Míralos MorVIP 71
Un director al que deberías seguir
La crítica local tiene un placer culposo que personalmente me parece extraño: el gusto por los directores de clase baja o media baja. Que una película tenga una valoración inicial porque el director proviene de un estrato social considerado inferior es por lo menos un insulto, a la obra y al propio realizador.
Muy distinto era lo que sucedía con Leonardo Favio, el héroe de la clase trabajadora que resignificó la pobreza en arte.
Un director no es mejor ni peor porque tenga un pasado mejor o peor en términos socioeconómicos. Dicha trivia –para darle el verdadero sentido a eso- debería ser insignificante. Por supuesto, hacer películas es caro y no es una posibilidad que esté al alcance de todos.
Cierta crítica local espera -por ejemplo- el Festival de Cine de Mar del Plata para ver una nueva película de José Celestino Campusano más que cualquier otra cosa.
Quien escribe no oye ese silbido que suena en las películas de JCC, que sí parecen escuchar algunos colegas. Es una cuestión de gustos, miradas, lecturas y demás conceptos subjetivos, todos perfectamente válidos.
Ahora, en la elección de seguirle la carrera a uno, dos, tres directores por todo el circuito chico de festivales, también se toma la decisión inconsciente de omitir a otros. La subjetividad en la labor crítica incluye una porción personal y, además, inevitable para pensar una divulgación.
Quienes estamos más preocupados por la ausencia y/o deficiencia en el cine de género nacional, tenemos nuestro propio radar de nuevos exponentes. El prófugo (2020) de Natalia Meta es una de esas apariciones inesperadas, y a las que el entusiasmo desbordado nos puede hacer raspar la banquina de la exageración ante la falta de distancia temporal para reflexionar con más calma.
A pesar de los gritos desesperados de los que ni siquiera dan su nombre en redes sociales preocupadisimos por trivias que involucran a sus pastores en vez de pensar la película, la mirada más macro nos alienta a estar preparados para cuando, en este caso, una película de Meta esté al caer. A partir de esta idea es que me interesa pensar en la carrera de un director increíblemente ignorado, especialmente por la crítica argentina.
Un primer acto de valentía
En el Bafici del 2007 se presentaba El asaltante de Pablo Fendrik; un director joven, poseedor de algunos pocos antecedentes. Entre ellos colaboraciones en películas de Alejandro Agresti, y en la misma edición del festival como colaborador del guión de Las vidas posibles de Sandra Gugliotta: si se quiere una película hermana de El asaltante, no en un sentido narrativo pero sí como un trazo de horizonte para el cine de género.
La ópera prima de Fendrik iba a ser La sangre brota (2008), la que finalmente fue la sucesora de El asaltante.
Mientras se esperaban sortear todos los pasos burocráticos del INCAA para obtener la financiación, al director se le ocurrió, en la espera, realizar otra película. Un artículo de las páginas policiales de los diarios contaba la crónica de un delincuente que, en un raid, había atracado -en una misma mañana- dos colegios privados, esta breve sinopsis posible fue el disparador de El asaltante.
Son sesenta y siete minutos de un ejercicio de estilo claustrofóbico que, en su economía de situaciones narrativas, espacios y personajes, logra una singularidad improbable para el cine nacional de la época. La presentación de Fendrik en sociedad para el cine es con una carta de destreza técnica fastuosa, precisa, lúdica y, hasta, sensible.
El laberinto que representa un edificio escolar se transmite en la cámara nerviosa (en el hecho dramático) y calma (en el pulso técnico) a la vez. El robo calculado, por parte de un hombre “con buena presencia”, a la administración de un colegio privado de Palermo tiene parte de su peso en la interpretación de Arturo Goetz, transmisora de paz y miedo al mismo tiempo.
Una historia casi sin elipsis otorga una atmósfera de documental, en la que seguimos a un hombre por el derrotero de una mañana atípica en su vida. En el contorno se advierte profesionalismo para el crimen, no obstante su andar circular (ver la escena del segundo taxi) infiere un nerviosismo de delincuente amateur. Catorce años después, El asaltante mantiene el grosor de sus fortalezas.
