para pensar que se ubicó en algún espacio tangible.
En DDM3 todas las escenas de alta adrenalina tienen trucos de diferentes tipos: mecánicos (el taxi que atraviesa el Central Park), de montaje (el acueducto y el salto del puente) y de fotografía (la explosión en el inicio). Ninguno de los trucos quiebra la parte que el espectador completa, hay un sentido de la imperfección representacional que se rompió, como dijimos antes, a partir de Matrix, que dio vuelta este estatuto porque planteó una perfección que hizo que la creencia en la imagen se rompiera porque era imposiblemente perfecta.
Ya no es que la propia diégesis de la película plantea una exageración (en términos amables) sino que desde la propia creación se opera desde un inverosímil porque no se sabe físicamente cómo es que la cámara pudo hacer semejante acrobacia.
DDM3 es de las últimas películas de su tamaño, en el género acción, que se realizó bajo el poder técnico de las imágenes y del estatuto clásico del pacto ficcional.
Sagas como la de Rápido y furioso (o cualquiera que se elija con Dwayne Johnson, por nombrar a uno) ya no reparan en ningún impedimento: la “cámara” pasa por entre medio de las ruedas y se ubica en un destino final que es el primer plano del conductor de un auto que viene detrás. Aquí ya no se trata de una pérdida artesanal sino en que es imposible discernir entre un registro in situ y un “registro” digital hecho de cero en una computadora.
DDM3 no fue solo consecuencia de un cine de acción que se mostraba moribundo sino que, sin saberlo, era la agonía del estatuto de credulidad sobre el cine. Y las causas de ese pasaje de la transfiguración ficcional fueron la irrupción de la tecnología en la diégesis junto con el punto de vista de la creación.
DDM3 adquiere un mayor valor si la vemos a la distancia; porque permite hacer un ejercicio sobre la época de un tipo de cine que se animaba al menos a tejer ligeras variaciones sobre ideas frecuentes en el mismo.
Más que una película de acción a gran escala, DDM3 es un gran ejemplo de otros modos de producción, con un sentido narrativo e ideológico sobre la escalada de tensión, a partir de situaciones disparatadas.
Algo imposible en en el sistema de estudios actual, que actúa a la defensiva en sus decisiones: las fortalezas de hace 25 años parecen ser los miedos de hoy.