Míralos MorVIP 48
Pequeños y felices accidentes
Por Santiago Calori
En la tele pública yanqui había hace varios años un pintor que se llamaba Bob Ross,. Probablemente lo tengas porque, tras su muerte, su obra y su persona se significaron como ícono pop y hasta como ¡pionero del ASMR!
Ross solía referirse a los errores o a las cosas que estaban fuera de cálculo al empezar una pintura como «pequeños y felices accidentes»
Podríamos decir que el cine también tuvo bastante de eso.
La historia de hoy es bastante conocida, pero siendo que es tan basal, quizás sea la mejor forma de largar con esta serie de «cosas que a alguien se le ocurrieron y bueno, quedaron»
(El otro día hablábamos con de Caro, no me acuerdo si con micrófono o sin, de la manía de cierto sector de la prensa especializada que ¿goza? hablando de cosas a las que la gente o a) no tiene acceso o b) no entiende la referencia. Algo así como los fanáticos del rock progresivo -perdón si estás entre uno de ellos, va sin equis, porque es sabido que mujeres no hay- que insisten sobre tal o cual pirata de Fripp o de lo que sea. Eso solo aleja a los que queremos que se acerquen. Porque, cuantos más se acerquen, mejor es para todos. Todo este choclo para excusarme si, efectivamente, ya conocés la anécdota.)
El cine, o por lo menos esa serie de «pequeños y felices accidentes» que terminaron derivando en esa disciplina que hoy por hoy nos conmueve con películas de superhéroes con escenas post créditos, nace de una apuesta entre millonarios y nada, pero nada tiene que ver con el arte elevado con el que muchos pretenden levantar la ceja cada vez que pueden.
Una timba, un escolazo, algo no muy distinto a lo que el cine es hoy por hoy como negocio (basta con hablar con un productor o un distribuidor para darnos cuenta que ese «séptimo arte» debería publicar sus novedades más en la Variety en la Palermo Rosa.)
Pero no estoy acá para hablar de timberos de hoy, porque la entrega se haría eterna y empezaría a apuntar con los índices algo que, hasta ahora y espero que pare siempre, estos envíos jamás ha hecho. Todx aquel con la sagacidad suficiente va a entender cuando haya que entender y no cuando no y así.
«Bueno, gordo Ventura: ¿de qué venís a hablar?»
De una historia que ocurrió en Estados Unidos hace ya una punta de años años. Más precisamente un 1872, que tiene de protagonista a un millonario excéntrico que, como casi todos los que cargan con su condición, solo quería tener razón.
Su nombre era Leland Stanford, y se dedicaba a inventar cosas y hasta tenía (y tiene) una universidad con su nombre, una empresa muy poderosa y hasta había sido gobernador de California, pero se ve que nada de eso lo llenaba del todo, o que tenía mucho, pero mucho tiempo libre. Mucho, eh.
Tanto como para pasarse el día en los burros con la tranquilidad de que, perdiera lo que perdiera, nunca perdía realmente.
Y le gustaba apostar, fuerte, a todo lo que moviera. Un día, en el hipódromo, tuvo una revelación: en algún momento del recorrido que hacía el caballo, el animal tenía las cuatro patas en el aire.
Ante una platea incrédula por lo que acababa de decir, decidió llamar a alguien que lo pudiera ayudar a dar por cierta su teoría: se llamaba Eadweard Muybridge y era uno de los primeros experimentadores en el área de loa fotografía que, por aquel entonces, era bastante más peligrosa que cocinar paco en tu casa.
A Muybridge se le ocurrió una cosa que íbamos a ver como una novedad más casi un siglo después en películas de las hermanas Wachowsky o de John Woo: poner en fila una serie de cámaras que, con unos alambres que el propio animal disparaba a medida que iba pasando por la pista, sacaban una secuencia de fotos.
Puso dieciséis en fila y rezó para que todo saliera bien.
Y salió bien y por partida doble. La imagen, la ya clásica Caballo en movimiento, demostró dos cosas: que Stanford había ganado la apuesta, el caballo tenía las cuatros patas en el aire en algunas de las imágenes y que esto de las muchas fotos seguidas podía servir para algo: una secuencia de un segundo de imagen en movimiento podía retratarse fotográficamente en 16 cuadros. Algo que, por supuesto, ya venía pasando con los primeros rudimentos de animación, pero con imágenes más reales.
Claro que nada de esto hubiera sido posible si al mismo tiempo unos estudios científicos se hubieran estado haciendo esas mismas preguntas. Se hablaba mucho de persistencia retiniana, y de cuántas imágenes fijas seguidas daban al ojo humano una sensación de movimiento.
Eso sería «explicado en criollo», pero hay papers más complejos.
