Míralos MorVIP 49
Un director de oficio
Dicen que no sabes lo que tenés hasta que lo perdiste. Es una frase que me resulta demasiado dramática y espero que la mayoría de las personas no vivan así su vida.
Pero sin ponernos tan trágicos podemos observar que algo así pasa con el cine y ciertos directores. No con los más legendarios que siempre tenemos presente, sino con aquellos que dignificaron al cine como oficio y nos dieron grandes películas. Alguien como Sidney Lumet.
Me voy a ir un poco lejos para contarte algunas cosas que tienen que ver con el director de Doce hombres en pugna (12 Angry Men, 1957), Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975), Poder que mata (Network, 1976), Al filo del vacío (Running on Empty, 1988), Un extraño entre nosotros (A Stranger Among Us, 1992), Antes que el diablo sepa que estás muerto (Before the Devil Knows You´re Dead, 2007), y decenas de películas más. Prometo que todo va a tener sentido después.
Un poco lejos quiere decir, en este caso, hasta el principio del cine. Tal como sucede con cualquier novedad, algunos predijeron un futuro brillante para el invento de los hermanos Lumiere, mientras otros auguraban su fracaso. La muerte del cine es inminente desde su nacimiento.
A mediados del siglo veinte, la amenaza era la televisión. El cine era el entretenimiento popular por excelencia y la aparición de una pantallita que lo acercaba al living de la casa podría disputarle el primer lugar en el podio que ambos compartían con la radio.
Para 1948, en los Estados Unidos, las cuatro cadenas de televisión ofrecían una programación completa y ya tenían sus primeros grandes éxitos, como un show de variedades con el comediante Milton Berle y el programa infantil The Howdy Doody Show. En Volver al futuro (Back to the Future, 1985) se puede ver algo de esa primera era dorada de la TV cuando Marty viaja a 1955, justo en plena expansión del nuevo medio.
Mientras tanto en Francia, aparecía una nueva revista de crítica cinematográfica cuya influencia cambiaría la forma de ver y hacer cine: Cahiers du Cinéma. La revista fundada en 1951 por André Bazin, Jacques Doniol-Valcroze y Jospeh-Marie Lo Duca tenía como colaboradores a jóvenes admiradores del cine clásico de Hollywood, que rechazaban el estilo del establishment del cine francés de la época. François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol y Eric Rohmer son algunos de estos críticos que reflexionaron sobre el cine en las páginas de la revista y encendieron una revolución cultural mundial convirtiéndose en directores. Y no hay un ápice de exageración en esto.
El gran legado de Cahiers du Cinéma fue la teoría del autor o politique des auteurs, con la cual los críticos pusieron los cimientos de sus propias carreras como directores y con la que consagraron como genios a directores que trabajaron dentro del sistema de estudios, entre ellos John Ford, Alfred Hitchcock, Orson Welles y Howard Hawks.
Resumiendo el concepto: el director es el autor de una película, tanto como un escritor lo es de su novela, un compositor de su pieza musical o un pintor de su cuadro. La novedad de esta teoría no estaba solo en la interpretación del esfuerzo colectivo de un film como la materialización de las ideas y estilo de un solo individuo, expresadas en la puesta en escena (otro concepto favorito de la revista), sino también en que le otorgaba al cine el estatus de arte.
La teoría del autor fue, es y será discutida hasta el hartazgo por defensores y detractores, así que vamos a dejar este tema acá; con dejarlo planteado basta para entender el contexto en el que nuestro personaje incursionó en el cine.
Sidney Lumet no es considerado un autor, nadie se refiere a él como tal. Los jóvenes directores no lo nombran entre sus referencias en esas entrevistas en las que tienen que parecer cinéfilos e inteligentes. La mayoría de los críticos que escribieron sobre él a medida que se iba desarrollando su carrera, tomaban cada película por sí misma, a veces admirándolas y otras denostándolas. Pauline Kael fue bastante dura con varios de sus films y Manny Farber desestimó sus primeras películas. Hoy no se suele hablar de él, a pesar de que algunos de sus títulos, como Tarde de perros, Sérpico (Serpico, 1973) y Poder que mata, aún son admirados.
