Edición 67

Una que tiene unos años pero sigue jugando en primera

Por Santiago Calori

Creo que fue cuando hablé de Funny Games (1997) hace un par de meses que medio que teasié una teoría entre gallos y medianoches, sugiriendo que una de las secuencias más macabras de la película de Haneke quizás homenajeaba a una película americana de bajo presupuesto.

En otra ocasión hablé de la hilarantemente negra Ocurrió cerca de su casa (C’est arrivé près de chez vous, 1992), una película belga imposible como pocas otra que todos deberíamos revisar todo lo seguido que podamos.

Y hasta incluso en otro momento (en una edición de martes o jueves, la verdad que la memoria después de cierta edad es motivo de misterio) hablé del «cine regional»: ese cine que se hacía en el centro de Estados Unidos, alejado de las capitales clásicas de producción como podrían ser Los Ángeles y Nueva York.

De cómo El loco de la motosierra (The Texas Chainsaw Massacre, 1974), filmada en Round Rock, Texas, La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968) filmada en Evans City, Pennsylvania o Diabólico (The Evil Dead, 1981) filmada en Morristown, Tennessee, terminaron influyendo el cine que se hacía en las capitales más prestigiosas.

Y de ese tipo de película de la que vengo a hablarte hoy: de una filmada a mediados de los años ochenta por un director que no tenía una experiencia enorme y que, un día, se cruzó con una oportunidad.

Su nombre era John McNaughton y trabajaba de lo que podía, pero le gustaba el cine.

Además de filmar cortos institucionales para consumo interno de empresas (un trabajo que, casualmente, también había hecho George A Romero) en el empleo que más se parecía al mundo del cine (y el que le iba a terminar cambiando la vida) hacía mantenimiento para una empresa familiar que tenía unas extraños aparatos con loops de dibujos animados en dominio público que alquilaba a restaurantes a principios de los años ochenta.

El sistema era torpe pero efectivo: adentro de una caja que podía asemejarse con un televisor de tubo, había un proyector de super 8 que, en un sinfín, pasaba una determinada cantidad de cortos animados y volvía a empezar.

Una vez por semana McNaughton tenía que pasar por los locales, revisar que todo estuviera bien y cambiar los rollos para ampliar la oferta de lo que se veía.

Los dueños de la empresa, unos hermanos de apellido Ali, andaban con ganas de invertir en cosas que les dieran buenos dividendos: se habían puesto a surfear la ola del primer video, comprando películas baratas y vendiéndolas por miles de unidades a videoclubes hambrientos, pero parecía ser un negocio al que se había subido muchos y los derechos de casi cualquier porquería estaban por las nubes. Se dieron cuenta de que, en lugar de comprarla, tenían que hacer una ellos y empezaron a ver con buenos ojos dos negocios audiovisuales que por aquel entonces pagaban muchísimo: el porno y el cine de terror.

McNaughton por aquel entonces ya no trabajaba para ellos: el negocio de las cajitas había muerto, pero parecía ser el contacto más cercano con «el audiovisual» que tenían los Ali, que retomaron contacto y le hicieron el ofrecimiento.

De la reunión, McNaughton se fue con un sobre con cien mil dólares en efectivo, y la promesa de hacer de esa plata «una película de terror.»

Guita en mano, fue a ver a un amigo, que muy interesado le pregunto sobre qué iba a ser la película y McNaughton no tuvo respuesta: no tenía la menor idea.

Así fue como los amigos empezaron a hacer un brainstorming con una pila de VHS que el amigo tenía de cosas grabadas de la televisión. Más temprano que tarde, un especial de 20/20 sobre la vida de Henry Lee Lucas les llamó la atención.

Para los que no lo sepan, una breve bio: Henry Lee Lucas fue un asesino en serie norteamericano, activo durante los años setenta y ochenta, que tras ser detenido se convirtió en un extraño «colaborador» de la policía, adjudicándose crímenes que no había cometido a cambio de «favores» en su estadía en prisión y ayudando así a «resolver» casos añosos en comisarías de todo el país.

El tema le quedó resonando en la cabeza y decidió escribir un guión basado libremente en la vida de un asesino llamado Henry, que tiene un amigo que se llama Otis, que tiene una hermana que se llama Becky.

La cosa iba viento en popa, pero no podían dar con el protagonista. Debía cumplir dos requisitos: trabajar por poca plata y ser buen actor. Alguien sugirió un compañero de teatro que calificó como «un poquito rústico» y Michael Rooker llegó a la audición y se quedó con el papel y con el comienzo de una carrera con esa cara de nada que mete miedo.

La película, por si hace falta aclararlo, era Henry: retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, 1986)

Por lo corto del presupuesto, McNaughton se valió de un recurso simple pero efectivo: en lugar de mostrar la mayoría de las muertes, mostraba la escena del crimen y ponía detrás la banda sonora de lo que había pasado. El efecto, además de ahorrarles mucha plata, resultó más aterrador que si se hubiera mostrado algo de todo eso.

La película se terminó de filmar sin mayores contratiempos y hasta acá, todo parece ser una historia de alegrías y buenas coincidencias.

Claro que, para cuando aparecieron los primeros cortes de lo filmado, los Ali no estaban precisamente saltando en una pata. La idea de «un poco de tetas, un poco de sangre» que les había enseñado la saga de Martes 13 (Friday the 13th, 1980) no estaba pasando en la película del bueno de McNaughton.

Más bien todo lo contrario: estaban ante un film, bueno, más cercano al cine arte que al cine que lleva parejas a apretar a los cines.

Y uno muy complicado de clasificar por el nivel de violencia: en el primer paso por la MPAA, la película salió con una X, que funcionaba como un certificado de defunción para cualquier pretensión comercial en un cine más o menos decente.

El ente de calificación no daba ideas de dónde o qué se debía cortar, entonces McNaughton fue probando cosas hasta que alguien se apiadó de él y le explicó: el problema era el tono moral que tenía la película. Ningún corte la iba a poder salvar. Había hecho una película que solo mostraba y no condenaba a su protagonista.

Afortunadamente para McNaughton, poco tiempo después y en vista de varias películas «de arte y ensayo» (entre ellas, Átame (1989) de Almodóvar) que terminaban con la X en el afiche, apareció la calificación NC-17, y fue todo mucho más tranquilo.

Independientemente de la suerte en las salas, el film no tardó en tickear todos los casilleros de la película de culto, y tuvo una gira por festivales especializados (y no tanto) enorme, empezando así la carrera de McNaughton, que seguiría con el extraño esfuerzo de ciencia ficción The Borrower (1991) y, bueno, con Criaturas salvajes (Wild Things, 1998).

Ah, qué. Te vas a poner la gorra porque se quería comprar una casa de fin de semana.

A modo de apostilla y nota de color, la película fue estrenada en Argentina a principios de los años 90 por Lucian Films, la compañia de Pascual Condito que todavía no se decidía entre el exploitation que estrenaba antes y el cine arte que estrenó después. Los porteños la pudieron ver en el Lorca, del cual, como todo aquel que haya ido al Lorca sabe, salieron con dolor de cuello.

¿Te estoy diciendo que vayas a ver Henry: retrato de un asesino? Y a vos qué te parece, beba.

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