Un físico inglés, llamado Mark Roget estaba convencido de que una imagen permanecía en la retina al menos una décima de segundo más antes de desparecer por completo. Si una serie de imágenes fijas pasaba lo suficientemente rápido delante de nuestros ojos, generaría que las imágenes que deberíamos ver fijas parecieran móviles, dando una ilusión de movimiento.
La persistencia retiniana o persistencia de la visión, como la suspensión de la incredulidad o los actos de una película, son de esas cosas que dichas suenan mucho más complicadas de lo que en realidad son. Porque todos las tenemos y todos la aplicamos sin saberlo.
La teoría de Roget quiso ser rebatida por otros que se la querían apropiar y, finalmente, mejorada un poco, pero solo por una cuestión de cuadros en ese segundo. Los 10 cuadros por segundo que decía el inglés fueron cambiando a 16 (el ejemplo de Muybridge y su caballo, sin ir más lejos) y a 24, pero ya cuando toda esta timba sin sentido se llamó cine, un rato después.
Dejando de lado disquisiciones sobre la cantidad de cuadros, la teoría de Roget prendió como un asado en un bosque y no tardaron en llegar filas de inventores que querían hacer una moneda de esa imagen en movimiento.
Pensados principalmente como «atracciones» (el cine lo fue hasta bastante entrada su historia) que podían estar más emparentadas con espectáculos de linterna mágica o fantasmagoría, estos inventos donde «una imagen aparecía en movimiento» llenaron cuánta feria trashumante apareciera por pueblos y ciudades de aquellos tiempos.
Y todo nace de una apuesta y de un deseo bastante simple: el de poder engañar al ojo. Uno que, incluso en esa época, tampoco era del todo nuevo.
Sobre todo si nos movemos de disciplina y nos vamos a la pintura, donde desde mediados del siglo quince ya se practicaba el trampantojo o «trampa al ojo», una traducción relativamente fiel del trompe-l’œil francés.
Estos cuadros, muchos de pintores célebres en la época, jugaban con la perspectiva, con la forma en la que estaban exhibidos y con la iluminación de los lugares para darles a los visitantes de los museos una idea de extraño parque de diversiones culto.
Porque, en definitiva, cada vez que vamos al cine, abrimos un libro, nos paramos delante de un cuadro o cualquiera sea la actividad que nos divierta hacer en nuestros ratos de ocio, lo que queremos es que nos engañen, como si fuéramos niños espectadores de un mago medio malo en un cumpleaños.
Esto iba a marcar también un breve período en la carrera de Eastwood trabajando para Universal, desarrollando el resto de su carrera en Warner, más específicamente a partir de El fugitivo Josey Wales (The Outlaw Josey Wales, 1976), su quinta película, pero no nos desviemos.
Por extraño que suene en una filmografía posterior tapizada de policiales y westerns (y en el último tiempo, películas de «señor le grita a una nube que quizás no sea la hube a la que hay que gritar») su primera película fue cualquier cosa menos eso.
Juguemos a que no sabés nada de Obsesión mortal, pero leés seguido estos envíos: ¿cuál es el género que elegían generalmente los directores nóveles que querían abrirse camino en Hollywood? Y ya que estamos ¿cuál es el género que primero se olvidan de mencionar los críticos de cine? Correcto.
Obsesión mortal no era otra cosa que un thriller y, si la querés extremar un poco, una película de terror sobre gente desequilibrada.
Eastwood había pensado el protagónico para Steve McQueen, pero éste declinó la invitación argumentando que en guion «la mujer es más fuerte que el hombre»: la frágil masculinidad de los duros.
(Steve Mc Queen el de Bullit (1968), no el de 12 años de esclavitud (12 years a slave, 2013) claro.)
Decidió tomar él el protagónico y castear a Jessica Walter (sí, la de Arrested Development) desoyendo los consejos del estudio, que le pedía que considerara a Lee Remick. Lo bien que hizo. No por Remick, pobre, que no me hizo nada, pero sí por lo que termnó haciendo Walter.
Para vos que ya la tenías vista o que la viste recién (no importa, realmente: no se «llega tarde» a las películas, sobre todo si son de antes de que nacieras): Obsesión mortal es la historia de un conductor de radio (o deejay, como le gusta decir a los yanquis) que tiene una fanática un poco intensa.
Y por un poco intensa digo: lo llama todas las noches pidiéndole que pase una misma canción. La cosa escala y no va que este tiene una noche de romance. Para qué.
(Bienvenido a «Explicando líneas argumentales como si contaras una anécdota» un nuevo feature de Míralos Morir 2021.)
Quizás si no la viste, estaría bueno que acá dejes de leer, la busques (está en Incas y Torrent en una calidad preciosa) y vuelvas para no arruinarte nada.