Míralos MorVIP 61

One hit wonder

Por Santiago Calori

El mundo de la música está plagado de one hit wonders, músicos cuyas carreras se sostuvieron (en muchos casos, todo lo que pudieron) en función de haber tenido un momento de alineación cósmica donde la pegaron una vez con hit.

Ese one hit, muchas veces los obsesionó al punto de la locura (el caso de There She Goes de The La’s) o los llevó a tratar de volver cada equis cantidad de años con una reversión de esa milanesa que ya tenía el aceite quemado (el de You Spin Me Round (Like a Record) de Dead or Alive y sus múltiples remixes.)

(Perdón por esta última. Te cagué la semana, vas a estar hasta el viernes, mínimo, tarareando.)

Lo cierto es que, muchas veces, estos one hit wonders viven en compilados y radios de clásicos que funcionan como compilados y más recientemente, en listas bien curadas de Spotify que nos hacen sentir que estamos escuchando Aspen, pero sin el locutor que nos diga hora, temperatura y humedad.

El concepto está popularizado en la música, pero se desprende a otras disciplinas, como la literatura, donde muchos sostienen que «Todos tenemos una novela adentro», poniendo en duda la posibilidad de la segunda, con casos como Matar a un ruiseñor de Harper Lee, La conjura de los necios de John Kennedy Toole, El guardián en el centeno de J.D. Sallinger o Cumbres borrascosas de Emily Brontë, con algunas aplicando el «se publicó póstuma» o «la única novela» para tener razón (?)

El cine, claro, no iba a ser la excepción. Con una concepción similar a la de la literatura y un terror absoluto a lo que se llama el sophomore film (o “la segunda película” o “la película que sale mal después de que la primera salga demasiado bien”) son muchísimos los casos de directores que pasaron una vez por la silla son su nombre y no volvieron nunca más por razones tan variadas como los colores.

Esas razones pueden ser el desencanto, la presión, el miedo a fallar o, simplemente, que quizás no tenían lo necesario para hacer una buena película.

Si bien muchas de las «malas» —ya aclaramos ad nauseam que la «bondad» o «maldad» del producto fílmico es un fenómeno subjetivo— terminaron siendo revalorizadas en el circuito del culto o incluso del arthouse más permisivo, esto no hizo que sus directores volvieran a la actividad en la mayoría de los casos.

Películas muchas veces buenas, otras malas, otras inclasificables, dejaron a sus directores o fuera del circuito o sin ganas de salir a buscar más.

¿Cuáles? Bueno, montones: El extraviado (Der Verlorene, 1951) de Peter Lorre, El carnaval de las almas (Carnival of Souls, 1962) de Herk Harvey, Manos: The Hands of fate (1966) de Harold P. Warren, Charlie Bubbles (1968) de Albert Finney, Beware! The Blob (1972) de Larry Hagman, Fase IV: Destrucción (Phase IV, 1974) de Saul Bass, Los leones se divierten (Roar, 1981) de Noel Marshall, La angustia del miedo (Angst, 1983) de Gerald Kargl u Ocurrió cerca de su casa (C’est arrivé près de chez vous, 1992) de  Benoît Poelvoorde, Rémy Belvaux y André Bonzel, por solo nombrar algunas, y metiendo en la bolsa productos con todo tipo de percepción de audiencia y crítica.

(Sí, algunas ya tienen edición de Míralos Morir, otras capítulo de Hoy Trasnoche, otras pronto lo tendrán, seguramente.)

Pero no estoy acá para hablar de one hit wonders en general, sino en particular. Y para hacerlo, vamos a tener que movernos al otro ángulo del que deberíamos hablar antes de ir al plato principal.

Actores que dirigen.

Le metí un punto aparte para agregarle dramatismo.

Existe en el ego (de la mayoría de) los actores, alimentado muchas veces por un público que se refiere a Nueve reinas (2000) como «la de Darín» y no como «la de Bielinski» arriban a una noción de que todo sucede gracias a ellos.

Si un proyecto sale bien, es todo gracias a la improvisación que metieron, que mejoró mucho el material que venía medio flojito. Si sale mal, es porque siguieron al pie de la letra el trabajo de: los guionistas primero, y el director después. El ego es un arma difícil de manejar y muchas veces terminás con un pie disparado.

Lo cierto es que en ese viaje megalómano, muchas veces creen (o le hacen creer, digamos todo) que pasar de actuar a dirigir es lo más lógico para sus carreras. Unas pocas veces sale bien, pero en su mayoría male sal.

«¿Me vas a decir que los actores no pueden dirigir películas?»

No, ni en pedo.

De hecho, si van a aparecer carreras como las de Charles Chaplin, Buster Keaton, Clint Eastwood (bueno, quizás no las últimas), Takeshi Kitano o Danny DeVito detrás de cámara, me jode cero que los que no estaban para la faena prueben también.

Se debería aplicar a «actores dirigiendo» la misma lógica que se aplica a las películas que salen del INCAA: en la cantidad (no hablemos de variedad, eso sí) el porcentual de que salga algo bueno mejora.

«Bueno, hasta acá todo entendido: hay gente que la pega una vez sola: en la música, en los libros, en las películas y algunos actores pueden dirigir películas. ¿A dónde estamos yendo concretamente?»

Bueno, no soy profesional de la salud mental, pero ese Clona no estaría mal recetado. Ahí va.

Charles Laughton.