Lumet fue un director de oficio, o como se suele decir, un laburante. Y fue uno de los realmente buenos, de los que pudieron mantener una larga carrera, con películas más o menos valiosas y algunas, incluso, sobresalientes. Si quedó un poco olvidado es porque no encajó en la categoría de autor, de la cual ya veremos que no era muy fan, a pesar de que hizo sus mejores películas en los 70, cuando el director-autor se constituyó en la base de lo que se conoció como el Nuevo Hollywood.
¿Tenía menos estilo que Coppola, Scorsese, Friedkin o Ashby? ¿Era peor director que ellos? Tal vez Lumet no tenía el talento extraordinario de alguno, pero conocía el oficio mejor que muchos. Podríamos pensar que no fue autor porque no quiso serlo; porque su forma de encarar el trabajo no encajaba con esa idea de una mente brillante que logra su obra maestra por su propia voluntad. Si creemos lo que cuenta en su libro, Making Movies, tampoco encajaba su actitud.
“A fines de los cincuenta, caminando por Champs Elysées vi un cartel de neón sobre un cine: Douze hommes en Colère – un Film de Sidney Lumet. Doce hombres en pugna estaba en su segundo año en cartel. Afortunadamente para mi psique y mi carrera, nunca creí que fuera un Film de Sidney Lumet. No me malinterpreten. Esto no es falsa modestia. Yo soy el tipo que grita ‘se imprime’ y eso es lo que determina qué va en la pantalla”.
Eso escribió el propio Lumet en Making Movies, un libro cuya primera edición es de 1995, cuando hacía casi cuarenta años que el autor dirigía películas. No solo cuatro décadas después del estreno de su opera prima: pasó todos esos años haciendo cine casi sin interrupción.
Acá viene el PNT del libro, del cual obviamente no recibo ni un centavo, pero es mi deber cinéfilo recomendárselos con toda mi alma. Igual de práctico y claro que su título, siguiendo la filosofía de su autor, Making Movies explica paso por paso cómo se hace una película, desde el guión y el trabajo con los actores hasta la cámara, la edición y el trato con el estudio.
Por supuesto que a esta altura es más bien cómo se hacía una película, pero todo lo que cuenta Lumet sigue siendo tan revelador hoy como lo fue al momento de su publicación. El director utiliza numerosos ejemplos de su propia obra pero no es una autobiografía; es casi un manual para entender los distintos aspectos de la realización. Los chismes de actores son poquísimos y siempre están al servicio de ilustrar un concepto; tampoco parece intención del autor canonizarse como uno de los santos del cine. El amor por el trabajo que se nota en su obra es también el corazón del libro.
Desde el principio de Making Movies, Lumet parece bastante honesto con respecto a su trabajo. Le tiene tanto amor como respeto pero no lo sacraliza, ni lo trata como algo misterioso que sólo pueden hacer unos pocos elegidos, bajo la influencia de alguna inspiración divina. Claro que esto no quita que reconozca la magia de filmar una película.
Es posible que esta visión del arte como trabajo haya surgido de su propia experiencia familiar. Los padres del director, Baruch Lumet y Eugenia Wermus, eran actores del teatro idish. El pequeño Sidney debutó como actor en la radio a los cuatro años y a los cinco ya estaba en el escenario. Trabajó en varias obras de Broadway y en una película, La otra mitad (…One Third of a Nation, 1939) cuando tenía 15 años. Después de su servicio en la Segunda Guerra Mundial arreglando radares, formó una compañía de teatro off Broadway y en 1950 empezó a trabajar en la cadena CBS, dónde se convirtió en un director de televisión respetado.
La experiencia con el ritmo de la TV lo ayudó cuando tuvo la oportunidad de hacer su primera película. Doce hombres en pugna, con guión de Reginald Rose basado en su propia obra de teatro, fue producida por Henry Fonda, la estrella del film, quien eligió personalmente a Lumet para dirigirla.
El joven realizador utilizó un método que preocupó a algunos de la producción y terminó sorprendiendo a todos. Ya que la puesta de luces de una escena lleva muchísimo tiempo, lo que se traduce en plata, Lumet optó por filmar completamente fuera de secuencia. Lo que pasaba en un sector del set principal, en el que sucede casi toda la acción, se filmaba seguido para no tener que cambiar la iluminación.
