Míralos MorVIP 67
La trilogía de la traición
Para los años noventa, Brian de Palma todavía estaba del lado de afuera de una cerca, que ya habían traspasado todos sus amigos directores (incluso algunos guionistas).
Su cine, para ese tiempo, no había alcanzado la masividad (spoiler: nunca la alcanzó), que sí le tocó a Scorsese, un director alejado de las formulas familiares pero mucho más cerca de aquellos que se animan, por lo menos, a cruzar la frontera de lo amable.
Es cierto que en esa última década del siglo veinte, De Palma tuvo una gragea de ese éxito con Los intocables (The Untouchables, 1987) y, como en toda su filmografía, después de una película abrazada por el público lo que llegó fue un fracaso estrepitoso.
La hoguera de las vanidades (The Bonfire of Vanities, 1990) abrió la década y fue la pisada en el barro más profunda que dio un director para un estudio durante esos años. Lo mejor que dejó toda esa experiencia fallida fue The Devil’s Candy: Anatomy of a Hollywood Fiasco de Julie Salamon, probablemente el libro más descarnado, bruto y voraz sobre la “cocina” de una película hollywoodense. El proyecto nació cuando De Palma le permitió un full access a una periodista, lo que significó que ella pudiera entrar a todas las reuniones con los ejecutivos de Warner, a los castings e incluso a los momentos de absoluta soledad del director. Para ser justos, un análisis de este libro podría ser otra entrega por derecho propio.
Es claro que De Palma trabaja su habilidad narrativa en función de temas, obsesiones y problemáticas, y hacia la mitad de la década construye una trilogía sin proponérselo: la trilogía de la traición.
En Carlito’s Way (1993), un criminal (Al Pacino) sale de la cárcel y le vende al mundo (moral) que se ha rehabilitado y que hará el bien de ahí entonces. Es como si el personaje de Tony Montana tuviera una segunda oportunidad para triunfar y ser bueno en un acto de redención. Carlito, un hombre desesperado por escapar del ambiente mafioso, es un preso de la contemporaneidad porque no puede escaparle a lo que ha sido: un gánster potenciado hasta la total desmesura.
Pero no hay forma de escapar. Cuando vemos a Carlito al que vemos es a Tony Montana (sumado a que es el mismo Pacino el intérprete de ambos personajes): un hombre que quiere cambiar su destino de actante manierista arrepentido.
El inicio del film es en blanco y negro con Carlito mal herido transportado lentamente por un andén hacia una luz, hacia el paraíso. Toda la historia es un largo flashback de un intento de escape –fallido-, una cualidad que la asemeja a un noir, género en el cual habitualmente el héroe no ve la luz del siguiente día.
El concepto de traición en esta película está presentado como una operación centrífuga; el mal está adentro. El personaje menos esperado es el que traiciona al protagonista, pero lo peor para Carlito es que en su lealtad está su maldición cuando decide ayudar a su abogado (a esa altura ya devenido en delincuente) a sacar a un preso de la cárcel, sin que nuestro héroe sepa que su “amigo” tenía otro planes.
En la segunda parte de la trilogía tenemos a Misión: Imposible (Mission: Impossible, 1996), donde Ethan Hunt (Tom Cruise) ve morir a todo su equipo delante de sus ojos, a excepción de su jefe (Jon Voight).
El asesinato de su jefe, que al final del segundo acto se descubre que ha sido una farsa, es visto a través de una cámara. De vuelta al poder engañoso de las imágenes.
En este film, el poder engañoso es dialéctico, Ethan y su jefe se reencuentran en una estación, la escena que debería ser expositiva es superficialmente confusa porque se mienten mutuamente, cada uno expone su “verdad” y procesa la “verdad” del otro, a sabiendas de que es mentira. En materia receptiva puede observarse este manierismo dialéctico, cada una de las versiones debe ser desmontada y rearmada para construir una única verdad.
Como final de la trilogía, Ojos de serpiente (Snake Eyes, 1998) es una especie de “grandes éxitos”.