Quizás los más jóvenes no lo recuerden, pero Laughton fue un actor inglés que empezó su trabajo en el teatro de su país y pronto se mudó para hacer lo mismo en Nueva York.

No tardó en pasar a las películas, donde hizo maravillas como La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of Henry VIII, 1933) de Alexander Korda, Motín a bordo (Mutiny on the Bounty, 1935) de Frank Lloyd o Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957) de Billy Wilder entre otras, además de estar casado con Elsa Lancaster, «la novia de Frankenstein» hasta el momento de su (joven) muerte a los 63 años.

Pero poco importan todas esas credenciales, si tenemos en cuenta que Laughton dirigió una de las mejores películas de la historia del cine y nunca más se sentó en esa silla.

¿Qué pasa? ¿Nunca viste La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955)? Esta deuda se termina ahora mismo.

Dejo música de espera para amenizar.

Bueno, ya la viste. Seguramente estés deslumbradx y hayas pensado «Ah, entonces tal o cual película salió de acá.» Todas reacciones correctas.

A Laughton, para mediados de los años cincuenta, le había picado el bichito de la dirección. Le había encargado a su asistente que «le buscara novelas para hacer una película» y este encontró un manuscrito que prometía. Su título era La noche del cazador y estaba escrito por Davis Grubb, de quien después se adaptaron cuentos para series de televisión como La hora de Alfred Hitchcock —no pasan ni tres días que vuelve— o Galería nocturna.

La novela, de todas maneras, se inspiraba en la vida del asesino serial Harry Powers, nacido en Holanda con el nombre de Harm Drenth. Powers tenía como modus operandi contactar viudas en avisos de contacto personales, enamorarlas y, bueno, heredarlas a la fuerza (?). Pero eso es para otro podcast.

De inmediato, se aseguraron los derechos del por entonces manuscrito y pusieron a James Agee a escribir una adaptación. Agee venía de adaptar La reina africana (The African Queen, 1951) de John Huston y después de lo que pasó con La noche del cazador (más de eso más tarde), se retiró a la televisión y luego de la vida a la (incluso más) corta edad de 45 años.

Existen casi tantas teorías conspirativas sobre el guión de Agee como las hay del hombre llegando a la Luna. Que la primera versión era muy larga, que no se entendía nada, que le tuvieron que meter mano los actores y una serie de cosas más.

Sí, el guión era largo. Sí, Laughton le metió mano y lo hizo más «posible.»

No, los actores no tuvieron nada que ver.

No me digas que sos de esxs que les gusta leer guiones. Bueno.

La teoría de «los actores arreglan todo» no se inventó con esta película, pero sí ayudó mucho la cantidad de mentiras que se dicen en la autobiografía de Robert Mitchum que, si bien habla muy cariñosamente de Laughton y de la película y la considera su papel definitivo, se aboga más cosas de las que realmente hizo en el set.

Esto sumado a que quizás Mitchum no estaba por aquel entonces en el mejor momento de consumo de alcohol y, en palabras de Moria, «aditivos.»

El rodaje, se sabe, y más con este antecedente, no fue una caminata por la campiña inglesa. Para el final, los cortocircuitos entre Mitchum y Shelley Winters eran más notorios que los de Stanely Kubrick y Shelley Duvall en El resplandor (The Shining, 1980)

Para el momento del estreno, la película fue denostada por la crítica e ignorada por el público pero, como aprendimos en ediciones anteriores, la historia acomodó los melones.

Podríamos ensayar mil teorías sobre las razones por las que no anduvo, pero quizás la más sólida sea pensar que una película de este nivel de maldad en el Hollywood de los años cincuenta, que rebalsaba de musicales y comedias amables no haya sido el mejor maridaje.

Tengamos en cuenta que, desde el comienzo la cosa estaba planteada en esos términos: el papel de Mitchum iba a ir para Gary Cooper, que muy educadamente declinó la propuesta diciendo que «le iba a arruinar la carrera.»

Quizás una de las cosas con las que más te deslumbraste si la viste por primera vez (o la primera vez que la viste, si es por eso) es por la destreza visual que tiene La noche del cazador.

Esto es un mérito compartido entre Laughton (que tenía grandes ideas visuales que desgraciadamente no pudimos ver nunca más) y del director de fotografía Stanley Cortez.

Cortez venía de trabajar con Orson Welles en Soberbia (The Magnificent Ambersons, 1942) una película visualmente también impactante. Solía decir que los únicos dos directores que tenían «la sensibilidad de la luz» eran justamente Welles y Laughton.

Pero volvamos al momento del estreno.

Con la pobre recepción, Laughton quedó desanimado. Tenía planes de adaptar y dirigir Los desnudos y los muertos (The Naked and the Dead, 1958) que terminó estando a cargo de Raoul Walsh y volvió a la actuación, dejando de dirigir películas para siempre.

Siguió dirigiendo en teatro que, sostenía «da la posibilidad de estar corrigiendo todo el tiempo»

Qué le hubiera corregido Laughton a La noche del cazador, sinceramente, es un misterio al día de hoy.

Por si te quedaste manija, hay un documental, que se llama Charles Laughton Directs ‘The Night of the Hunter’ (2002) de Robert Gitt, presente en la súper edición doble de la Criterion Collection de la película —igualmente, se consigue «por ahí»— que, en ¡dos horas y media! habla más de lo que tendría que hablar de la película, la relación de Laughton con la dirección y hasta tiene material perdido, escenas que no entraron y material de making of. A por el.

Qué lindo que es el cine, la concha de mi madre.