Hay ciertos personajes del mundo del espectáculo que damos por sentados. Como si siempre hubieran estado ahí. Pero esos personajes —quizás sea justo decir “en su mayoría actores”— empezaron en algún lado.
Y ese “algún lado” en el que empezaron, muchas veces, quizás no es el mejor de los lugares pero todos tenemos que empezar en algún lado.
No, no vamos a hablar de Stallone y su coqueteo con el porno en la época de las stags, aunque eso podría ser para otro día: siempre pienso los temas en términos de “para lxs de mi edad no es novedad” pero supongo que para lxs de otras edades ese dato les puede haber hecho levantar una ceja. No será hoy, pero quizás sí en el futuro. Quién te dice, en una de esas, esta es la fundación de un subsello (?): “Era joven y necesitaba el dinero”
Pero el fruto no va a caer muy lejos del árbol, porque vamos a hablar de otro de la misma época.
Y por “la misma época” no hablo del nuevo cine americano en el que se podría meter Rocky (1976) de John G. Avildsen sin mucho esfuerzo sino en todo lo que vino atrás. El blockbuster ochentoso con musculosos armados.
Viniendo de la generación que se crió a muñeco de He Man, puede parecer hasta normal todo lo que uno dice, pero quizás si sos de “lxs de las otras edades” como dije más arriba no tanto.
No importa demasiado, lo que cuenta es que ese momento bisagra en el mundo del espectáculo existió y muchxs lo vivimos con mucha intensidad.
Y eso era porque había muchos, pero muchos musculosos dispuestos a hacer películas. Sus grados de actuación variaban mucho entre uno y el otro y había uno que era especialmente duro, pero que resultó bastante querible a la larga.
“Dolph Lundgren”
Mirá, la verdad que no lo descarto, pero me parece muy de nicho, incluso para estos envíos.
Hablo de Arnold Schwarzenegger, el hombre que logró, en principio, que todos aprendamos a escribir su nombre. En tu cara, Kuschevatzky (?)
Pero ese no es el único mérito de Schwarzenegger —te juro que no estoy haciendo copy paste—: también logró acomodarse en el mundo del espectáculo hablando tanto inglés como yo griego.
Quizás haya que hacer una mini bio, por si justo no sabías que: nació en Austria, de madre ama de casa y padre policía que, bueno, estuvo en las tropas nazis pero quiénes somos nosotros para andar contándole las costillas (?). Empezó con la jodita del fisicoculturismo de joven, a los dieciocho tuvo que estar en el ejército obligado y a los veintiuno decidió irse, con una mano atrás y otra adelante y mucha pero mucha masa muscular, a probar suerte a Estados Unidos en 1969.
Ya en tierra yanqui, Schwarzenegger empezó a entrenar en el hoy mítico Gold’s Gym de Venice Beach y a entrar en concursos que lo propulsaron como Mr Olympia en poco tiempo.
Pero Arnold quería algo más. Se había convertido en un muñeco de He Man por su admiración a estrellas de cine con el cuerpo cincelado (?) como Johnny Weissmuller o Steve Reeves. Quería una oportunidad en la pantalla grande.
Y la tuvo. Ahí cerca en el tiempo. “Demasiado cerca” dirán los mal pensados, pero si no hubiera sido así, este envío no existiría.
Hace su entrada Arthur Allan Seidelman, el verdadero héroe en este lío.
Seidelman había nacido en Nueva York y había empezado a trabajar en roles variados que lo catapultaron a director de teatro. Yiddish.
Sí, no creas que no se me levantó una ceja por el contrapunto entre el padre de Arnold y de dónde venía Seidelman. Pero sigamos.
Logró establecerse como uno de los referentes en el género y para finales de los años sesenta quería dar el salto de las tablas a la pantalla.
Así fue como, con la ayuda de un guión de alguien más grande y experimentado en el mundo del exploitation como era Aubrey Wisberg —responsable de la escritura de El hombre del Planeta X (The Man from Planet X, 1951), por ejemplo— juntó la plata para empezar esta primera aventura.
El guión de Wisberg contaba la historia de un dios griego que llegaba a la ciudad de Nueva York —bueno, si no le caímos a Eddie Murphy con su Akeem, vamos a aceptar este hecho mágico también— y bueno, el drama de ser tan distinto.
Seidelman juntó la guita y asumió dos roles: el de productor y director. Iba a tener control total del proyecto que, creía le iba a resultar muy lucrativo.
