Míralos MorVIP 33
La magia del cine regional
Por Santiago Calori
El otro día estaba revisando unas revistas viejas y me volvió un nombre que hacía años que no recordaba: el de Jim Van Bebber.
No, no hace falta que sepas quién era, pero si fuiste lector de revistas de cine bizarro yanquis en los años noventa, era un número puesto. No había ejemplar de Psychotronic o Shock Cinema o similares en las que no hubiera un anuncio de sus películas.
Películas que producía y vendía él mismo por correo y que los argentinos pudimos ver en ediciones pirata de las copias gallegas dobladas de Manga Video en algún momento de los años noventa.
Una de esas era, en su título castizo, Gore en las calles que en realidad se llamaba Deadbeat at Dawn (1988).
¿Va a ser este uno de esos newsletters donde hablo largo de una película olvidada y oscurísima? No precisamente.
Este va a ser un newsletter donde el recuerdo de una película que ni siquiera deberías buscar trae consigo la importancia de un tipo de cine en la historia del ídem.
Porque Deadbeat at Dawn fue filmada fuera de cualquier urbe que se pueda considerar cinematográfica: para ser más exactos en Dayton, Ohio, una zona sin estrellas de cine, limusinas, ni avant premieres.
La historia, podríamos decir si somos muy amables, se roba cosas de Los guerreros (The Warriors, 1979) de Walter Hill y de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) de Stanley Kubrick, y es bastante simple: el líder de una pandilla descubre que los rivales asesinaron a su novia y sale a buscar venganza.
Y lo que viene después es un desparramo de artes marciales, choques, nunchakus y gore filmado con el presupuesto de una de Campusano.
Y llegaste hasta acá y te estarás preguntando: «¿Pero qué quiere? ¿Que vaya a ver Deadbeat at Dawn?» Bueno, podrías: los años le han hecho bien y hay una edición preciosa retransferida en todo el HD que se puede esperar dando vueltas por ahí, pero no es necesario.
Si no vas a ser de lxs valientes, te cuento que tiene una violencia de dibujo animado, diálogos imposibles y cosas filmadas al límite de la capacidad presupuestaria.
Ninguna sorpresa.
Lo que quizás sí te resulte una sorpresa sea esta aseveración: Deadbeat at Dawn es cine.
Cine en el sentido más primitivo y estricto de las cosas: el cine que Hollywood hacía como una aventura y no como un negocio. El cine de pre Código Hays, pre grandes sueldos, pre grandes presupuestos y sobre todo pre «Che, nos fundimos.»
Y es ese approach desprejuiciado a algo que teóricamente se hace «así, así y así» lo que hace que la película de Van Bebber pase a formar parte de esas indies que lograron perforar los confines de su destino predeterminado.
Bueno, ella no tanto, pero otras de antes sí. Y de eso venía a hablarte hoy, usando el recuerdo de Deadbeat at Dawn de muleta.
El cine yanqui tiene dos capitales bien claras: Los Ángeles y, bastante menos, Nueva York. En el medio está lo que ellos mismos denominan como flyover country, que traduciendo rápido sería: «eso que pasamos por arriba con el avión cuando vamos de una urbe a otra.»
Y fue de ese flyover country que salieron cosas que nadie podría ni empezar a entender. Cosas con las que Hollywood no pudo soñar y ni siquiera pudo comprar.
¿Suena interesante? Claro, porque lo es. Pero para entender el impacto del cine regional, vamos a tener que hacer un poco de historia.
Y nos vamos a tener que ir a 1948, más precisamente al fin del juicio el Estado contra Paramount, cuyos vericuetos merecerían una edición completa, pero que voy a resumir acá.
A partir del veredicto, los estudios de Hollywood dejaron de ser dueños de toda la cadena de entretenimiento: producción, distribución y exhibición. Si bien había un «circuito alternativo», el de ellos era mucho más poderoso.
La eliminación del monopolio hizo que aparecieran nuevas cosas y que los cine tuvieran la potestad de decidir qué película pasaban.
Si a esto le sumamos que los televisores estaban cada vez más presentes en los hogares y que estos mismos a veces pasaban películas, la oferta del cine tenía que ser más y más espectacular.
Y lo fue con el Cinemascope, el Sensurround y miles de inventos más, pero lo fue más aún con la aparición de títulos que ni en pedo: a) se hubieran visto en cines antes y b) hubieran sido pasados por la tele.
Con un Código Hays a punto de dar las hurras y que ya nadie respetaba, esa «tierra de nadie» no tardó en poblarse de aventureros hermosos que filmaban películas en cualquier otro lugar menos Los Ángeles.
