Edición 57

Una batalla más vieja que el tiempo y una coda

Por Santiago Calori

Debe ser la segunda vez en poco tiempo que uno de estos envíos está inspirado en preguntas de Instagram. Esta en particular es extraña: no porque esté la necesidad de responderla, sino por la asiduidad con la que aparece.

Si bien nunca superará a «Si la inflamación no se va ¿el dolor vuelve?», la de «¿Quién gana en una batalla entre Godzilla y King Kong?» se ha vuelto muy popular en las últimas semanas en gran parte gracias a que la maquinaria publicitaria dispara con de todo para que sea la única preocupación de lxos interesadxs por el cine.

Lo interesante de todo esto es que esa respuesta está dando vueltas hace casi sesenta años: gana King Kong.

Qué alegría haberme sacado eso del medio.

Y lo hace en la King Kong contra Godzilla (Kingu Kongu tai Goijira, 1962) original, dirigida por Ishiro Honda, la película de la que me voy a ocupar hoy porque, como gran parte de las pretendidas «películas de entretenimiento» habla de un montón de cosas sin decir ni media palabra.

Para tratar de entender el kaiju eiga, ya hay un Míralos MorVIP que habla de la Godzilla italiana y explica todo un poco. Cito textual:

«Con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, Japón estaba poco más que en ruinas. Las intervenciones nucleares de los Estados Unidos los habían dejado sin ciudades enteras y con una paranoia feroz.

Existía en la cultura una idea que iba a quedar ahí para siempre: «¿Cuáles son los verdaderos efectos de estas bombas? ¿Qué nos puede pasar?»

Con el empuje de esas paranoias que se podrían considerar «esperables» fue que la ciencia ficción japonesa tuvo su cuarto de hora de gloria. Tomando estos miedos como «nafta súper» de sus ideas, lograron crecer a límites insospechados.

Notá que el «crecer» no es caprichoso. Gran parte de lo que se fantaseaba tenía que ver justamente con eso: la noción de la mutación, el gigantismo y el crecimiento a tamaños monstruosos para bien o para mal.

Casi un Gulliver pero desde el punto de vista de los pequeños, el scifi nipón habló de esos crecimientos exponenciales empezando con Godzilla y siguiendo con sus múltiples héroes: Ultraman, Ultra-7, Astroboy, etcétera.

Godzilla dio lugar a los kaiju eigas, o «películas de monstruos gigantes» que llegan incluso hasta nuestros días, en sus versiones de país de origen y reversiones yanquis, con el reinado de dos criaturas principales y antagónicas: Godzilla, como producto principal de los estudios Toho (quizás el «Boca» de todo esto) y Gamera, la tortuga gigante, como representante del «River» en esta dualidad de equipos, de los estudios Daiei.»

Ahí más o menos estás en tema, sigamos.

Lo primero que deberíamos empezar a entender es que tanto King Kong como Godzilla son (o por lo menos, eran en ese momento) las principales exportaciones monstruosas de Estados Unidos y Japón respectivamente. Y que ambos respondían a prácticamente la misma alegoría, solo que con historias de país y culturas diferentes.

Se podría decir que Estados Unidos ya tenía a King Kong y que Japón tuvo a Godzilla gracias a la acción de Estados Unidos: si no hubiera habido pánico nuclear, nunca hubiéramos tenido al reptil gigante más enojado y pisador de maquetas de la historia.

¿Estoy justificando con esto a Hiroshima y Nagasaki? Claro que no.

Decía que ambos respondían a la misma alegoría, que era la de «No jodas con…» solo que cada uno variaba el objeto del terror: en el caso de Kong «… el curso normal de la naturaleza» y en el Godzilla «… la radiación.»

Podríamos decir también que tanto la historia de Kong como la de Godzilla orbitan sobre temas similares, que solo varían por el prisma cultural opuesto con el que fueron pensadas, realizadas y luego vistas, pero esto no quita que para los japoneses la imagen de Godzilla fuera la de «una bomba atómica con dos patas» y para los yanquis King Kong fuera un animal fuera de su hábitat que es llevado contra su voluntad para entretenimiento y ganancia.