Las películas, excepto raras ocasiones, no se filman siguiendo la continuidad narrativa sino según las necesidades de la producción, pero lo del director debutante fue extremo. Así consiguió terminar el rodaje en 19 días y con un presupuesto ajustadísimo de 343 mil dólares (que era muchas más plata de lo que es ahora, pero aún así poca para una película). El film fue que fue nominado al Óscar junto con su osado director.
Si viste la película (si no la viste, te recomiendo hacerlo) sabes que el método no la afectó negativamente. Así que es lógico preguntarse cómo lo hizo. La respuesta es: tra-ba-jan-do.
Empezó por reunir un casting de actores talentosos rodeando a Fonda, responsable del papel principal, que incluía a Jack Warden, Martin Balsam, Ed Begley y John Fiedler (dato curioso: es el que hace la voz de Piglet y otros personajes animados de Disney). Luego, ensayaron durante dos semanas hasta que tanto los actores como el director sabían perfectamente el estado emocional de los personajes en cada parte de la película. Incluso, Lumet tomó nota del nivel de sudor que tenían que “lucir” en cada plano para poder recrearlo cuando fuera necesario según el plan de rodaje.
Cuando empecé a pensar en este texto vi Doce hombres en pugna. Ya la había visto hace varios años y conocía bien la trama. Me senté con un anotador y una birome para registrar lo que fuera pensando sobre la película. A la hora me di cuenta de que no había anotado nada y me obligué a hacerlo. No es que no tuviera nada para escribir: la película me absorbió por completo. Pero no fue por la trama, ni por un efecto pirotécnico como te puede pasar con una de Rápido y furioso. Lumet encontró la vuelta técnica y narrativa para que Doce hombres en pugna no sea teatro filmado, respetando su potencia dramática.
Filmar a varias personas alrededor de una mesa y que quede bien es muy difícil (sino me crees, inténtalo con tu teléfono en la próxima reunión post pandemia y editalo). Lumet lo hace de una forma dinámica y cinematográfica, siempre siguiendo los puntos emocionales de la historia. Ya en los primeros minutos, los personajes se van definiendo no por lo que dicen, que a esa altura son comentarios superficiales, sino por sus actitudes. Mientras presenta a los jugadores, la puesta en escena también establece el clima, que se va a ir caldeando cada vez más, en términos meteorológicos y metafóricos.
Cada plano y cada movimiento de cámara trabaja en armonía perfecta con las actuaciones, capturando a los personajes a medida que se van revelando mientras los doce jurados discuten el veredicto de un caso de asesinato, en el que casi todos están convencidos de que el acusado es culpable. Excepto Henry Fonda, quien encarna a la empatía y la compasión, permitiéndose dudar y apelando a que sus compañeros reflexionen antes de enviar a un hombre a su ejecución.
La perspectiva de la película supone cierta fe en el sistema de justicia y en los hombres, aunque no es una fe ciega, ya que si el personaje de Fonda no hubiese estado ahí, el resultado del juicio hubiese sido distinto (tal como está planteado, probablemente injusto). Aunque uno de los motivos por los que Lumet no es considerado un autor es porque no se ocupa de un solo tema o género, buena parte de la filmografía del director se centra en el sistema de justicia norteamericano, desde la policía y los jurados hasta los abogados y los jueces, como sucede con Tarde de perros, Serpico, Príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981), Será justicia (The Veredict, 1982) y El lado oscuro de la justicia (Night Falls on Manhattan, 1996), entre otras.
En Making Movies, Lumet dice que nunca encontró un guión que encajara en el tema de su vida porque no tiene uno. Si, claro que le interesa el sistema judicial; sí, sus raíces en el teatro están presentes en sus películas; pero nada de eso lo define.
“No sé cómo elegir trabajo que ilumine de qué se trata mi vida. No sé de qué se trata mi vida y no la examino. Mi vida se define a sí misma a medida que la voy viviendo. Las películas se definirán a medida que las haga. Mientras el tema sea algo que me interesa en ese momento, es suficiente para empezar a trabajar. Tal vez el propio trabajo sea de lo que se trata mi vida”.
