Miralos MorVIP 16
Tenemos que hablar de Melville
Por Santiago Calori
Muchas veces hablé de cine francés y, me parece a esta altura, con muy amplio espectro. Y cada vez que «la historia» habla de cine francés lo hace mediante los nombres y movimientos que lo hicieron famoso a nivel mundial: realismo poético, impresionismo, nouvelle vague, Renoir, Carné, Truffaut, Godard, Chabrol, Rohmer, etcétera.
Existieron también en esa «historia» ciertas omisiones, principalmente la de ciertos géneros que los franceses dominaron a la perfección, pero a los que la historia o la critica les corría como a la peste por «llevaban espectadores al cine»: hablo de la comedia en cierta medida y mucho más del policial.
Dentro de este segundo género, vastísimo por cierto, hay una omisión recurrente y es la de un nombre que siempre escapa a «la inteligencia» y pone contenta a la cinefilia: Jean-Pierre Melville.
Melville nació Jean-Pierre Grumbach, en el seno de una familia judía. Adoptó el Melville en honor a su héroe literario Herman Melville como nombre de guerra cuando era parte de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial.
Y este conflicto bélico iba a ser troncal en su —relativamente corta— filmografía, tanto en lo argumental como en lo temático, pero no me voy a adelantar.
Para empezar a entender todo un poco más podríamos decir que el cine de los años setenta en Francia es el menos estudiado por la academia. Si bien la carrera de Melville es previa y solo toca pocos años de los setenta, su influencia en el cine más mainstream es absolutamente relevante.
Existe en lo que pasó con Melville, lo que podríamos llamar una «mala praxis» o una «negligencia» crítica. No cinéfila, crítica nomás. El costado de la cinefilia más sana, la que celebra al cine y no está preocupada por decir frases rimbombantes y que alguien la mire, siempre lo tuvo entre sus favoritos. La crítica, bueno, esa es otra historia.
Muchas veces hablé (y muchos hablaron también) de la revista Cahiers du cinéma como ese faro que señalaba (muchas veces desde la soberbia y el deseo de parecer diferente, digamos todo) cines de todas partes del mundo, poniéndolo en valor. ¿Pero qué pasa cuando a Cahiers se le escapa la tortuga? No hablo de esta lista de mejores películas de la década, que es más un esfuerzo snobista por permanecer relevante, hablo de cuando la pifiaron fuerte y en el momento.
Si bien se considera a Melville como uno de «los padres de la nouvelle vague» la historia es más larga y escabrosa. Si bien Cahiers nunca habló mal de la obra de Melville, tampoco habló excesivamente bien. No celebratoriamente. No celebratoriamente como lo hacían con casi cualquier cosa que consideraran distinta. Llegaron a llamar a sus películas «un homenaje» al film noir y no mucho más.
Es interesante analizar por qué el mismo medio que le puso el nombre al film noir norteamericano tuvo tantos pruritos cuando ese film noir estaba siendo filmado muy cerca y por gente que era de su riñón.
Y así fue como en lugar de nombrar a Melville nombraban de más a Bresson y otras delicias de la crítica más miserable.
(Acá también hubo una guerra interesante: Melville y Bresson se odiaban. Y si hacés el ejercicio de ver ver ambas filmografías en paralelo, te vas a encontrar como «se contestan» de película a película.)
¿Cuál era el pecado de Melville? Probablemente ser más americanófilo de lo que hubieran querido. Para ponerlo en un ejemplo gráfico, si tuviéramos que señalar en un mapa a su cine, estaría justo en el medio del Océano Atlántico.
Claro que ninguna crítica paró la carrera de Melville (ni la de ningún cineasta nunca, si es por el caso), pero para hablar de ella empecemos por el principio.
Para finales de los años 40 sin educación formal, permisos de ningún sindicato ni los derechos de la obra que estaba adaptando se largó a filmar El silencio del mar (La silence de la mer, 1947). Era de tan bajo presupuesto, que llegó a un acuerdo con los del laboratorio para que le hicieran el trabajo a riesgo de futuras ganancias.
La película anduvo bien, y Melville se dio cuenta que tenía que ser su propio jefe. No como los que te lo ofrecen hoy con pantalones achupinados, estrategias de marketing multinivel y videos de Tiktok sobre inversiones, sino en la vida real. Armó su propio estudio con las ganancias y empezó a ser productor director de sus propias películas. Uno no está acá para ser malo, pero quizás sea un dato que pese: algo que ninguno de los Cahiers que criticaban ignorando su obra logró en toda su carrera.