En el film vuelven a circular gran parte de los motivos depalmianos, aunque resignificados. El plano secuencia inicial sirve como condensación para conocer personajes, contexto y algo de la historia que tiene como protagonista a un oscuro y vulgar detective, Ricky Santoro (Nicolas Cage).
A diferencia del plano secuencia de Doble de cuerpo (Body Double, 1984) o El sonido de la muerte (Blow Out, 1981), la cámara está sobre el protagonista, capta las reacciones, no los hechos; la apuesta se redobla, porque el engaño está montado sin que el espectador haya visto nada, no hay un espectador omnisciente ni siquiera en apariencia.
Las facultades cognitivas adquiridas hasta entonces, en el cine de De Palma, son limpiadas como el paneo de cámara frenético en el momento de mayor tensión del primer acto. Todo está dado vuelta, sin embargo las armas utilizadas son las mismas (elementos retóricos del lenguaje). Aunque algunos motivos y elementos aparecen ya como ontológicos al director (la peluca rubia de la sospechosa, el steadicam, el cinismo de los protagonistas, la pantalla dividida, etc.), son parte de un sistema de imágenes.
La mayor ironía de Ojos de serpiente es que todo acontece en un gigantesco hotel–casino (la representación del infierno en el mundo moral) minado de cámaras de video sin que ninguna de ellas pudiera grabar el crimen que desata el conflicto. En este sentido la multiplicidad de imágenes no sirve para desentrañar un problema cinematográfico sino que más bien lo pone en crisis, las imágenes no siempre dan con la verdad, de hecho a veces el exceso no permite dar con ninguna.
El fastuoso plano secuencia debe ser diseccionado para entenderlo, como una suerte de anticlímax, mediante puntos de vista (flashback de los personajes). Cada punto de vista representa una visión subjetiva de los personajes, cada uno cuenta su verdad en imágenes y voz en off, pero la particularidad está en el flashback del personaje de Dunn.
En ese flashback De Palma utiliza la cámara subjetiva para contar una mentira, en materia de recepción esa figura retórica cinematográfica equivale a la verdad. En cambio la pantalla dividida, en el siguiente flashback, llega para poner las fichas en orden, para barajar y dar de nuevo. Es manierismo en estado puro; es el uso de la forma lo que va a ayudar a develar el misterio del contenido.
En Ojos de serpiente se da un fenómeno interesante, la intertextualidad pasa a ser autorreferencial, De Palma se cita a sí mismo, a su propio cine. La hipertextualidad pareciera amenazar a una cultura que busca variaciones -ligeras y gruesas- de otros textos para reformularlos y darle otras lecturas (de época, de contexto, de dramatismo, etcétera).
Esta cínica jugada depalmiana provoca un viaje en el tiempo hasta El fantasma del paraíso (Phantom in Paradise, 1974), porque las mismas secuencias dramáticas pueden observarse en ambos casos: existe un atentado en un lugar público, una mujer se encuentra entre dos fuerzas en pugna, un contexto que opera con la misma jerarquía que tiene el protagonista y además hay un video que puede revelar el secreto.
Hacia el final de Ojos de serpiente, Santoro es golpeado brutalmente y su rostro queda desfigurado y con cierta semejanza al fantasma de El fantasma del paraíso, como si el mal interno se terminara por exteriorizar. El detective lleva en su cara todo lo que gestó a lo largo de su vida (su falta de ética policíaca, el adulterio, la traición, etcétera), irónicamente la desfiguración llega como consecuencia de su silencio para salvar a la única testigo del asesinato. Es un claro ejemplo de personaje manierista porque lleva consigo un sistema de imágenes que remite a motivos de su vida y a un hipotexto. En el instante que el villano elimina su presencia de la grabación, también borra la huella que parece indeleble en cualquier registro visual.
Y ahí radica la frustración y la decepción de Santoro: no sólo se siente traicionado por su mejor amigo sino que también sabe que su palabra no tiene valor sin la prueba visible y constatable, en la contemporaneidad vale una prueba visible de un hecho, no un discurso oral.
