Míralos MorVIP 23

Un triunfo rioplatense

Por Santiago Calori

A diferencia de gran parte del cine de otro países limítrofes, el cine uruguayo es bastante visto en nuestro país. Llega, también a diferencia de los otros, y quizás por temas de cercanía y convenios, casi todo en tiempo y forma.

Uruguay en los últimos 20 años pasó de ser un país que prácticamente no producía cine (las producciones previas al 2000 se podían contar con los dedos) a tener una pequeña (y pujante) industria.

Y sobre esto tengo una historia que medio que nada que ver, pero a vez sí. Si la cuento, se entiende, te juro.

En el año 2001 cuando yo todavía ¿estudiaba? cine, un corto que había hecho por ese entonces tuvo una humilde pero no por eso menos interesante gira por festivales. Uno de ellos fue el de Rotterdam, el festival al que el Bafici quería parecerse cuando empezó.

Naturalmente, viajar con un corto te permite ver un montón de películas y hacer un momntón de cosas siempre y cuando estés para presentarlo en las funciones que se proyecta.

Recuerdo que en ese dar vueltas sin parar que son los festivales de cine crucé mi camino con unos muy jóvenes Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll que «tenían una película» que fui a ver la noche de su ¿premiere mundial?

La película era 25 watts (2001) y era una bocanada de aire fresco frente a un Nuevo Cine Argentino que tenía los días contados. Esa cosa medio adolescente, de no tener miedo a que el indie americano fuera influencia te hacía amar el film desde el primer segundo que le ponías los ojos encima.

Recuerdo que en una de esas muchas charlas que tuvimos a lo largo del festival, se dio una que, palabras más o menos, era así:

— Pero el cine en Uruguay… — No hay cine en Uruguay. — ¿Cómo no hay? — Esta es la película número 15 de la historia de Uruguay.

Quizás le pifie al número, pero si no era la 15 era la 13. Y caray que fue importante.

Meses después, el corto entró al festival de Montevideo, donde los propios Stoll y Rebella me llevaron a vivir 25 watts, además de meterme para siempre en el culto a Acto de violencia en una joven periodista (1988) de Manuel Lamas.

Pocos años después, con Whisky (2005) la cosa ya estaba clara: el cine uruguayo era real, raro y atravesado, además de muy lindo de ver.

Al poco tiempo, cuando pasó lo que pasó con Rebella, todos sentimos un vacío y una duda enormes: «¿Es hasta acá o la cosa sigue? Por favor, que siga.»

Con un modo de producción similar al nuestro, con apoyo estatal y mucho director debutante, el cine uruguayo tiene como diferencial que haya logrado construir una estética propia.

Hay en la quietud de sus planos, en lo seco y negro de su humor lazos más firmes con el cine finlandés que con el de cualquier país más cercano.

No sería raro pensar en una Whisky dirigida por Aki Kaurismäki o en una El hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002) dirigida por Stoll y Rebella.

Lo cierto es que, un poco gracias a la coproducción, esta semana Cine.ar tiene una película uruguaya para ver, y vaya que vale la pena.

Se llama La muerte de un perro (2019) y, podríamos decir, es una comedia negrísima: un veterinario sufre la muerte de uno de sus pacientes, la dueña del perro no parece muy convencida de las razones que le da el profesional y decide escracharlo. En paralelo, la esposa del señor pasa todo el día en casa viendo noticias de inseguridad y empieza a obsesionarse con que la empleada doméstica le hace desaparecer cosas.

En este contexto, su director, el debutante Matías Ganz logra construir un thriller tenso a la uruguaya, esto es: un thriller tenso son un sentido del humor negrísimo, y situaciones que van de castaño o oscurísimo, al punto de por momentos parecer inverosímiles.

Lo interesante de esta inverosimilitud (si es que existe el término, sino lo inventamos acá) es que no se siente antinatural en ningún momento: para cuando se precipitan los eventos más dementes, medio que los personajes ya son «capaces de todo.»