Tiene, como dije antes, una filmografía relativamente corta que podría definirse como algunas películas de guerra (la antes nombrada y El ejército de las sombras (L’armee des ombres, 1969)), un melodrama que odiaba llamado Cuando leas esta carta (Quand tu liras cette lettre, 1953) y policiales, muchos policiales.
Policiales como Bob el tahúr (Bob le flambeur, 1956), Un cura (Leon Morin, pretre, 1961), Morir matando (Le doulos, 1962), Un joven honorable (L’aîné des Ferchaux, 1963), El último suspiro (Le Deuxième Souffle, 1966), El samurái (Le Samouraï, 1967), El circulo rojo (Le cercle rouge, 1970) y Historia de un policía (Un flic, 1972).
Tantos policiales que arman una de las lógicas de autor más perfectas que alguien puede apreciar con picos y caídas y un cierto amesetamiento que llegó rápido, pero justo a tiempo.
Bueno, «justo a tiempo» puede ser un poco cruel: Melville murió de un infarto poco después de estrenar Historia de un policía a los 55 años.
¿Por qué pongo todos estos títulos de películas? Probablemente para que, si te interesa, vayas a buscarlas y verlas.
De todas maneras, el análisis de hoy viene por otro lado (además de la vindicación) y para el voy a usar, justamente, la última película que estrenó Melville en su corta carrera.
Porque cuando se estrenó Historia de un policía, la critica no tardó en decir que Melville estaba decadente, que siempre filmaba lo mismo, usando los mismos argumentos que sostuvieron a la perversa idea de la teoría del autor para tirarlo abajo de un tren.
En la película hay tres cosas corriendo en paralelo, y quizás de la forma más perfecta en toda su filmografía: la imagen, el sonido y el tema. Sí, obvio que cualquier película tiene imagen, sonido y tema, pero lo interesante es lo que Melville hizo con ellos. Voy por partes.
Había un deseo de Melville de filmar casi en blanco y negro. Y, a medida que se avanza en su filmografía, esto se vuelve más y más notorio. Obsesionado con el film noir, quería filmar según sus palabras «películas en colores, pero en blanco y negro» y en Historia de un policía está más que manifiesto con sus azules, ocres y grises que se empastan unos con otros.
Como en gran parte de su filmografía, los diálogos son escasos. Escasos o espaciados, más bien. Mucho se narra con el sonido ambiente, que termina de formar una suerte de extraña amalgama de «poco color» con la paleta propuesta.
Existe en esto una suerte de rebeldía al film noir que la crítica se esmeraba por decir que homenajeaba, teniendo en cuenta que la mayoría de los noirs yanquis tienen incesantes y atropelladas cantidades de diálogos.
Sobre este tratamiento tan particular del sonido, cuenta la leyenda que Alain Delon estaba en una lectura de guion considerando si aceptaba hacer El samurái y tras varias páginas de guion sin diálogos, se levantó y le dijo a Melville: «Están leyendo el guion hace diez minutos y todavía no hubo ni un diálogo. Perfecto. Acepto el papel.»
Al principio hablé de la participación de Melville como parte de la Resistencia en la Segunda Guerra Mundial. Su experiencia dictaminó el tema de sus películas para siempre, las bélicas y las que no. Flotaba en su cine una cierta idea de «camaradería» o «amor entre hombres» muy palpable.
Si bien tuvo aceptación popular y sus películas cortaban tickets, Melville murió ignorado por la crítica. En estudios académicos posteriores tampoco aparece mucho, quizás por no ser ni de acá ni de allá. Gran parte de los problemas en los estudios académicos de cine se generan cuando alguien no puede ser puesto dentro de la «caja» que el postulado plantea. Y eso, precisamente, debería ser lo que hace interesante la obra de alguien.
Recién para ¡1996! Cahiers le dedicó un número a Melville y tuvo a John Woo como invitado para escribir sobre él. Su larga diatriba empezaba con una frase que deja las cosas bien claras: «Melville es Dios para mí.»
Obvio que además de Woo, Scorsese, Tarantino, Johnny To y andá a saber cuántos más nombran a Melville como una de las principales influencias en su carrera, pero probá de explicárselo a «la inteligencia» y contame cómo te fue.
La lección más lineal que deberíamos llevarnos del affaire Melville es «nadie es profeta en su tierra», pero hay una un poco más rebuscada que quizás sea más útil: para la crítica, Melville era un producto menor, no digno de ese Olimpo mental en el que proyectaba y endiosaba a otros directores que hoy no le mueven un pelo a nadie. La lección entonces —y como casi todas las semanas— debería ser: la critica, en la mayoría de los casos, está señalando un incendio que se apaga con un balde mientras tiene a sus espaldas —y siempre fuera de su campo visual— a Infierno en la torre.