Míralos MorVIP 41

Una película menor de un director mayor

Por Santiago Calori

No es ningún misterio que en estas entregas (bi)semanales me gusta hablar de film noir. Si me apretás un poco, después de las películas de terror y el exploitation que sea, debe andar en mi top five de cosas favoritas.

Y como hacía mucho que me iba por las ramas y hablaba de géneros y cosas relativas, me dieron ganas de volver a “las raíces” de Míralos Morir y hablar largo de una película.

Claro que para hablar largo, hay que saber contextualizarla y todo eso que repito como un loro cada semana, así que empecemos haciendo un poco de historia para poder entender cómo esta película supuestamente “menor” es mucho más de lo que se dijo y, probablemente, más una víctima de una mala época que otra cosa.

Pero dale, hermano, decí de qué vas a hablar. De Fritz Lang. Ahí tenés. ¿Estás contentx, Walter Nelson?

Pero no ese Fritz Lang, otro Fritz Lang. No, no es que hubo dos Fritz Langs como el luchador de Titanes en el Ring que hacía de Mercenario Joe que se llamaba Jorge Luis Borges. El mismo Fritz Lang, pero no el que suelen aplaudir todos, en este caso con buen tino.

Hablar de Lang es hablar de alguien que pasó por buena parte de la historia del cine como partícipe necesario: si bien hay varios directores que podrían funcionar como Forrest Gumps de la historia del séptimo arte, pocos pasaron por tantos sombreros distintos como lo hizo el bueno de Fritz.

Hijo de una familia de arquitectos, sus padres querían que siguiera con la profesión familiar, pero Lang quería otra cosa.

Si bien estudió un poco de arquitectura, y eso se puede notar en su obra en la obsesión por la construcción de sets que eran parte de la historia casi como personajes y no como meras escenografías en sus primeras películas, hasta la noción de generar mundos propios dentro de edificios, según fueron avanzando las cosas.

Lang era Austríaco y para finales de la década del 10 (del siglo pasado, claro) había conseguido un trabajo en los por entonces muy pujantes estudios UFA alemanes.

Los estudios UFA, para los que no estén al tanto, eran los Universum Film AG, que se fundaron en 1917 con dinero estatal intentando hacer lo mismo que hacían los norteamericanos que, se suponía, llenaban al mundo con su ideología mediante su entretenimiento.

Hasta poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, la mayoría de las películas que se veían en Alemania eran importadas. Algo que, con el cine mudo, era bastante común: no había problemas de traducción, y eran muy populares las francesas y danesas.

Con el comienzo de la Primera Guerra Mundial se prohibió la entrada de películas francesas, y esto dejó un hueco enorme en el mercado. Para tapar ese hueco apareció la UFA, y la industria fílmica alemana, hasta poco antes de la llegada de los nazis terminó siendo la más grande de Europa.

Y era, usando términos de ferretería para hablar de cine clásico, la casa del Expresionismo alemán, un movimiento que no sé si llegué a explicar bien alguna vez, pero lo hago rapidito: deriva su nombre del arte expresionista, donde el simbolismo y la imaginería visual retorcida se compraban al por mayor.

El clima de posguerra también ayudaba a que las historias que se contaran no fueran las más felices y estuvieran bastante focalizadas en el terror y los crímenes.

Y ahí aparecieron Wiene con El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920), Murnau con Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922) y el propio Lang con Metrópolis (1927).

(Imaginate la épica que hubiera armado Ruggeri si hubiera estado en ese equipo.)

Para cuando los nazis ya no eran una velada amenaza en el horizonte, Lang recibió la propuesta concreta de ser el director de las películas del régimen, trabajo que declinó todo lo amablemente que pudo y huyó primero a Paris y juego a Estados Unidos, más precisamente a Hollywood, donde terminó de moldear lo que los franceses después iban a llamar el film noir.

En Alemania, ese puesto vacante fue ocupado por Leni Riefenstahl y, bueno, el resto es historia, pero no nos desviemos.

Para cuando Lang dio las hurras y logró escapar, ya había filmado en territorio alemán entre otras, y además de MetropolisEl vampiro negro (M – Eine Stadt sucht einen Mörder, 1931) y El testamento del Dr Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, 1932), que le había valido la propuesta para callarlo con trabajo y la posterior prohibición por parte del señor que se vestía igual que Chaplin (?) A todas luces y con pocos años, Lang tenía una filmografía con la que cualquiera ya se hubiera quedado relativamente tranquilo.

Cualquiera menos él, que llegó a Estados Unidos y terminó bajo contrato de MGM, haciendo a razón de una o dos películas por año por más de veinte años.