El asaltante debió ser la piedra basal de un cine nacional pos Nuevo cine argentino. A mediados de los 2000 la mayoría de los que habían fundado un fenómeno de cine que rompió con los modos de producción ya estaban emancipados, no necesitaban estar adjuntos a la etiqueta que la crítica utilizó (necesariamente) pero que al poco tiempo de su nacimiento se notaba la ausencia de características que los hermanaba.
Martel poco tenía que ver con Trapero, lo mismo Rejtman con Caetano y así todos con todos. Fendrik no entraba en la cajita de ninguno de estos directores, ni siquiera como para ponerle el mote de “sucesor de X”. Era algo nuevo, era un espíritu que siempre rondó en el cine argentino sin materializarse en una filmografía extensa.
El género brota
El problema del concepto de género es pensarlo como un corset, que reprime una libertad o que acomoda la historia en preceptos.
La corta filmografía de Fendrik es la demostración cabal que el género es el punto de partida, no el de destino.
Su siguiente película, La sangre brota, tiene otra escala pero la misma esencia de El asaltante, en su violencia latente de manifestarse de repente sin mediaciones.
En ambas películas, la radiografía urbana presenta a una ciudad en medio de una mini primavera social y económica, tras el cimbronazo del 2001. Para Fendrik, como sucede en muchos momentos de la historia del cine, hay un velo que tapa cierta mugre.
Por citar un ejemplo, el cine alemán de los años setenta (como fenómeno) no necesitaba representar en forma transparente la fragilidad política del país, así aparecieron ciertas lecturas históricas en clave de mirada sobre la fresca actualidad en Werner Herzog o en Volker Schlöndorff, incluso en los primeros pasos de Win Wenders con Alicia en las ciudades (Alice in den Städten, 1974).
La sangre brota, también expone un carácter embrionario en el cine de Fendrik. Hay una burbuja de salvajismo, capaz de colarse en actos de arrebato violento; como la escena del taxista que golpea a un joven que lo increpa. Esto que aquí se vislumbra, ya en Entre hombres (2020) su último trabajo —una miniserie para HBO— aparece manifestado sin eufemismos de ningún tipo.
Claro, el tono salvaje de ambas es diferente. Mientras en La sangre brota hay una preocupación actual y contemporánea por la violencia, en Entre hombres es una lectura que revisita otra época y, también, resulta permisiva de usar el humor para situaciones que el cine y la televisión argentina siempre pisaron en puntas de pie.
Entre una película y otra, en general entre los directores que evolucionan, suele haber un paso más, que no siempre se percibe de forma directa.
En Fendrik, entre su primera y segunda película se presenta el desafío de lo coral: si en El asaltante todo el foco estaba puesto en un protagonista (casi con la atención de un unipersonal) en La sangre brota hay una dispersión de personajes, casi caótico no obstante controlado.
La desprolijidad y el polvo del cine de los años setenta vive en La sangre brota, es la misma estrategia de registro de Contacto en Francia (The French Connection, 1971). Todo lo que vamos a ver no es bonito y no está edulcorado, sin embargo no es una radiografía de la realidad, es un paño para contar una historia. En esta distinción está la gran diferencia con ese cine urgente (y quizá necesario) del primer Nuevo cine argentino.
El salto internacional
La tercera película de Fendrik es El ardor (2014), uno de esos proyectos frankenstein que reúne a productores varios países con la intención de lanzar la película a un mercado internacional.
La nebulosa que representa el sintagma “mercado internacional” puede jugar en contra de los valores artísticos, sobre todo cuando en el proyecto ingresa una superestrella internacional. También cuando los dueños de la película direccionan sus necesidades a otros puntos menos cinematográficos.
Como si fuera un director de veinte películas, Fendrik puso en juego la muñeca para maridar la idea de un western —por la aparición de muchos rasgos del género— y la de una declaración ecológica socavada en el argumento. La primera conexión es con El desconocido (Shane, 1953) y El jinete pálido (Pale Rider, 1985), en ambas películas el héroe era un extraño sin nombre que se aparecía sin saber de dónde venía ni a dónde iba, ese elemento metafísico tiene el perfil psicológico del personaje de Gael García Bernal.