Por supuesto que hay que tenerle paciencia, que hay que «entrar» en el tono y dejar que la película lleve el ritmo sin que nos agarre ansiedad, porque sino perdemos.

(Bueno, esto aplica a todos los cines que no están filmados como un tiroteo, no solo al uruguayo. Da la sensación que en lo últimos veinte años (y mucho más ahora) una película con planos de más de cinco segundos es una dura afrenta contra la ansiedad del público.)

Si lográs pasar por todas esas pruebas durísimas, te vas a encontrar con un relato absolutamente deforme y fuera del promedio para lo que estamos acostumbrados.

¿Y por qué digo esto? Bueno, porque ahí es justamente donde radica el mayor encanto de La muerte de un perro: en el tipo de relato que es. La película es un thriller de clase media.

Y por thriller de clase media no digo «esos que produce Netflix donde nos quieren hacer creer que alguien que vive en un piso en Recoleta la pelea a fin de mes, donde las comisarías parecen el cuartel de CSI» sino todo lo contrario: una película que dialoga con los terrores (y prejuicios) de los que no son como Cecilia Roth en Crímenes de familia (2020).

Si me pongo a pensar en ejemplos locales, solo se me ocurre la genial El incendio (2015) de Juan Schnitman que, si bien era una película más parca, bien podría dialogar con esta sin mucho esfuerzo: en el caso de la película de Schnitman, un thriller se construye sobre una pareja que saca del banco la plata para pagar la firma de un departamento al día siguiente.

En el caso de La muerte de un perro, un montón de prejuicios de «gente de clase media que mira mucho noticiero» se van apilando hasta lograr una ensalada macabra.

Quizás el mayor mérito de la película sea su capacidad de hacernos creer que va a para un lado y termina yendo para otro. Algo que, obvio, es muy común pero muy difícil de hacer con el verosímil del caso. Da varios volantazos, y todos terminan siendo orgánicos y naturales. Lo mismo pasa con los personajes que, a pesar de llegar a registros semi imposibles, nunca son «un dibujo animado.»

Si le tuviéramos que buscar paralelos en otros cines del mundo me animaría a decir que la ópera prima de Ganz es un Caché (2005) de Haneke filmada como si el austríaco se permitiera (¡por una vez!) tener sentido del humor.

Y, para cerrar los pensamientos que dispara, me parece que lo más importante que hace La muerte de un perro es tocar ciertos temas sin solemnidad.

Por ejemplo, el tratamiento que hace del «terror a la otredad», un tema que, teniendo en cuenta el origen de la gran mayoría de quienes lo filman, bien podría ser más parte de nuestro cine.

A excepción de la película de Schnitman citada más arriba o de la genial Mi amiga del parque (2015) de Ana Katz (que tiene un papel secundario en esta), ese tufillo a «miedo al que no es de mi clase social» está sospechosamente ausente en nuestro cine. Y, la verdad que a esta altura, se nota.

Existe esa noción de «filmá de lo que sabés» que, por alguna razón (culpa de clase, quizás) nunca está presente en el cine argentino.

El día que nos demos cuenta que ahí hay una gran conversación para tener, probablemente tengamos un cine más real, más concreto y, probablemente, más popular y «generador de conversaciones».

Habría que avisarles a los comités que eligen siempre la misma película en el INCAA, claro.

La película está disponible desde el jueves pasado hasta este jueves (o sea, pasado mañana). Teniendo en cuenta que la frase más escuchada con cosas de Cine.ar suele ser «Uh, en su momento colgué y no la vi y ahora no la encuentro por ningún lado» te diría que vayas a verla todo lo ASAP posible para evitarnos repetir esa rutina cómica.

En otra ocasión y con menos apuro, nos volvemos a quejar de este extraño «sistema de exhibición» del que somos prácticamente víctimas y de cómo el «está todo en internet» es una mentira de proporciones épicas.

Pero eso otro día.