El desembarco de Lang coincidió con el momento de medianera entre el cine de horror y lo que después se iba a llamar film noir, algo de lo que ya hablé acá cuando me ocupé del mágico mundo del noirror.

El noir a secas que iba a llegar segundos después del noirror nos iba a dar muchas alegrías, con películas y directores que podríamos nombrar sin repetir y sin soplar: El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941) y Mientras la cuidad duerme (The Asphalt Jungle, 1950) de John Huston, Scarface (1932) y Al borde del abismo (The Big Sleep, 1941) de Howard Hawks, Sendas torcidas (They Live By Night, 1949) de Nicholas Ray, Sed de mal (Touch of Evil, 1958) de Orson Welles o hasta incluso El hombre equivocado (The Wrong Man, 1956) de Alfred Hitchcock.

Misteriosamente, la película de la que quería hablar hoy no figura casi nunca, como si les diera vergüenza hablar de ella, quién sabe por qué razón.

La película es La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944), y te recomendaría que la vayas a ver antes de seguir leyendo.

Dale, yo te espero, no pasa nada.

La película, como habrás visto, cuenta la historia de un profesor de psicología, interpretado por Edward G. Robinson, un cara de nada hermoso que ese mismo año puso la trucha en un noir de los que sí se nombran que es Pacto de sangre (Double Indenmity, 1944) de Billy Wilder.

El profesor, que tiene a la familia de viaje en algún lado, decide pasar la noche en un club de caballeros y queda obnubilado por la imagen de una mujer en un cuadro que se le termina revelando ante sus ojos. Decide vivir la aventura, yendo hasta donde la aventura decida llevarlo.

Y caray que lo lleva, eh. Lo lleva, quizás, demasiado lejos.

La película fue la primera de un estudio chiquito pero incipiente que se llamó International Pictures, propiedad, entre otros, del guionista Nunnally Johnson, que había pegado buena guita (?) con el guión de Viñas de ira (Grapes of Wrath, 1940) de John Ford y quiso ser su propio jefe, pero sin los chupines.

Si la viste habrás notado que hay algo que desentona, que te hizo ruido, que no entendiste muy bien por qué estaba ahí.

Bienvenidx.

Bueno, te tengo que decir la verdad: te mentí un poco con el “quién sabe por qué razón” de hace un par de párrafos. Hay una razón, que parece ser de peso para muchos, y es el final.

Sí, la película termina con un “era todo un sueño” algo extraño y medio difícil de justificar, pero voy a hacer mi mayor esfuerzo.

El film noir, como creo que ya expliqué en alguna ocasión, habla del destino, de cómo escapar de él, de cómo ese destino por más que queramos, está sellado hagamos lo que hagamos y en el vemos cómo estos personajes empujados a los límites hacen lo que pueden para que no les gane.

Si usamos esa argumentación contra La mujer del cuadro, nos vamos a dar cuenta que ese “sueño” que vive nuestro protagonista no es más que la más terrible de sus pesadillas. Que está soñando con un mundo de film noir y decadencia al que no pertenece y del que despierta sobresaltado, pero con el que evidentemente fantasea.

La noción de que lo pasa en la película de Lang no “era todo un sueño” sino “era todo una pesadilla” la hace elevarse a un mundo mucho más interesante y, si se quiere, mucho más noir de lo que hubiésemos sospechado en un principio.

El mayor drama de La mujer del cuadro no era su ¿torpe? decisión de final, eso lo vimos un poco más arriba. El drama de la película fue su pésima fecha de estreno.

En ese mismo año se estrenaron El halcón maltésLaura (1944) de Otto Preminger, Pacto de sangre y hasta El enigma del collar (Murder, My Sweet, 1944) de Edward Dmytryk, haciendo que La mujer del cuadro quedara como una mera guarnición en ese suculento banquete.

Ni los franceses, que se la pasaban gritando ¡Oh Lala, film noir! a cada policial que sobre los que posaban los ojos se percataron de su existencia y así fue como, durante muchos años la película fue considerada más un tiro en el pie que otra cosa.

Un tiro en el pie que los más catedráticos interpretaban como un “ensayo” para Mala mujer (Scarlet Street, 1945) que llegaría al año siguiente.

Tiro en el pie o no, película menor o mayor, La mujer del cuadro, esa hermosa pesadilla con tintes noir que, si vemos hoy, nos deja pegados a la pantalla como si estuviéramos en 1944, es un testimonio más de que con Lang pasa lo que solo pasa con los más geniales: una película medio pelo de él es una película genial de cualquier otro.