El héroe en las tres películas tiene un objetivo altruista que consiste en ayudar a una población oprimida. Como sucede en muchos westerns la moneda de cambio es la tierra, y en términos narrativos es el objetivo de disputa entre un protagonista y un antagonista.
La mano maestra para encuadrar, que ya estaba en los primeros minutos de El asaltante, aquí se envuelve en la humedad de la selva para presentar momentos de acción trepidante. Tal escenario aparece como una amenaza para los malos y de preservación para los buenos. Lo más interesante es la idea que se desprende hacia el final; ninguno tiene el derecho de posesión sobre el entorno natural.
Luego de la epidérmica El asaltante, y del archipiélago de personajes desgarrador de la brutal La sangre brota, Fendrik expande su poder como cineasta en esta producción, en función de un cine que no se define por el género más puro ni tampoco por el camino tomado por sus contemporáneos en la era post Nuevo cine argentino.
Su tercera película es independiente porque mientras que sus predecesoras funcionaron de manera simbólica (la demora en la realización de la segunda permitió que se hiciera la primera como un ejercicio casi guerrillero en las formas de filmar), aquí el salto de calidad no solo está en el manejo de recursos inéditos en su filmografía por la coproducción internacional, sino también en la audacia de trabajar bajo ciertos cánones del western, en un intento por acercarse a un público masivo.
Lamentablemente El ardor no fue el éxito esperado, en ello se perdió una pretensión paralela de pensar cómo a partir de esta película se podría haber hecho un camino inverso que sucede con algunos directores, es decir a partir de una película popular repasar su filmografía para atrás. La televisión, con El jardín de bronce (2017) y Entre hombres, fue la cobija de Fendrik para evitar la oxidación mientras se espera una cuarta película.
Un collar de plomo
La muerte de Fabián Bielinsky todavía reverbera, por su carácter trunco en lo que pudo ser la carrera de un director único e irrepetible del cine argentino y que nos dejó tan solo con dos películas.
Sin querer colgarle un collar de plomo a Fendrik, en su cine se expande la articulación entre cine de género y carácter autoral que supo tener el director de El aura (2005). Aferrarnos a estas comparaciones tiene una explicación en la casi nula existencia de directores y directoras preocupadas por un cine género personal.
En los esfuerzos del cine de terror solo podemos rescatar con los dedos de una mano (y de una mano mutilada, se podría decir) las películas valiosas en sus ideas, ejecuciones y singularidades, o al menos con ligeras variaciones de las fuentes donde extraen casi todo para sus historias.
Muchos directores del terror argentino —la mayoría amparados por un círculo pequeño de la industria, que incluye críticos, productores, amigos del ambiente, etcétera— son como las bandas locales de metal: copias parasitarias de Megadeth y Metallica.
La pregunta final es un poco circular ¿por qué el cine de Pablo Fendrik no tiene la debida repercusión? Sus primeras dos películas pasaron por la Semana de la Crítica de Cannes, la tercera tuvo un efecto festivalero en el mundo y, sin embargo, en Argentina su filmografía es ignorada.
Incluso Entre hombres no es la serie de la que todos hablan, a pesar de tener la disponibilidad de visionado en uno de los servicios de streaming más accesibles de todos como es HBO Max.
La respuesta, que no busca la demagogia, en parte está en la falta de divulgación. Muchas notas, reseñas, notas y demás contenidos en diversos formatos explican El juego del calamar (2021) y otras series de moda, que no incomodan o que se prestan al debate trivial que rondan preguntas como: “¿y vos qué harías si te pasara eso?”, que son apenas meros celofanes de discusiones profundas.
La cinefilia responsable es una cuestión de revisión permanente, si te gustó tal película hoy es muy sencillo rastrear lo anterior y/o lo que sigue en la carrera de un cineasta. Hay un abrazo necesario que la crítica y el espectador ávido de saciar su curiosidad deben darse, desde este lado los brazos siempre estarán extendidos.