Míralos MorVIP 51

Un montón de drogadictos

Por Santiago Calori

Para fines de los años sesenta, el sistema de estudios en Hollywood estaba en una crisis terminal. Apoyándose en solo hacer un determinado tipo de película que «funcionaba», su oferta era cada vez menos atractiva para los que querían ir al cine.

Porque, te habrás imaginado, en el correr de la décadas y a pesar de «las amenazas» como la televisión y esas cosas, habían pasado cosas en el mundo y más específicamente en Estados Unidos como para que las generaciones que pagaban tickets para ir al cine hubieran cambiado y mucho.

Desde un costado netamente demográfico, el público que llenaba las salas para ver musicales y comedias en los cincuenta, había tenido hijos y ya no tenía tiempo para ir al cine tan seguido, preferían ver las películas en su casa y en la tele.

Desde un costado sociopolítico, la guerra de Vietnam que nadie parecía dispuesta a terminar y a la que nadie le veía mucho sentido, hacía que miles y miles de jóvenes (muchos de esos preparados por la universidad) manifestaran en contra y corroyeran el tan estable establishment que reinaba hasta ese momento.

Y desde un costado de gustos personales, estos jóvenes hartos y politizados, quizás no veían en esas comedias y musicales un entretenimiento que los representara generacionalmente.

Hollywood estaba, por ponerlo en términos médicos, conectado a una máquina que cada tanto tiraba un pitido.

Y llegaron dos momentos claves, con dos películas diametralmente opuestas que cambiaron la forma de ver las cosas y de cómo se vería el cine a partir de ese momento.

Por un lado, un tiro en el pie: Cleopatra (1963) de Joseph L. Mankiewicz. Podés leer mucho sobre los devenires del rodaje, las casi cuatro horas de duración, el estreno y, sobre todo, el fracaso de una superproducción para nadie con Elizabeth Taylor de protagonista. Eso lo dejo a tu criterio y las ganas de googlear que tengas. Cleopatra tiene una importancia en esta historia por otra razón.

Hollywood se dio cuenta que le estaba hablando a un público que no existía más, tomando decisiones multimillonarias equivocadas y varias cosas más, pero no le estaban encontrando la vuelta. Hasta que «la vuelta» llegó medio de pedo.

Por el otro lado había una película que nadie quería estrenar, porque «no estaban muy convencidos».

(Nos quejamos mucho de «los de marketing» hoy, pero «los de marketing» medio que estuvieron siempre, quizás no con el mismo puesto, pero bueh.)

Arthur Penn, un director que venía de hacer muchísima televisión y había tenido algunos éxitos marginales como Ana de los milagros (The Miracle Worker, 1962), estaba terminando de filmar una versión de la historia de los súper ladrones Bonnie y Clyde:

La había hecho con un presupuesto mínimo y actores que en ese momento eran prácticamente desconocidos (Faye Dunaway y Warren Beatty), pero la película tenía algo distinto: estaba filmada en locaciones reales y tenía una violencia y sentido del humor que no era común en el cine de la época.

Los ejecutivos de Warner la estrenaron a regañadientes, tratando de hacer el menor ruido posible por si la caída era estrepitosa: Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1965) fue un éxito sin precedentes y el caso testigo que Hollywood necesitaba para pegar un volantazo.

Los señores de traje, seguramente, se palmearon en la espalda y se dijeron «Claro, te dije que era lo que había que hacer» y salieron a buscar sangre joven como vampiros con síndrome de abstinencia.

Y caramba que la encontraron. Juntaron tanta sangre que pudieron incluso armar su propio movimiento. Su propia nouvelle vague. Su New Hollywood.

Pero faltaba una pata que en esto fuera realmente una nouvelle vague, de un sector que en ese momento sí tenía peso: la crítica.

Bonnie y Clyde no había tenido la recepción esperada a nivel estrellitas hasta que Pauline Kael, una de las principales críticas de cine de aquel momento habló maravillas de la película. Desde ese momento, todos empezaron a hacer lo mismo y… ¡Voilá! ¡Prestigio!

(Bueno, habrás visto que algunas conductas y «presiones de pares», pasen las décadas, no cambian jamás. Sigamos.)

Con poco tiempo de distancia, aparecieron otras películas que fueron cementando la idea de que todo esto podía ser un movimiento, todas previas a la explosión real, que iba a llegar algunos años después.