Viendo los paralelos era solo cuestión de tiempo hasta que se terminaron cruzando. Y pasó a principios de los años sesenta, cuando Willis O’Brien, el responsable de la animación y del monstruo en la King Kong (1933) original estaba buscando hacer una continuación a la secuela.

WIllis O’Brien haciendo lo suyo

Porque King Kong tuvo una secuela el mismo año: se llamó El hijo de Kong (Son of Kong, 1933) y quedó bastante eclipsada por todo lo que había hecho la primera de la saga.

Pero O’Brien no estaba dispuesto a dar el brazo a torcer: venía coqueteando con varias ideas sobre contra quién debía pelear Kong: si con Frankenstein, si contra un monstruo formado por varios animales… hasta que aparecieron en su camino los de los estudios Toho y le dijeron: «Nosotros tenemos a Godzilla.»

Ni lerdos ni perezosos, los de Toho pusieron al Ishiro Honda, el mismo director de la Godzilla original y la cosa no tardó en llegar a buen puerto.

La línea argumental es más bien pava: los dueños de una empresa mandan a unos investigadores a una isla donde hay unos frutos extraños ¿y psicodélicos?. Mientras están ahí les ordenan que ya que van para allá traigan a una criatura mitológica que habita en el lugar: es Kong. En paralelo, se rompe un iceberg y aparece de nuevo Godzilla que enfila para Tokio directo. En el camino, Kong se despierta, se escapa y termina todo en un tole tole con el reptil del cual sale victorioso el mono. Y solo el mono. Y en todas las versiones.

Durante años, cuando las versiones de cada país de las películas eran difíciles de conseguir se rumoreó que en la versión japonesa del film ganaba Godzilla y en la americana Kong. Esto con el tiempo se comprobó como poco más que una leyenda urbana, se supone, inventada por el querido Forrest J. Ackerman en alguna de sus múltiples publicaciones.

Lo cierto es que, para aquel entonces, King Kong era más popular en Japón que el propio orgullo nacional. El estreno de la película original décadas atrás había traído una «mono manía» tan grande, que hasta había habido dos secuelas locales sin autorización: Japanese King Kong (Wasei Kingu Kongu, 1933) y King Kong Appears in Edo (Edo ni Arawareta Kingu Kongu, 1938), ambas perdidas al día de hoy.

(Sí, ya sé que vas a decir: que los japoneses no tienen Cinemateca. ¿Tengo que aclarar que para que esas películas estén perdidas en Japón en el medio cayeron dos bombas atómicas? Bueno, aún sin Cinemateca en Argentina, vuelvo con lo que venía contando.)

La balanza estaba movida desde el comienzo de la pelea muy a pesar de que los de Toho habían visto varios estudios de público que decían que Godzilla estaba midiendo bien con las plateas infantiles. Y si bien hicieron el esfuerzo de morigerar su poder asesino demencial, seguía siendo, a los ojos de la sociedad, todas esas razones históricas que ya cité varias veces más arriba.

De hecho, Godzilla siguió siendo malo en la siguiente de la saga: Godzilla vs Mothra (1964) y por al menos cuatro o cinco películas más hasta que la gente finalmente le tomó cariño y lo convirtió en héroe.

Con Kong era más fácil: su rol de víctima de las circunstancias y su humanidad, generalmente demostrada mediante su enamoramiento con actrices rubias, ablandaba el corazón de las plateas al instante.

King Kong contra Godzilla no sentó las bases, pero ayudó a perfeccionar un subgénero que cada tanto asoma la cabeza: las de las películas de versus.

