Edición 69
Lista para mi primer plano
Por Santiago Calori
En El ocaso de una vida (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder, la actriz en decadencia Norma Desmond dice la frase que cito en el título de todo esto.
Es como consecuencia de una serie de cosas que pasan en la película y le pasan a ella. No viene mucho al caso, pero nunca está de más señalar que las películas de Wilder están ahí para ser vistas y deberían serlo.
Bien, el tema acá es, justamente, el primer plano.
«Así que vas a hablar del primer plano.»
Bueno, sí y no. Sí, porque obviamente si leés esto más o menos seguido sabrás que haré un poco de historia y no, porque en realidad voy a terminar hablando de lo que el primer plano significa para la narración que, en definitiva, es su mayor importancia.
«Bueno, a ver.»
Como pasó con la mayoría de las cosas en la historia del cine (y un poco en la historia también), todo empezó con unos pioneros que un día se dieron cuenta que tal o cual cosa se podía (o no, para las que salieron mal) hacer.
Pero antes de hacer historia, expliquemos mínimamente los tamaños de plano, por si justo no los tenés tan frescos. Quizás un gráfico sea lo más simple:
Bien, habiendo sustituido con imágenes las palabras, sigo.
El cine en sus comienzos era todo «plano general»: mostraba lo que pasaba, en sus principios de manera netamente documental y luego narrativa, dando a los espectadores la sensación de haber estado viendo una una obra de teatro o vaudeville que mágicamente aparecía delante de sus ojos.
En general el montaje era escaso, más bien algo que pegaba un rollo con otro, y de un plano general se cortaba a otro plano general, una costumbre que quedó en desuso, solo reservado para un puñado de vanguardistas en la actualidad.
Hasta ese momento, todo se construía alrededor de la cámara, un armatoste que era como subir una heladera a un quinto piso por escalera.
Hasta que un día a alguien, que venía experimentando fuerte con el tema del montaje en sus esfuerzos fílmicos anteriores, se le ocurrió hacer un experimento y dejar la cámara donde estaba, pero variar la óptica y dejar que las cosas pasaran más cerca de ella.
No era ningún misterio: los lentes estaban. Los había de distintos milimetrajes, pero había algunas razones de peso para que todo esto no hubiera pasado antes. La luz que debía pasar a través de los mismos era enorme y el foco una ciencia bastante inexacta. La razón por la que se filmaba siempre todo en general era porque pensar una puesta donde «de acá para allá es todo foco» era mucho más sencillo y a prueba de fallos.
Como todo en el cine, hay polémica sobre quién fue el primero en hacer un primer plano: algunos dicen que los experimentos de George Albert Smith a fines del siglo diecinueve, otros hablan de los de James Williamson a principios del veinte, pero, finalmente, en el amarillento papel de la historia impresa, quedó otro de unos años más tarde.
El de D.W. Griffith que, además de ser un poquito racista, era uno de ese puñado de pioneros que podés encontrar en cualquier historia del cine. Todavía no había filmado El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915), considerado el primero largometraje de la historia del cine, ni Intolerancia (Intolerance, 1916), la que tuvo que hacer para pedir disculpas por su película anterior, pero estaba entre los que estaban filmando y, sobre todo experimentando.
Y es justamente en 1911 que en una película llamada The Lonedale Operator (1911) hace un truco que montaje que nunca antes se había visto: en medio de un asalto a un tren el lejano oeste, corta del clásico plano general a uno en el que se podía ver que uno de los personajes tenía algo en la mano que quería que los demás pensaran que era una pistola.
Esto hacía que el primer plano de Griffith fuera más importante que el de los otros que, se decía, lo habían hecho antes: el de él tenía una importancia narrativa, entendía al montaje y al tamaño de plano como una forma de contar con imágenes, algo que los otros claramente no tenían.
Y era un poquito racista, también. Hay que aclararlo siempre, no vaya a ser.