Así fue como a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta aparecieron David Friedman (que ya venía haciendo películas de campos nudistas) junto a Herschell Gordon Lewis con Festín de sangre (Blood Feast, 1963), o Doris Wishman (de quién ya hablé muy al principio de estos envíos, con la saga de «Chesty» Morgan) o los primeros esfuerzos de Russ Meyer como The Immoral Mr. Teas (1959) o Wild Gals of the Naked West (1962).
Bueno, hasta acá exploitation absolutamente comprensible: había un mercado, vamos a venderles entradas de cosas que no podían ver de otro modo.
Pero esperá, que en ese mismo circuito pasaron cosas realmente importantes. Cosas que solo podían pasar en ese extraño off-Hollywood.
Como parte de esas películas que producía cualquiera con un poco de presupuesto de sobra aparecía la primera (y única) película como director de Herk Harvey, El carnaval de las almas (Carnival of Souls, 1962).
El carnaval de las almas es, hoy por hoy un hito del cine de horror, además de una película que existió de pura casualidad: Harvey, un director de películas educativas convenció a sus jefes que le prestaran plata para hacerla, filmándola en Salt Lake City, Utah y en Lawrence, Kansas.
Y claro que Harvey no fue el único, pero si fue el primero. Sin ir más lejos, en la otra punta del país, un joven que también hacía películas industriales y educativas vio en El carnaval de las almas una forma distinta de hacer las cosas.
Vivía en Pittsburgh, se llamaba George A. Romero y su primera película iba a cambiar la historia del cine para siempre: se llamaba La noche de los muertos vivientes (Night of the Liging Dead, 1968).
La noche de los muertos vivientes fue un éxito de menor a mayor: empezó a pasarse en autocines y piojeras y no tardó en suscitar el interés de salas con mejor alfombra.
Y casi como en la escena de La noche de las narices frías (One Hundred and One Dalmatians, 1961) la señal no tardó en llegar a otros directores en otras cuidadas pequeñas.
Ah, no te esperabas esa cita ni en pedo, eh.
Y así fue como en pocos años aparecieron Wes Craven en Westpoint, Connecticut con su Pánico a medianoche (Last House on the Left, 1972), Tobe Hooper en Austin, Texas con El loco de la motosierra (The Texas Chainsaw Massacre, 1974), John Carpenter en South Pasadena, California con Noche de brujas (Halloween, 1978) y Sam Raimi en Morristown, Tennessee con Diabólico (The Evil Dead, 1981).
A varios de estos nombres, Hollywood los terminó convenciendo a la larga, es verdad, pero nunca pudieron, incluso muchas veces haciendo peliculones, volver a la energía de esos esfuerzos independientes. También es cierto que Hollywood remakeó a todos los títulos citados más arriba. El resultado fue el mismo.
El único irreductible, casi como la aldea gala de Asterix fue Romero, que se quedó filmando en Pittsburgh sin importarte mucho nada: «Viví en Los Ángeles la sumatoria de unos tres o cuatro años haciendo postproducción de mis películas. Está llena de malas influencias. De repente todos están usando el mismo material virgen o la misma técnica. Cuando apareció el Steadicam, por favor. Hay tantas influencias que todas las películas terminan siendo iguales.»
Hace un rato citaba una de Disney y hablaba de una señal que le llegaba a directores en todas partes de Estados Unidos. Esa misma señal le llegó a Jim Van Bebber cuando decidió filmar Deadbeat at Dawn en Dayton, abandonando la universidad (quizás un poco antes de tiempo) e invirtiendo sus ahorros y fines de semana de cuatro años en filmarla.
El resultado, a diferencia de los grandes nombres que tiré algunos párrafos atrás, es una película menos importante, pero igualmente viva.
Podríamos discutir en vano si es «buena» o «mala» y seguramente nunca lleguemos a un acuerdo, pero quizás moncloemos en que es única e idiosincrática.
Y eso, en una época donde la única idiosincrasia posible es la de los grandes estudios, donde todo deja de tener filo (y gana mucho brillo) durante períodos de tiempo que se extienden mucho menos que el reinado del la campera de jean con corderito, pasa a ser un acto heroico de proporciones épicas.
Es por eso que, como si se tratara de un episodio de He Man con moraleja, te digo: andá a ver o no veas nunca Deadbeat at Dawn, no importa. Pero siempre tratá de buscar, encontrar y consumir «las otras», porque «las de siempre» siempre tendrán un tendido enorme de oligofrénicos repitiendo gacetillas en redes sociales que, capaz, te pueden llenar de maleza el camino a la felicidad cinéfila.