Estamos en 1970 y ocurre con esta película una paradoja del cine de explotación: mientras los productos europeos miran a Estados Unidos como la meca a imitar, la película de Seidelman hacía todo lo contrario.
“Momento ¿cómo?”
Claro, ahí radica una de las magias del proyecto del que no dí el título aún y soy consciente de eso, no es un episodio de este podcast, expliquémoslo mejor.
Mientras en el mundo del eurosleaze o eurohorror o como le quieras poner existía la máxima “si esto funcionó en Estados Unidos, tenemos que hacer una igual acá”, Seidelman hizo todo lo contrario.
Sí, no es que se basó en la nouvelle vague ni en el expresionismo alemán, lo hizo con cosas que, creía, podían funcionar en Estados Unidos.
Y hablo del peplum, un género del que no hablé mucho o nada o no recuerdo por acá.
El peplum, o sword and sandal, o “cine de romanos” era parte de todo ese eurosleaze que, si bien lo estaba conquistando el mundo, estaba llevando miles de espectadores en determinados circuitos cinematográficos.
En general contaban o historias de soldados romanos o de dioses griegos —el peplum del hombre refiere a la toga que los personajes generalmente tienen puesta— enfrentando determinadas peripecias. Las sagas de Hércules, Goliath o Maciste son ejemplos de todo eso. Los protagonistas eran, como podía ser de otra manera, hombres musculosos con poca ropa como George Reeves a quien nombramos más arriba.
Sí, se le puede entender el appeal, más durante los años sesenta.
Así es como Seidelman salió a buscar su Hércules y se topó con un muchacho casi recién bajado del barco con muchas ganas de progresar y un inglés que, bueno, era un poco complicado.
Schwarzenegger en ese momento estaba entrenando sin parar y trabajando en la construcción, que también lo ayudaba a estar en forma. Fue al casting lleno de esperanzas y casi empujado por un compañero de entrenamiento que había actuado en una película de Hércules en Italia.
Cuando lo entrevistaron dijo que tenía “experiencia en las tablas” y no mintió: “las tablas” para él eran los escenarios de las competencias de fisicoculturismo.
Ahora, acordarse las líneas y decirlas en algo parecido al inglés, bueno, no tanto.
Seidelman pensó que el “detallito” del idioma podía salvarse en postproducción y decidió ir para adelante con la película, para la que había juntado plata, pero no tanta.
Esto derivó en un rodaje exploitation promedio, filmando en la calle sin permisos y corriendo de la policía, entre otra delicias.
Para cuando la película estuvo terminada, y Schwarzenegger doblado por otro actor de quien nunca se supo el nombre y con el nombre cambiado al de Arnold Strong (!), los críticos y el público no la acompañaron mucho. La película era Hercules in New York (1970) por si justo andabas con ganas de verla.

Sí, el poster es increíble.
No, la película no tanto. Pero quiénes somos nosotros para jugar. Volviendo—
Decía que los críticos y el público “no la acompañaron mucho” y lo que quería decir era: la película pasó sin pena ni gloria por los cines con peor alfombra que te puedas imaginar.
Arnold siguió con su carrera de fisicoculturista, volviendo a ganar el campeonato nacional ese mismo año y que haya aparecido en una película —fallida, okey— le puso en los ojos de otros con ganas de un musculoso en cámara.
Tuvo un montón de papeles menores en tele y cine, hasta que su rol consagratorio iba a llegar más de una década después con otro rol de poca ropa y mucho músculo: Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982) de John Milius.
¿Hubiera existido Conan el bárbaro sin Hercules in New York? Más vale que sí, pero dejame especular para romper las bolas.
Pero lo que pasó con la de Hércules es interesante: por el peso que adquirió la carrera de su accidentado protagonista, la película tuvo una buena sobrevida en el mercado del video, llegando incluso a ediciones más “puristas” donde se rescató la actuación en “inglés roto” de Schwarzenegger y se dio de baja el doblaje sin nombre.
Hace algunos años apareció el negativo —y los derechos de explotación— en venta en Ebay a unos doscientos cincuenta mil dólares. Si era Seidelman tratando de ampliar el quincho o qué no lo sabremos nunca. Quién se la compró tampoco, pero la cifra quizás haya sido demasiado abultada.
¿Te estoy diciendo que corras a ver Hercules in New York? Bueno, la verdad que no conozco qué tanto te gusta perder el tiempo, pero quién soy yo para juzgar. Cumplo en informar que está disponible en una copia todo lo hermosa posible.