Y si bien el género llega a ejemplos relativamente recientes de cosas horrorosas como Alien vs Depredador (Alien Vs Predator, 2003) y genialidades como Freddy vs Jason (2003), la cosa ya se había inventado incluso antes de este esfuerzo japonés, cuando la Universal empezó a jugar a Titanes en el ring con los monstruos que tenía a mano con Frankenstein contra el hombre lobo (Frankenstein Meets The Wolf Man, 1943)

La lógica de las películas de versus es la misma que la del fútbol: el público, fanático de uno u otro bando llena la sala para ver quién gana en este partido que ya está filmado y tiene un final decidido. Si gana el club de sus amores, sale contento, incluso cuando el club sea un asesino con un machete. Si pierde, espera la revancha en la secuela, generando un círculo virtuoso de taquilla que se rompe recién después de varias iteraciones.

Si bien ya despejé la incógnita de que King Kong contra Godzilla tuvo un solo final, tuvo campañas publicitarias muy distintas: los afiches japoneses tendían a poner a King Kong en un lugar de superioridad, y generalmente estaba «haciendo cobrar» a Godzilla, mientras que los yanquis trataban de mostrar la espectacularidad sanguinaria de semejante choque de trenes.

La versión japonesa del afiche

Y la versión yanqui

Eso es quizás porque para los yanquis, a quienes no les habían caído bombas atómicas encima, la idea de «atómico» era más cercano a energía limpia y futuro que para los japoneses que lo habían vivido e, incluso más de quince años después, lo seguían viviendo.

O quizás porque haya otra razón por la que los yanquis renegaban de Kong como los japoneses lo hacían con Godzilla. La historia tiraba tiros que sonaban demasiado cerca.

No es ninguna novedad ni voy a inventar la rueda diciendo que la historia de King Kong: alguien que vivía en otro continente con total normalidad que es llevado por la fuerza a uno que no le pertenece y esclavizado para entretenimiento y ganancia de sus nuevos «dueños» como metáfora de la esclavitud se ha discutido en más papers que el travelling de Kapo (1960) de Gillo Pontecorvo.

Es por todo esto, y seguramente por algo más que se me debe estar escapando que King Kong contra Godzilla es mucho más que puro entretenimiento. Es una película de versus que, además, se ocupó de tocar fibras en sociedades con la cosas no del todo resueltas.

Ver una versión nueva, atiborrada de CGI y producida y filmada en Estados Unidos (algo que hizo un flaco favor a la serie de películas original, cuyas versiones japonesas son muy superiores incluso al día de hoy), probablemente termine en una pregunta de Instagram y poco más.

«¿Quién gana en una batalla entre Godzilla y King Kong?» en la original Kong. En la nueva no lo sé, pero una cosa es segura: el público no.

Una coda

Quizás no estés tanto en el boludeo de redes y las cosas sean mucho más positivas en tu vida. O quizás sí y viste el trailer del #SnyderCut. Si lo hiciste, habrás notado que está prácticamente en una relación de aspecto de 4:3.

Obviamente, no tardaron en aparecer especulaciones y salieron a explicar que Snyder es fanático del Imax, entonces filmó el contenido en un ratio de 1:37 para que fuera hacia arriba y no hacia los costados.

Un ardid por demás encomiable si no fuera porque la totalidad del público va a ver el #SnyderCut en sus casas, en televisores o monitores o proyectores que ya son 16:9 nativo, viendo dos rayas negras a los costados de la pantalla.

¿Qué quiero decir con esto, fuera de la maravillosa comedia involuntaria solo comparable con la escena de «Pero estos van hasta 11» de Esto es Spinal Tap (This is Spinal Tap, 1984)? Que parecería haber un comportamiento pavolviano de parte del cine de entretenimiento en el último tiempo: sacar algo del último fondo del cajón más lleno de polvo y vendértelo como nuevo.

Hace un par de semanas, cuando discutíamos el Marvel format, expliqué la evolución de los formatos de exhibición.

La razón por la que ¡Edison! encuadraba en 1:37 era simplemente porque «podía meter más imagen en el cuadro» de esa manera. Hoy, un siglo y pico de evolución después, Snyder nos trata de vender como revolucionario algo que es digno del cine más primitivo. Bueno, nada es tan casual después de todo.

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