Míralos MorVIP 46

Música funcional

Por Santiago Calori

No sé qué relación tenés con las bandas de sonido. No con esos discos compilados de canciones «de e inspiradas en…» sino en música compuesta especialmente para una determinada película.

Siempre fui un loquito de estas cosas y solía andar de adolescente con la banda de sonido de Vértigo (Vertigo, 1958) en el walkman. Y ahí fue cuando me di cuenta que las bandas sonoras pueden tener una utilidad en la vida real.

Siendo que son algo que interactúa con la imagen, con el tiempo fui curando mis caminatas (o idas al súper, ni idea) con determinadas composiciones para películas que podían hacer la experiencia más interesante o extraña.

Ir al súper en pandemia escuchando el Lost Themes de John Carpenter quizás no sea un ideón, pero no voy a negar haberlo hecho.

Bueno, hasta acá una propuesta de actividad para los tiempos que corren, pero: ¿qué pasa con las bandas sonoras que no fueron hechas con un determinado fin? ¿Qué pasa con esos compositores que, sin haber visto ni un metro de material compusieron cosas para una película entera? ¿Cómo es eso posible?

Quizás no estás anotado a estos envíos desde el principio, cosa no estaría mal, pero si lo estás en una de esas me escuchaste hablar de música de librería alguna vez.

A los fines de que estemos todos en la misma página, vemos a explicar todo de nuevo:

La música de librería es música «ya cocinada», «para calentar y servir» que fue muy popular en los años sesenta y setenta, sobre todo en Europa.

Se inventaron con un fin «no comercial»: era comercial en la medida en la que productores contrataban el servicio y lo pagaban, pero era no comercial en la medida en la que el oyente promedio no podía acceder a los trabajos para su disfrute hogareño.

El tiempo puso las cosas en su lugar, pero no nos adelantemos.

Las composiciones de librería tenían muchos fines: musicalizar ambientes, publicidades, series de televisión y hasta películas.

El concepto era simple: había una gran «fábrica de música» a quienes las productoras contrataban para que le sugirieran la música (mayormente incidental) de las películas que estaban haciendo.

Supongamos que alguien estaba haciendo un policial: llamaba a la compañía, esta le mandaba opciones «para policial» y el que estaba haciendo la película elegía y después compraba los tracks individuales que iba necesitando.

Como ir a la góndola de congelados del súper. Puede sonar desamorado y hasta sin personalidad, pero la música de librería tuvo un vuelo que no se condecía con el destino de negocio que se le había forjado: y eso fue por el notable capital humano que tuvo.

Lo que empezó como una forma de abaratar costos para producciones que no tenían más la necesidad de contratar a un músico que les hiciera algo original y lo solucionaban solo pagando por música utilizada con determinado fin con una tabla de costos que era bastante fija, resultó en un lugar de creatividad inusitada.

Porque, este tipo de música, que puede sonar genérica y hasta sin alma, al tener oyentes realmente cautivos y no oyentes para cautivar, terminó siendo un campo de experimentación enorme.

Sí, hay varias composiciones muy «fáciles», pero cuando la música de librería toma el desvío de lo experimental las cosas se ponen definitivamente interesantes.

Existen dentro de este vasto mundo tres grandes categorías, de las cuales solo dos tienen importancia: la primera, desechable, eran grabaciones que pretendían sonar a hits del momento, usadas principalmente en publicidades por aquellos que no querían pagar el hit, pero si que su spot remita a el.

(Esto fue algo muy común, incluso en el mundo de la publicidad vernácula con las ya célebres reversiones con una nota cambiada para que no los agarre SADAIC.)

Los otros dos grupos eran más nobles, y se podrían definir, a grandes rasgos como dos bateas de disquería: la de jazz, soul, funk y la de synth y experimentaciones varias.

Decía hace unos minutos que grandes músicos que estaban empezando, o simplemente ante la propuesta de una guita fácil, terminaron trabajando para los licenciatarios de música de librería y entregándoles cosas que tenían a mano o que, se supone, resolvían en poquito tiempo.

Porque, ya te lo debés imaginar, no es lo mismo tener una compañía de música pre cocinada con el Maestruli de Susana que con Ennio Morricone.