Me fascina lo poco cool que son las declaraciones de Lumet. Cuando escribió el libro tenía más de 70 años de edad y casi 40 como director; es lógico que se le hubieran caído los filtros de la pose de director de cine, pero elijo creer que nunca le importó demasiado dar una imagen más cercana a un artista. Parafraseando a Seinfeld: no es que eso tenga nada de malo. Él mismo dice que el trabajo es su vida. Estaría bueno preguntarles sobre eso a alguna de sus tres esposas. Igual le creo.
Ojo que la postura de Lumet sobre su trabajo no quiere decir que fuera un anti-intelectual; entiendo que no le parecía necesario demostrarlo. Sino no hubiese adaptado La gaviota (The Sea Gull, 1968), de Anton Chejov o Viaje de un largo día hacia la noche (Long Day’s Journey into Night, 1962) de Eugene O`Neill, sobre la que escribe en su libro con mucho orgullo, por el trabajo conseguido junto con los protagonistas Katherine Hepburn, Ralph Richardson, Jason Robards y Dean Stockwell. Tampoco se hubiese interesado por llevar al cine novelas de E.L. Doctorow como Daniel, el último testigo (Daniel, 1983) y Agatha Christie como Crimen en el expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, 1974).
Nadie que subestime el ejercicio de pensar sobre el mundo hubiese aceptado dirigir Poder que mata. Paddy Chayefsky encontró en Lumet al médium perfecto para canalizar la profecía sobre el advenimiento del infoteinment, las noticias tratadas como espectáculo. Su experiencia en la televisión seguramente le permitió tener una comprensión mayor sobre lo que sucede cuando el conductor de un noticiero con ratings bajos se convierte de un profeta del pueblo.
“Estoy tan enojado como el infierno y no voy a soportarlo más”, grita Howard Beale y el público lo imita desde sus ventanas en distintas partes de los Estados Unidos. El viejo periodista interpretado por William Holden ve el fin del periodismo ahí mismo; la joven jefa de programación interpretada por Faye Dunaway vislumbra un futuro en el que lema será “les contaremos cualquier mierda que quieran oír”. No lo que necesitan saber para defender la democracia, sus derechos, etcétera, sino lo que se les ocurra que quieran ver. Tan profético que da escalofríos.
La estructura del guión de Chayefsky, que va del realismo a la sátira absoluta, junto con sus ideas y diálogos de una ironía punzante, dictan la puesta en escena de Lumet. A partir de detalles visuales de la producción del noticiero y las oficinas de la cadena, junto con un sonido trabajado en pistas múltiples superpuestas, construye un realismo que conecta con el espectador, para que luego éste pueda dejarse llevar por la exageración que requiere las escenas más satíricas. Viéndola de nuevo hace unos días, diría que esa exageración casi que se queda corta.
Un ejemplo de cómo Lumet toma las decisiones de puesta en escena óptimas para lo que se está contando. La escena del discurso de Beale, durante el cual dirá su famosa frase citada más arriba, comienza en un plano general del estudio del noticiero. A medida que el conductor va subiendo el tono, un travelling se acerca hasta un primer plano que captura el estado en la que está sumido el personaje (interpretado con grandilocuencia por Peter Finch, quien ganó el Óscar póstumo a Mejor Actor). Pero Lumet también corta a la reacción de los técnicos, la producción y Dunaway en el piso y Holden desde su casa. El director saca al espectador del discurso, recordándole que no debe entrar en la frecuencia hipnótica junto con los televidentes de Beale. Esto es una construcción. La jefa de programación recibe con felicidad las noticias de que la gente está saliendo a gritar desde sus ventanas, tal como el conductor les indicó. Y la escena termina con la frase en el televisor de Holden y luego se va a las ventanas de su barrio, donde los vecinos gritan. De ahí pasa a otra escena. No vuelve a Beale, porque no se trata sobre él sino sobre cómo su colapso impacta en la crisis que sufre el noticiero, consigue subir el rating e inaugura una nueva era oscura para las noticias.
“Estilo: la palabra peor usada desde ‘amor»”. El título del capítulo de Making Movies que Lumet dedica al estilo condensa su opinión sobre el tema y también presenta el tono simpático y directo del realizador.