Por un lado había un yanqui dirigiendo en ingleterra, se llamaba Stanley Kubrick y había estrenado 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), una película que quizás fue empujada al éxito por el consumo de ácido de la época, pero eso ya es harina de otro costal.

Por otro, un director de televisión que rompía la barrera y se pasaba al cine con un western bastante a contrapelo. Sí, hablo de Sam Peckinpah y su La pandilla salvaje (The Wild Bunch, 1969).

Como en los chistes por actos, faltaba un tercero. Y el tercero fue Haskell Wexler con un extraño ¿thriller político? llamado Perspectivas (Medium Cool, 1969).

Perspectivas es realmente importante porque, a diferencia de sus predecesoras (una película del espacio medio flashera y un western medio raro y ultraviolento) sentaba las bases temáticas del New Hollywood sin saberlo: era una película que hablaba del acá y ahora, y ahí sí tenés una nouvelle vague. El New Hollywood estaba filmando para ese público que quería ver películas, sin pensar en el bronce, la forma en la que el viejo Hollywood parecía estar operando hasta hacía quince minutos.

La explosión final llegaría con la primera (y una de las pocas como director) películas de un actor que había convencido a los de Columbia para que le den 400 mil dólares para hacer contar una historia generacional.

Se llamaba Dennis Hooper y con esa plata hizo Busco mi destino (Easy Rider, 1969) que iba a recaudar más de 60 millones.

Los de los estudios empezaron a ver en este modelo de baja inversión y alto recupero una mina de oro y empezaron a repartir plata a diestra y siniestra. Y ahí aparecieron los Altmans, los Mazurskys, los Schlesingers, los Lumets, los Malicks, los Rafelsons, los Friedkins y hasta los Coppolas y Scorseses del mundo, por solo nombrar unos pocos.

Un modelo que, por cierto, había visto mucho tiempo antes otro personaje que me gusta nombrar seguido (y del que, por alguna razón -quizás lo inabarcable de su obra- nunca termino hablando) que era el querido Roger Corman.

Sí, le debemos mucho a Busco mi destino y las anteriores del New Hollywood, pero la «tracción a sangre» (y muchos directores que terminaron siendo parte del movimiento) se la debemos al bueno de Roger. Sin Corman ni hubiera habido primeros o segundos esfuerzos de Coppola, Scorsese, Dante, Cameron y varios más. Pero eso, te imaginarás, será otro día.

Estas películas que empezaron a producirse a destajo tenían las características de cualquier movimiento de vanguardia, pero eran algo relativamente nuevo en suelo norteamericano: hablaban de temas más actuales, normalizaban la sexualidad y la violencia, estaban filmadas en locaciones y no en estudios desde el plano formal y, desde el argumental, ponían a los outsiders, a los lúmpenes en el foco de la acción.

Cambiaron el lugar del héroe por el del antihéroe, dejaron que algunas veces ganaran los malos, analizaron la culpa religiosa desde el cine de género… En síntesis: las películas empezaron a ser más crueles, a tener filo, rebarba.

No existía en el New Hollywood una culpa de género: cualquier temática era explorada y posible. Así fue como se fortaleció el género terror (más de eso otro día), y también los géneros considerados «menores» o «de entretenimiento»

Y acá es cuando hay que hablar de Steven Spielberg y George Lucas, cuyas primeras películas, a pesar de lo que se pueda decir de lo que hicieron después, son parte del movimiento.

Para finales de los años setenta, los estudios (que habían ganado millones con películas de New Hollywood como las dos primeras de El padrino, por ejemplo) se dieron cuenta que habían caído en una trampa: los que iban en contra del establishment ahora lo eran.

Estaban gastando millones en películas que, muchas veces, eran exitosas pero se dieron cuenta que las que tenían menos filo (o que eran atractivas a un público más joven) eran las que mejor funcionaban.

Esto, sumado a un nuevo sistema de calificaciones que dejaba un lugar para un público adolescente en los cines sin tener que caer en las infantiles per se, derivó en lo que se recordaría como el verano del 82 y el nacimiento del blockbuster, pero eso también es para otro día.

Muchos culpan al blockbuster de la muerte del New Holywood, pero la cosa no fue del todo así, porque un movimiento que empezó por un tiro en el pie no podía terminar de otra manera que en forma de profecía autocumplida:

Michel Cimino venía de ganarse chiquicientos Óscars con El francotirador (The Deer Hunter, 1978) y estaba, por ponerlo en términos amables, enloquecido de poder.