¿Tanto tardé en llegar a Italia? Bueh.

En Italia, en los años sesenta y setenta se dio un fenómeno de música de librería mucho más agudo que en otras partes del mundo. Si bien había ejemplos como KPM o De Wolfe en Iglaterra o Sonoton en Alemania, la garra que le pusieron los tanos no tuvo parangón.

La operación italiana estaba centrada en Milán, con sellos como Cinevox o Edizioni Leonardi, pero los edificios y las oficinas eran lo menos importante: lo principal eran los jugadores que estaban involucrados.

Sería fácil decir Ennio Morricone y terminar el partido ahí, pero también sería muy injusto: porque dejar de lado a Fabio Frizzi, Stelvio Cipriani, Franco Bixio, Vincenzo Tempera y Bruno Nicolai (por nombrar unos pocos) debería ser considerado crimen de lesa musicalidad.

Todos ellos, en mayor o menor medida, contribuyeron al sonido de librería italiano y nos han dejado, sin el compromiso que uno podría esperar de un compositor que piensa una banda sonora de una película como un hecho integrado a lo que se ve, verdaderas joyas sonoras que se descubrieron muchos años después.

Porque, como dije hace un ratito, la música del librería era un fenómenos «no comercial» y muchas de esas composiciones, por así decirlo, morían en la película de la cual, era comprensible por los tamaños de las producciones, no se explotaba su banda sonora.

Así fue como todos estos «discos» que nadie sabía que necesitaba terminaron juntando polvo en depósitos y, con las ideas y vueltas de la vida, terminaron en mercados de pulgas hasta que los coleccionistas se empezaron a fascinar.

Una suerte de búsqueda del tesoro con discos, donde muchos de esos (como pasa con todo el capítulo de KPM) no tenían ni tapas distintas para poder distinguirlos. Todo era prueba y error.

Esos descubrimientos no tardaron en llegar a samples de hip hop, música electrónica y, sin tanto chirimbolo, a los oyentes esos a los que se les había negado el acceso por el diseño del negocio.

De dos o tres años a esta parte, muchos sellos pequeños empezaron a sacar, en lujosas ediciones en vinilo, bandas sonoras de películas oscurísimas, de documentales educativos, de programas de televisión.

Esta primavera de la música de librería trajo consigo la aparición de la digitalización de montones de cosas, pero eso viene un momento.

Porque qué sería de este envío si no tuviera un componente multimedia. Voy con cinco bandas sonoras de librería (o casi, es un terreno muy inestable) que te pueden ayudar a musicalizar esta pandemia. Sin un orden en particular:

Piero Umiliani, 5 bambole per la luna d’agosto. Banda sonora de un giallo, llena de hammonds y locura setentera.

Bruno Nicolai, La dama rosa uccide sette volte. Extraños arrullos de cuna que se vuelven melodías pesadillescas.

Stelvio Cipriani, La polizia sta a guardare. Un simple inolvidable, pero de de Cipriani puede ir cualquier cosa. La banda sonora de Femina ridens, sin ir más lejos.

Roberto Pregadio, Franco e Ciccio sul sentiero di guerra. Porque no todos los spaghettis son obra de Morricone.

Paolo Vasile, La polizia interviene: ordine di uccidere! ¿O qué te pensabas? ¿Que no había funk en Italia?

Y, a modo de bonus, porque nunca se puede poner cinco solos, el greatest hits demencial de Bixio Fizzi y Tempera.

Por esas maravillas de los revoleos de derechos que, muchas veces, nos ponen películas rarísimas en los streamings y nos sorprendemos, algo similar ocurrió con estos catálogos, muchos de esos accesibles por Spotify, como el de Cinevox bastante completo o playlists de cosas de Edizioni Leonardi.

Si bien lo que hay en Spoti es la punta del iceberg y si decidís seguir este camino, probablemente termines en blogs de descarga directa, programas de file sharing y leyendo Discogs más de lo que se supone es sano, esta perspectiva no es otra cosa que mágica: la noción de que hay un universo ahí afuera y que está casi todo por ser descubierto en la época del «está todo inventado» y del «está todo en internet» es bastante mágico.

Perdón si te agregué una obsesión nueva. Esta me pareció que valía la pena.