La falta de un estilo propio que se le crítica a Lumet tiene sus ventajas. Ya lo leímos a él mismo diciendo que no tenía un tema único en su vida y que eligió qué películas hacer por interés en el proyecto en particular. En su filmografía hay obras maestras como Tarde de perros y otras que no llegan ni cerca a ese nivel. Todos sus films son distintos, en cuanto a género y tono. Al no querer imponer una marca propia que lo identifique como el autor de forma ineludible, Lumet prefería pensar que cada película requería de una nueva forma de encarar la narración. Según explica en su libro, la primera gran pregunta al evaluar un proyecto es cual es el tema de la película y a partir de eso decide si la quiere hacer. Lo segundo que se pregunta es cómo hacerla. Para él, estilo es la forma en la que se cuenta una historia en particular.
Claro que se la agarra con los críticos y los (¿nos?) acusa de necesitar que el estilo sea obvio. Aprovecha entonces para contar que Akira Kurosawa le había comentado sobre el estilo de Príncipe de la ciudad, alabando la belleza del trabajo de cámara. Viendo esta película sobre policías corruptos de principios de los años ochenta en Nueva York, es un poco difícil entender por qué no aparece junto con otras notables del mismo tema y época. Lejos está de ser perfecta, es áspera en su tragedia y tiene una duración considerable, pero su olvido parece algo injusto y vale preguntarse cómo juega que el director sea considerado un autor en el posicionamiento que se le da a cada película en la historia del cine.
“El buen estilo, para mí, es el que no se ve. Es el estilo que se siente”, escribe Lumet, resumiendo sus principios. En sus mejores películas lo logra. Podés analizar la construcción del naturalismo de Tarde de perros, pero lo más importante es que mientras la ves estás inmerso en esa realidad. Incluso, el director consiguió que el histrionismo de Pacino juegue a favor de la construcción naturalista.
Un factor que define a las películas de Lumet, más allá de los diversos estilos de cada una, es el trabajo actoral, al que el director le dedicaba un tiempo especial en los ensayos. El director dice en su libro que tiene que haber una confianza mutua con los actores y que él tiene que revelarse ante su elenco durante los ensayos, tal como lo hacen ellos. Muchos de los grandes actores que elige parecen siempre en una frontera peligrosa: un pasito más y caerían en el abismo de la teatralidad. No caen y logran interpretaciones cinematográficas excelentes, como Paul Newman en Será justicia. Y si lo hacen es porque lo requería esa película en particular. Siguiendo la idea del director sobre el estilo, las actuaciones son diferentes según la historia que se está contando y siempre están en el punto justo. Incluso con diferencias dentro del mismo film.
El nerviosismo extrovertido de Pacino en Tarde de perros no tiene nada que ver con la interpretación calma y trágica de John Cazale; los dos están perfectos para sus personajes y la combinación está equilibrada con los otros aspectos estilísticos de la película. Lo mismo sucede en Poder que mata, en la que Finch, Holden y Dunaway están en distintos tonos bien armonizados (los tres fueron nominados al Óscar; Finch y Dunaway se lo llevaron). El elenco de Crimen en el expreso de Oriente estaba repleto de estrellas de cine como Ingrid Bergman, Lauren Bacall, Anthony Perkins y Sean Connery, además de actores con extensa experiencia teatral, como John Gielgud, Vanessa Redgrave y Albert Finney. Lumet cuenta en el libro que en el primer ensayo ambos “bandos” se sentían intimidados por el otro. En el resultado final, todos son piezas funcionales en la maquinaria de pensada para generar nostalgia por un ficticio pasado de glamour, trenes de lujo y asesinatos elegantes.
Si tomamos la palabra de Lumet como si fuera honesta, la clave de todo está en la colaboración. Para cada película hay que encontrar un estilo y para lograrlo el director necesita que los actores, director de fotografía, sonidista, director de arte, etcétera, lo ayuden para lograrlo. En su rechazo de la idea de autor está contenida la fe en la colaboración, siempre con una dirección clara y decidida, por supuesto. Todo indica que Lumet era firme en sus opiniones; se quedó viviendo en Nueva York no sólo porque le gustaba, dice que la ciudad lo hacía un mejor director, sino también porque estaba lejos de los estudios de Hollywood y podía trabajar con mayor libertad. A partir de Crimen en el Expreso de Oriente tuvo corte final pero cuando adaptó la novela Daniel de E.L. Doctorow le prometió que nada que el autor desaprobara quedaría en la película. Según sus recuerdos tampoco tuvo problemas con Chayefsky, un escritor con mucha personalidad y cuyo crédito en Poder que mata aparece después de los protagonistas antecedido por el poco común en el cine y bastante literario “by” (“por”).