Y metió primeros planos en El nacimiento de una nación como si no hubiera mañana y en todo lo que intentó hacer después.
Muchos se subieron al tren, varios como una novedad, y pocos con las ideas más claras que un danés que llegó unos años después.
Su nombre era Carl Theodor Dreyer y en 1929 usó el primer plano como nadie lo usó hasta el momento ni nunca después en una película que se llamó La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, 1929)
Dreyer, que por aquel entonces no era ningún improvisado, había aprovechado sus trabajos previos para lograr lo imposible: el control total de un proyecto enorme. Enorme al punto que se mandó a construir una pueblo entero para filmar la historia, entre otras excentricidades para la época y, te diría, para cualquier época.
Y poco y nada hizo con eso, porque decidió su puesta de cámara de una manera completamente extrema: iba a contar esta historia de sufrimiento prácticamente en primeros planos.
Su protagonista, María Falconetti estuvo a la altura. Y la pasó tan mal que nunca más actuó en su vida y terminó muriendo en Argentina para mayor orgullo catastral. Su rostro es la película, la narración, ese todo que Dreyer quería contar. Y ese todo muchas veces, y casi contraponiéndose con los pioneros del cine del «un general que corta a otro general» se transformó en «un primer plano que corta a otro primer plano» que, como te podrás imaginar, saca la noción de lo que rodea al personaje (a veces para bien, como en este caso) y nos centra simplemente en él.
El resultado es una película tan personal como angustiante y claustrofóbica, casi cien años después. Tuvo múltiples cortes por las escenas de violencia, quizás demasiado explícitas para la época y fue restaurada a su forma original después de que unos negativos que se creían perdidos aparecieron, pero eso es tema para otro día.
Poniéndolo todo en una cosa más «actual»: si sos de lxs que encontraron algo incómodo e interesante en The Lighthouse (2019) de David Eggers, te diría que corras a revisar la de Dreyer, estaba todo ahí.
El primer plano, como cualquier invento, fue abusado hasta dejarlo en desuso, especialmente por el cine más «de autor» de los años sesenta, con dramas existencialistas en departamentos de los que solo se veían las caras de sus protagonistas y en los setenta, claro, después de la legalización del porno en Estados Unidos, la cámara tendió a acercarse bastante.
Hubo, obvio, ejemplos como la secuencia inicial de Érase una vez en el oeste (C’era una volta il West, 1968) de Sergio Leone donde el uso (y abuso) de primeros planos es una belleza, o como aditamento de un montaje frenético en ese western del otro lado del Atlántico como es La pandilla salvaje (The Wild Bunch, 1969) de Sam Peckinpah.
La noción fue cambiando conforme los años hasta que en los años setenta y ochenta se dio algo bastante prefabricado que terminó adoptando la televisión más «de cadena» que llegó hasta nuestros días: ir de más a menos.
La estructura de una escena se podía calcar y delimitar de la siguiente forma: empezaba en un plano general, cortaba a un plano y contraplano medio, luego a un primer plano y contraplano, finalmente a algún primerísimo primer plano de ser necesario. Basta con ver cualquier capítulo de La ley y el orden para convertirte en un egresado de la JJ Campanella Center for Kids Who Can’t Read Good and Who Wanna Learn to Do Other Stuff Good Too.
Y esa es la historia del primer plano. Síganme pata más recetas (?)
Antes de irme, es hora de que haga una confesión: estaba medio tentado de que, siendo la entrega sesenta y nueve fuera sobre cine porno, pero «con un ángulo»: el ángulo era, justamente, hablar del primer plano en ese contexto, algo que se menciona medio por arriba un poco en lo que ya leíste.
Fallé miserablemente cuando lo analicé un poco y me di cuenta el plano más usado en el porno no es el primero sino el americano, que se inventó en la época del western para que a los personajes se les vieran las pistolas.
Bueh, no fue picaresco, pero terminó así.