Míralos MorVIP 68

Un espectáculo inolvidable

Por Santiago Calori

N de R: Robándole un poco la idea al querido Valentín, esta edición fue escrita escuchando obsesivamente esta playlist en Spotify. Quizás te sirva de banda sonora para la lectura y para la vida en general.

Hecha la recomendación, empecemos.

Para contar la historia de hoy, voy a necesitar tres elementos: un desierto, una ciudad que se levantó de la nada y una manía muy particular.

«No estoy entendiendo»

Porque todavía ni empecé. Primero pongámonos en locación.

Para principios de las década del treinta, se legaliza el juego en una ciudad (¿o se le podría decir pueblo a esta altura?) abandonada de la mano de dios. Las Vegas se había fundado algunas décadas atrás, por unos colonos cristianos que habían ido a convencer a los pueblos originarios que habitaban la zona en aquel momento que jesucito les daba más y mejores beneficios.

Claro que las buenas intenciones duraron poco, y los colonos se fueron en busca de tierras más fértiles y el verdadero impulso (coincidente con la Gran Depresión de 1929) hizo que en la zona el drama «se sintiera menos.»

El verdadero impulso era que Las Vegas tenía, además de la posibilidad de jugarse todo lo posible a todo lo apostable, una serie de «flexibilidades» a la hora de los divorcios.

Para principios de la década siguiente, empezaron a proliferar los casinos y hoteles enormes, totalmente fuera de escala para una ciudad que, incluso al día de hoy, si pasás muy rápido con el auto, medio que no la ves.

Y con el juego llegaron los mafiosos y un montón de gente que veía en los casinos un free for all para blanquear plata mal habida.

Pero no estoy acá para enseñarte a lavar guita en un casino.

«Eso sí que fue una desilusión.»

Bueno, tenés que ser fuerte chiquitx.

Estoy acá para hablar de una cosa que pasó a principios de los años cincuenta, cuando «la ciudad del vicio» estaba empezando a vivir su primer gran apogeo.

Pero para eso—

«Ya me la veía venir, otro desvío.»

— vamos a tener que hablar de otro tema. Un tema del que hablamos en otras ocasiones y que, si seguís estos envíos, sabrás que me gusta bastante.

Las bombas atómicas.

«No sabía que íbamos para ahí.»

Te dije que no te pongas ansiosx.

Los yanquis, que vivían a decenas de miles de kilómetros del Japón que habían bombardeado en 1945 con las detonaciones de Hiroshima y Nagasaki, veían en el poder atómico una suerte de revalorización de su lugar en el mundo y del American way of life.

Estaban orgullosos, para hablar en lenguaje menos florido.

Tanto, que seguían experimentando detonaciones, incluso sobre su propio suelo, sin tener del todo claro el poder destructivo que tenían las explosiones.

Obviamente, a los realmente perjudicados, el «horror nuclear» les hizo mutar la cultura: ya lo hablé cuando hablamos de Godzilla y de sus múltiples clones e iteraciones y de cómo ese horror pasó a ser parte del pop japonés con el correr de los años.

También hablé una vez, en esta entrega, de una de las películas más malditas de todos los tiempos, con cast y crew fallecida al poco tiempo, todo por una mala elección de locación.

Y acá, justamente acá, es que nos empezamos a acercar a la historia de hoy.

«A ver si entendí bien, porque la cosa viene medio inconexa: primero Las Vegas y después la bomba atómica.»

Correcto.

«¿Y como conectan?»

De una manera absolutamente espectacular. Hagamos un flashback a lo que tenía contando al principio.

Para principios de los años cincuenta, Las Vegas necesitaba, además del juego y el del divorcio rápido, espectáculos que hicieran que sus visitantes sintieran que había un diferencial.

Decime que estás viendo para dónde estoy yenfo.

«…»

Mucho mejor. Vamos a una fecha puntual.

23 de abril de 1952. Doscientos periodistas de diarios, radio y televisión son convocados para cubrir un evento histórico: una detonación en suelo yanqui, como esas que ya se venían haciendo, pero para que todo el mundo la pueda ver.

Un espectáculo nuclear. Televisado desde el Yucca Lake, en el estado de Nevada, a unos doscientos kilómetros de la ciudad del vicio.

Un periodista de la época explicó el procedimiento y cito textual:

«Hay que ponerse unas antiparras oscuras, dar vuelta la cabeza y esperar a la señal. Arrojan la bomba y se espera el tiempo pre pactado para poder dar vuelta la cabeza y ver. El shock es enorme: primero llega el calor, luego la onda expansiva, capaz de voltear a alguien poco preparado. Luego, después de lo que parece una eternidad, este resplandor solar hecho por el hombre desaparece.»