“Hace algunos años, me invitaron a una retrospectiva de mis películas en la Cinemateca Francesa. En una cena, luego de una función, muchos de los directores franceses se quejaban de la falta de guionistas. Les señalé, lo más delicadamente que pude, que ellos mismos podrían ser los culpables. Por esta pavada del “autor”, el director todopoderoso, la mayoría de los escritores que se respetan a sí mismos, por supuesto, resistirían involucrarse en una película”.
Ahí esta Lumet de vuelta contra la teoría de autor. Más allá de lo que cada uno piense sobre esto, lo interesante es ver la coherencia de la filmografía de Lumet con sus ideas sobre el lugar que debe ocupar un director en la producción de una película. Algún “auterista” podría decir que Lumet es un autor frustrado, alguien que quería serlo pero no pudo y entonces dice “acaso que ni quería”. No creo que esto sea así. Me parece que Lumet solo quería hacer un buen trabajo y, para él, eso significaba hacer muchas películas muy distintas, aceptando que algunas saldrían muy bien, otras no tanto y otras serían El mago (The Wiz, 1978). Tuvo una larguísima carrera, más de 40 películas a lo largo de 50 años, mientras que muchos considerados autores que surgieron al mismo tiempo que él se quedaron en el camino después de un puñado de películas extraordinarias.
El rechazo de Lumet a la teoría del autor no debería importarnos demasiado pero tiene un aspecto que creo que sirve para pensar en el futuro: cómo debe comportarse un director frente a su trabajo. Las tensiones en el set no le gustaban a Lumet, que prefería un clima que combinara relajación con concentración. En su libro admite muchos errores en su carrera pero hay uno que es impactante. Cuenta que en una de sus primeras películas le dio una cachetada a una actriz mientras estaban filmando para que lograra la emoción de la escena que no podía conseguir. La actriz lo abrazó y se lo agradeció pero él se sintió horrible y tomó una decisión para el resto de su carrera: “Si no lo podemos conseguir a través del oficio, al diablo. Encontraremos otra cosa que funcionará igual de bien”.
La figura del director dictador no es culpa de la teoría del autor; solo sirve como excusa. La idea de que el artista debe hacer lo necesario para crear, no importa a quién lastime en el camino, no solo no va hoy, sino que nunca tuvo sentido. Se puede hacer una película valiosa sin ser un monstruo, hay miles de ejemplos.
Empecé este texto hablando sobre darte cuenta de lo que tenías cuando lo perdiste. La última película de Lumet, Antes que el diablo sepa que estás muerto, se estrenó en 2007 y el director murió en 2011, a los 86 años. Tuvo una vida y una carrera largas y tenemos sus películas para ver todas las veces que queramos. La pregunta que queda picando es si podría haber hoy un Lumet, un Sidney Pollack, un Alan Pakula.
Los autores con una marca personal fuerte van a estar presentes siempre, en el cine mainstream o el independiente, de una u otra manera. Pero, ¿qué pasa con los buenos directores de oficio? ¿Cuánto podés crecer como director, experimentar distintos géneros y tonos, cuando tenés que responder a las reglas de una franquicia?
La televisión tiene un espacio para esos directores pero es un medio diferente al cine. Podría haber una salida en el streaming, no en las películas de autor que quieren para competir por el Óscar pero sí en las de distintos géneros que necesitan para completar su menú.
Ojalá. No solo de autores vive la cinefilia.
Fer Mugica convirtió su obsesión con el cine en su profesión, escribiendo sobre el tema en Espectáculos de La Nación y La Nación Revista.
Es co-autora junto a Natalia Trzenko del libro Amar como en el cine: comedias románticas de ayer y de hoy, de editorial Paidós.
Le encanta hablar sobre cine, incluso en Twitter.