La multiplicidad de planos se observa en otro recurso, la pantalla dividida, es la posibilidad de observar dos perspectivas de un mismo hecho en el mismo tiempo cinematográfico, sin alteraciones espacio–temporales. La crítica y la reflexión sobre el poder de las imágenes también se amalgaman con la palabra, el papel de los medios de comunicación se cuestiona en forma directa. La primera frase de Santoro, a través de un monitor, es: “¿Estoy saliendo en TV?”.
Retóricamente ese uso de una pantalla para narrar otra, simultáneamente representa, en un nivel temático, la búsqueda permanente del hombre común por salir en televisión.
Al final de la historia ya no hay lugar para ostentaciones ni virtuosismos, todo está en una deformación facial. En el epílogo se ve el resto de Santoro a través de las grabaciones, cómo la prensa lo hostiga con su hijo, en la puerta de su casa, a la salida de un tribunal, etcétera.
El personaje huye de las cámaras, es un hombre desesperado y agobiado por el poder de las imágenes. Dunn está a punto de ir a la cárcel después de que la TV se transformara en su enemiga, la maldición de “salvar el día” fue que sus chanchullos como policía corrupto brotaran, además de perder a su mujer, a su hijo y a su amante. Sus palabras finales son una resignificación amarga de ese diálogo de apertura: “Bueno, al menos salí en TV”. En la circularidad de diálogos se termina de apreciar el aparato quirúrgico del guionista David Koepp y de De Palma.
De Palma es una suerte de demiurgo, un creador de mundos construidos que los expone sin temor a las miradas críticas sobre su exceso en la demostración de sus habilidades técnicas. En Ojos de serpiente no existe la necesidad de crear un espacio artificial dentro de otro porque el hombre en el mundo real ya lo ha hecho, a diferencia de lo que sucedía en Golpe al corazón (One From the Heart, 1982) de Francis Ford Coppola, quien recreó en un estudio gigante a la ciudad más artificial del mundo como es Las Vegas.
Atlantic City, ciudad donde se desarrolla el film de De Palma, es una degeneración del hombre moderno porque éste ha convertido una ciudad balnearia en una ciudad sustentada por los hoteles–casino. Sin embargo el autor no reconstruye ni expone hechos verídicos, elabora un orbe cinematográfico que se enfrenta con el mundo moral. Como el mejor amigo/villano le dice a Santoro: “Sacaste doble 1, ojos de serpiente, la casa gana”, dentro del mundo moral los personajes depalmianos pierden, sus rasgos humanos se convierten en una maldición y los condenan.
La frase de Santoro: “La lealtad es mi único vicio”, bien le calza a Tony Montana, Ethan Hunt y Carlito Brigante. No es casual que el guionista de esta trilogía sea David Koepp, el mismo que podía escribir Jurassic Park (1993) o La habitación del pánico (Panic Room, 2002), y en el medio incluso dirigir, sin demasiada suerte.
La traición en el cine puede aparecer como eje temático, disparador narrativo o postulado, en películas más grandilocuentes. En De Palma se transformó en un correlato (consciente o inconsciente, poco importa) en tres películas bien diferentes, desde la escala que fue desde películas para salvar el año de un estudio a un proyecto muchos más independiente, en el que ponían en crisis la operación de un dispositivo como es del funcionamiento de las imágenes.
Este período fue el último fogonazo continuo en la carrera de De Palma, a partir de aquí viene su despedida en Estados Unidos y, posteriormente, la recepción como autor en Europa.
Mientras tanto, en Uruguay, todavía lo esperan.
José Tripodero es divulgador, becario, investigador y docente. Es de esos que escriben de películas con el marco teórico con el que hay que escribir y una de las pocas voces de la razón que quedan dentro del panorama de crítica local. Si me apretás un poco, es de los dos o tres que leo con ganas.
Actualmente escribe en A sala llena, conduce Cine Continuado y Sucesos Argentinos junto a Vicky Duclós Sibuet, además de preparar un esperadísimo documental sobre las aventuras de Roger Corman en suelo argentino.