Los del estudio, viendo lo bien que había salido esa, le dijeron que sí a cada pedido que hacía y le dieron control total.

El resultado fue, bueno, complicado: una opus inestrenable de 326 minutos. Sí, cinco horas y media. Los del estudio dijeron «hasta acá duró mi amor», metieron mano y la acortaron a “solo” 219 minutos. Sí, tres horas y media.

La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980) duró una semana en cartel y la carrera de Cimino, que venía con la cosa del prestigio, prácticamente se terminó ahí.

Y no solo su carrera: los de los estudios empezaron a ver que estaban metiendo demasiada plata en estas películas que al princpio eran «bajo costo alto beneficio» y que ahora eran épicas carísimas.

El New Hollywood se había convertido en el Old Hollywood, pero con historias nuevas.

Fue lindo mientras duró. Y duró como 15 años, algo que pare los estándares actuales es 100 años en la vida de un perro.

Quizás lo más interesante que nos dejó el movimiento haya sido una regla que casi nunca falla: cualquier película yanqui filmada entre 1967 y 1981 es muy buena o lo suficientemente buena.

La verdad que es un montón.

Un cierto bonus track

Porque esta entrega tiene tarea para el hogar. Hay libros para leer y películas para ver. Ah, esa sí que no te la esperabas.

Hay mil formas de entrarle al New Hollywood, sugiero estas dos:

Si nunca viste nada, lo idea es empezar por «los clásicos» (muchos nombrados más arriba) y quizás en orden. Te dejo estos diez:

Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) de Arthur Penn
La pandilla salvaje (The Wild Bunch, 1969) de Sam Peckinpah
El graduado (The Graduate, 1967) de Mike Michols
Alguien golpea a mi puerta (Who’s That Knocking at My Door?, 1967) de Martin Scorsese
Perspectivas (Medium Cool, 1969) de Haskell Wexler
Busco mi destino (Easy Rider, 1969) de Dennis Hopper
Perdidos en la noche (Midnight Cowboy, 1969) de John Schlesinger
Mi vida es mi vida (Five Easy Pieces, 1970) de Bob Rafelson
Contacto en Francia (The French Connection, 1971) de William Friedkin
La conversación (The Conversation, 1974) de Francis Frod Coppola

Ahora, si ya estás duchx en la materia o si simplemente querés ver qué fue lo que pasó después, en una de esas te venga bien esta otra decena, algunas con bonus incluso:

Badlands (1973) de Terrence Malick
El exorcista (The Exorcist, 1973) y El salario del miedo (Sorcerer, 1977) de William Friedkin
Los amigos de la muerte (The Friends of Eddie Coyle, 1973) de Peter Yates
Un adiós peligroso (The Long Goodbye, 1973) de Robert Altman
Serpico (1973) y Poder que mata (Network, 1976) de Sydney Lumet
Asesinos S.A. (The Parallax View, 1974) y Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976) de Alan J. Pakula
Libertad condicional (Straight Time, 1978) de Ulu Grosbard
¿Dónde está mi hija? (Hardcore, 1979) de Paul Schrader
El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982) de Martin Scorsese
y, por supuesto, La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980) de Michael Cimino

Ya más, sinceramente, no puedo hacer por vos.

Bueno, sí: de todos los libros que hay sobre el tema, hay dos que son fundamentales, opuestos y a la vez complementarios.

Primero saquémonos del medio Scenes from a Revolution: The Birth of New Hollywood de Mark Harris que a mí, en lo personal no me copa tanto, pero que vas a ver muy nombrado acá y allá. Hasta donde pude averiguar, no tiene edición en nuestro idioma.

Los dos que sí quiero recomendar con pasión son estos otros:

Por un lado está Easy Riders, Raging Bulls: How the Sex-Drugs-and-Rock ‘N Roll Generation Saved Hollywood de Peter Biskind, quizás el volumen más completo y sincero sobre el tema. Está editado en castellano con el hermoso título Moteros tranquilos, toros salvajes.

Pero también está la historia la de contracara que, si nos vamos a poner con rigor histórico existió y se menciona un poco por arriba más ídem y de la que algún día me ocuparé con más tiempo. Las no tan prestigiosas. Las regionales, las que iban a los autocines. Para eso existe Opening Wednesday at a Theater Or Drive-In Near You: The Shadow Cinema of the American ’70s de Charles Taylor. Temo informar que, hasta donde sé, no hay una versión en castellano de este tampoco.

Bueno, ahora si: ya más, sinceramente, no puedo hacer por vos.