Edición 41

Una señora muy genia

Por Santiago Calori

Circula por la internet un meme con la foto de un videoclub en hora pico durante los años ochenta con la leyenda «Mi viernes a la noche», como parte de esa extraña costumbre de memes de «Sos de riesgo sí…» ilustrado por una imagen de algo de hace diez años.

Bueno señor, cálmese, deje de quejarse y diga a qué vino.

Vine a hablar de costumbres derivadas de las películas y de cómo, lo que hacíamos con total normalidad, bajo una dictadura puede ser bastante más peligroso.

Entonces: si bien podría seguir hablando mal de un meme (?), estoy acá para hablar un poco de lo que pasaba el viernes a la noche, pero en la otra punta del mundo.

Bueh, la otra punta no: en Europa del este. En Rumania para ser más precisos.

Rumania estuvo gobernada durante cuatro décadas por el régimen comunista, y si bien tuvo una variedad de corrientes dentro de la ideología, siempre fue más bien «línea dura». Casi treinta de esos años, estuvo bajo en mando de Nicolae Ceaușescu, que si nunca viste su fusilamiento ¡la mañana de Navidad! te lo recomiendo si querés levantar la mañana.

Pero no estoy acá para hablar de videos favoritos de dictadores fusilados, eso será otra semana (?) Estoy acá para hablar de la mágica costumbre que empezó a circular entre los rumanos a mediados de los años ochenta.

Con anterioridad al boom del VHS (que, la verdad, fue medio igual en todos lados), los rumanos tenían una forma de censura cinematográfica muy extraña: fuera de los cortes de escenas sexuales o que «hicieran peligrar» los ideales del poder de turno, la verdadera censura estaba en el subtitulado.

Hay países «doblados» y países «subtitulados»: si tomamos a España, por ejemplo, durante la dictadura de Franco, las películas extranjeras empezaron a doblarse con la excusa de «darle trabajo a los actores de doblaje». Esto trajo como consecuencia un acostumbramiento del público a ver contenido doblado que se arrastra hasta nuestros días. Para encontrar una copia subtitulada de una película en casi cualquier ciudad española, tenés que tomarte, mínimo, un subte.

Los rumanos, por su parte, hacían todo lo contrario. Subtitulaban, y ponían lo que a ellos les parecía. Por ejemplo: si se hablaba de Pascuas o Navidad, se subtitulaba como «feriados», Iglesia era «edificio» y así.

Con la banda sonora relativamente intacta, comenzó a haber competencias de «encontrar las diferencias» entre lo que se decía en la pantalla y lo que pasaba en las letras de abajo.

Y esto fue así hasta la llegada del VHS. Si bien Rumania había estado atravesada por consumos culturales contrabandeados (los que tenían la suerte de «viajar por trabajo» sostenían una economía paralela en base a tráfico de revistas norteamericanas viejas que iban desde números de Time hasta carálogos de muebles), la llegada del formato fue clave para el movimiento que estaba por empezar.

Y acá, justamente acá, fue cuando Rumania dejó de ser un país «subtitulado» para ser un país «doblado.»

Pero esperá: porque no estaba «doblado doblado» como te podés imaginar: varios actores haciendo varias personajes. No, no, no: una sola voz traducía simultánea (y fidedignamente) las películas.

Y esa voz, que marcaría a varias generaciones era la de una señora con nombre y apellido: Irina Margareta Nistor.

Nistor, casi como una superheroína, tenía dos trabajos muy distintos de día y de noche: de día trabajaba para el Estado, traduciendo las películas como le ordenaban que lo hiciera y por las noches doblaba películas con su propia voz haciendo todos los papeles.

«Una genia del doblaje y las voces» pensarás: no, para nada. Todos los personajes tenían la misma expresión y, muchas veces, los doblajes se hacían sin siquiera haber vista la película previamente. Traducción simultánea, y en una sola toma.

Las copias sobre las que se hacía el doblaje, muchas veces, no eran las ideales: películas grabadas de la televisión alemana que ya venía dobladas al alemán, o de otras latitudes con las mismas características. Sobre ese caos, Nistor le agregaba su magia que, básicamente, era hacer lo que podía con lo que tenía a mano.

Las copias circulaban en el mercado negro y se generó un extraño sistema de exhibición paracinematográfico: los que tenían una videocasetera en su casa invitaba a amigos y vecinos que pagaban un fee fijo a cambio de sentarse a ver cuatro, cinco, seis películas en una misma noche. El fee solo no se pagaba si el invitado aportaba una película que no se hubiera visto previamente.

Una de las grandes anomalías del circuito era cuando aparecía una película en lenguaje original y con las advertencias antipiratería antes. Estas advertencias, entre el público que consumía este tipo de productos eran consideradas símbolos de status, porque significaban que la copia, a pesar del doblaje, era lo más «pura» posible.

Los más extremos (y probablemente acomodados) contrataban a un doblajista que hacía su trabajo en vivo en el living y recibía sus honorarios. Algunos se especializaban en determinadas películas, que había «doblado en vivo» decenas de veces y eran muy buscados.

Pero la mayoría de los simples mortales, contaba con los doblajes de Nistor para saciar esa curiosidad sobre el mundo exterior. Porque, no dejemos esto de lado, la cosa iba por el costado cinéfilo casi tanto por el de tratar de entender qué había ahí afuera.

La oferta era, como te imaginarás, variada. Y el consumo también lo era: en una sentada podía convivir Invasión USA (1985) con Chuck Norris y Amadeus (1984) de Milos Forman. La cosa era ver, ver todo lo que se pudiera.

Y la calidad, no hace falta que se lo diga a alguien que vivió el VHS pero quizás sí a alguien que no, era un horror: las copias iban perdiendo calidad a medida que se hacían y muchas veces para cuando llegaba a las manos de un cinéfilo ávido, había pasado por decenas de generaciones de copias vía dos caseteras y un cable medio medio. Se habla de pérdida de colores, de manchas electrónicas, de bandas de sonido que parecían salir de adentro de un tupper cerrado, entre otras delicias.

Hay un revés simpático a la historia: del mismo modo que el pueblo más curioso pirateaba las películas para verlas en livings con sus vecinos, el Estado también lo hacía. Se dice que gran parte del material audiovisual que se pasaba por la televisión estatal eran películas de las que no tenían derecho alguno para su exhibición.

Puede que esta historia «te suene de algún lado»: y es porque está contada con un amor infinito en el documental Chuck Norris Vs Communism (2015) de Ilinca Calugareanu, que estuvo dando vueltas en Netflix un tiempo y, como todo lo bueno, desapareció. Nada que la esquina de Los Incas y Torrent no te pueda solucionar en tres minutos y medio, igual.

A por ella.

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