Te lo juro por las nenas, y dejame que te agregue algo: los periodistas estaban a unos veinte kilómetros del lugar de la detonación. Pero tranca, que tenían las antiparras y miraban solo cuando les decían (?)

La bomba que se detonó ese día era de 31 kilotones. Solo para referencia: la de Hiroshima tenía 13 y la de Nagasaki 20.

«Bueno, después de semejante cosa recapacitaron, se dieron cuenta de lo habían hecho y nunca m…»

No tan rápido cerebrito: la televisación desató una suerte de «nuclearmanía» entre los yanquis, que no tardaron en hacer cuentas y en darse cuenta que si iban a Las Vegas, iban a poder ver el fenómeno más de cerca, ser testigos de la historia.

Y, como aprendimos en estas entregas más de una docena de veces, si hay una chance de hacer un billete—

— nació el «turismo nuclear», una nueva atracción que Las Vegas tenía para ofrecer, además de los casinos y los divorcios express, promocionado como todo en la ciudad incluso al día de hoy: sin culpa alguna.

Claro que había gente que en una de esas se empezó a hacer preguntas sobre las consecuencias de tener bombas atómicas detonando a una centena de kilómetros de donde vivían y pusieron el grito en el cielo a las autoridades.

Las autoridades, desoyendo cualquier queja, reforzaron la campaña publicitaria (no nos olvidemos ¡estaban usando antiparras!) y generaron una suerte de «siga siga» que, te podrás imaginar, se fue un poquito de las manos.

Sí, lo de «un poquito» fue irónico.

La Cámara de Comercio de Las Vegas lanzó comunicados de prensa oficializando las detonaciones como parte de las actividades de la ciudad, dando fechas y horarios (corte Cirque Du Soleil) de las próximas y tips sobre los mejores lugares para verlas.

En el pico del «turismo nuclear» se llegaron a hacer las muy exclusivas «Dawn Bomb Parties» (algo así como «Fiesta de bomba al amanecer»), que empezaban a la medianoche, había comida bebida y baile y terminaban, como te podrás imaginar con el plato principal. Una detonación nuclear.

El boom generó que se hiciera una ¡cada tres semanas! durante ¡doce años! Si no andás con ganas de hacer la cuenta, da 235.

«Vos me estás jodiendo.»

Te juro que no. No solo eso. La Cámara de Comercio se apuró a conseguir «evidencia científica» —no me alcanzan las comillas— de que el poder nocivo de las bombas no llegaba por distancia hasta Las Vegas.

Habitantes de estados vecinos que no estaban recibiendo ningún derrame coparticipativo no tardaron en  mostrar pruebas de que su ganado empezaba a tener malformaciones y otras delicias y a empujar legalmente por un fin de fiesta, que finalmente llegó ¡en 1963!

«No puedo creer esta historia.»

Esperá que falta lo mejor: en medio de todo el frenesí de bombas se empezó a hacer un concurso de belleza. Miss Atom Bomb (Miss Bomba Atómica, hablando en criollo) tuvo lugar una vez por año durante unos cinco años y se promocionaba con las aspirantes a «reina» posando con detonaciones de fondo.

En 2005, viendo que esa vaca todavía se podía ordeñar, se abrió el Atomic Testing Museum, que atesora gran parte de la memorabilia de la época y que arma, para los que estén incluso más copados que con una visita común, tours a la zona del cráter que quedó en Yucca Lake y los restos del llamado Doom Town, un pueblo falso habitado por maniquíes que se usaban para medir el impacto.

Quizás este bueno contar también, y a modo de comienzo del cierre, que la economía de Las Vegas creció un 161% durante el llamado «boom nuclear.»

Ahora, fuera del shock inicial de «Cómo puede ser que no se hayan dado cuenta de lo que estaban haciendo» y del tiempo que duró el espectáculo, quizás el turismo nuclear en Las Vegas nos pueda ayudar a reflexionar sobre los límites del espectáculo, algo que constantemente cambia de vara, pero —quizás en iteraciones un poco menos nocivas para la salud, pero quién sabe realmente— es materia de discusión constante incluso hasta nuestros días.

Obviamente esto no quiere decir «hay que prohibir o cancelar a equis» como la moralina imperante actual parece tener en agenda, sino más bien tratar de entender qué es un espectáculo y qué no.

Obviamente, una detonación de una bomba atómica lo es. A pocos kilómetros de los que están mirando, bueno, quizás no tanto. O no tan seguro, eso es.

Pero sabrás que mi reacción frente a ella va a ser más o menos siempre la misma. Como me gusta repetir cada vez que se escucha una historia digna de Sodoma y Gomorra en el viejo Hollywood: «Era otra época.»

Bueno, ¿viste? No era de cine, pero era entretenido.