Míralos MorVIP 50
La crítica canalla
Hay películas que reciben un largo tiempo después la justicia de una “puesta en valor” de sus cualidades; los motivos son diversos.
Sucedía en la época del VHS que un lanzamiento en ese formato despertaba un interés que no existió en el momento del estreno en salas de cine. Las nuevas generaciones, en muchas oportunidades, se encargaron de rescatar películas que siguieron un curso lineal de la proyección al olvido.
76 89 03 (2000) no fue rescatada, todavía permanece ahí arrumbada más allá de alguna mención que muchas veces nace de aquellos que la hicieron o que pertenecen a su círculo. Por supuesto que tiene sus fanáticos que recitan muchos diálogos de memoria, sin embargo el status de “película incomoda” lo tiene tatuado en la frente.
“Abrir hilo” sobre las razones de la marginación de 76 89 03 en los canales de distribución sería largo, tedioso y, hasta redundante, pero se podrían mencionar dos puntos: su realización por fuera del INCAA y la ausencia de una Cinemateca que preserve nuestro patrimonio audiovisual.
76 89 03 es una película problemática, incómoda y necesaria. El contexto del cine argentino en el 2000 estaba direccionado exclusivamente al Nuevo Cine Argentino (etiqueta de la que todavía se pelea la autoría, qué decir sobre eso). Un tipo de cine que venía a romper los modos de producción ya vetustos e inviables para películas medianas y chicas. Por supuesto que el NCA no tenía la culpa sobre una ausencia de diversificación, más allá del fenómeno de un incipiente recambio generacional de realizadores que representaba.
La aparición de una película alejada de las características y temáticas como fue la ópera prima de Cristian Bernard y Flavio Nardini (ambos provenientes del mundo de la publicidad) provocó una sacudida inesperada entre las partes: el público (la parte que más la celebró), la propia industria (que la ignoró) y la crítica (habrá un apartado que se ocupará de esta pata).
La cinefilia escondida
Entrarle a 76 89 03 por el costado de la moralidad, como consecuencia de la temática abordada, es lo más simple y cómodo. Pensar la película desde el ejercicio cinéfilo que obliga a hacer supone una empresa más compleja.
Es raro, pero a gran parte de la crítica le molesta repasar películas, por más que no lo admita. El gran velo que tiene esta primera película es que sus realizadores provienen de la publicidad, un barrio de la cinematografía al que todos temen poner un pie porque sería “venderse” literalmente. Hay casos que inclinan la balanza del prejuicio cada vez que se presentan antecedentes de un director que llega a hacer su primera película, cuando un año antes estaba encuadrando un plano detalle de un paquete de fideos. Las miradas de reojo sobre Bernard y Nardini acerca de sus pasados descuidaron las citas, referencias y homenajes al cine de los 70 (y sus realizadores) que 76 89 03 proponía por debajo de la superficie más superficial por la que casi todos se preocuparon.
La aparición del Technicolor convirtió involuntariamente al blanco y negro en una decisión estética narrativa. Utilizar ese formato, desde entonces, ya no se trataba de “es lo que hay” sino que obligaba, en cierta forma, a justificar la decisión de un director. Quizás el caso más famoso de esto sea el de Alfred Hitchcock con Psicosis (Psycho, 1960) intentando morigerar una posible censura por la secuencia de la bañera.
Lejos que esto se transforme en una disertación sobre fotografía (que nadie pidió) retomemos 76 89 03, en la cual el blanco y negro representa un sentido tridimensional: la representación atmosférica del contexto de la hiperinflación de 1989, la mugre que recubre a los tres personajes principales y la cinéfila.
En este último punto la reminiscencia, principalmente, es a esa fotografía de La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) realizada por Stephen H. Burum, uno de esos DF silenciosos que hicieron de todo (y bien). Este largo cordón de referencias tiene un sentido; nada de ello se mencionó cuando 76 89 03 fue estrenada y aquí no se pretende posicionarse en un lugar de superioridad interpretativa sino de señalar la curiosa coincidencia de que en las lecturas sobre la película prevaleció, de manera exclusiva, que el blanco y negro se debía a fines efectistas de corte publicitario.
Si nos desplazamos hacia las aguas narrativas la referencia a Después de hora (Afterhours, 1982) se materializa casi sin pedirlo. Al igual que el yuppie interpretado por Griffin Dunne, los tres perdedores Dino (Sergio Baldini), Paco (Diego Mackenzie, nuestro John Cazale) y Salvador (Gerardo Chendo) patean una noche en una ciudad desierta y peligrosa. La que solo habitan los miserables en el contexto de 1989 en Argentina. Tampoco esa referencia, que parece más evidente que la fotográfica, fue mencionada por cierta parte de la crítica obnubilada por directores de moda y de los que hoy ni se acuerdan el nombre. La memoria, en quien escribe, empieza a roer algunos frames pero en algún programa de radio, un sábado por la mañana -para más precisión- el querido y denostado (en su momento) Aníbal Vinelli sí había advertido en esa película de Scorsese para señalar una conexión posible.
Los diferentes niveles que atraviesa este trío también pertenecen a esa estructura de la película de Scorsese; cada encuentro supone un acercamiento más al objetivo pero, irónicamente, los aleja cada vez más. En ambas historias el objetivo es la calentura por una mujer, aquí es una crónica y patológica porque se trata de una obsesión. Wanda “Sifoncito” Manera (Sol Alac) es la excusa que mantiene unida la amistad entre ellos, es el motor de auto al que le cuesta avanzar sin quedarse en el medio de la calle pero también es una reconfiguración sobre partes de diferentes mujeres del mundo del espectáculo, sus costados frívolos y los rumores que las rodearon. Es en la “zanahoria” que persiguen donde Bernard y Nardini saludan a Scorsese para separarse en la construcción de un camino propio.
Tres para la aventura
La película plantea un hecho mágico: el hallazgo de un bolso lleno de cocaína en el baúl de un auto equivocado. La merca será la moneda de cambio y es ahí que se presenta el personaje de Rudy “el Rey de la noche” (¿el mejor personaje de la historia del cine argentino?) interpretado por el siempre distinguido Claudio Rissi. El capítulo de El rey de la noche es el más celebrado y, a la vez, el más polémico.
El segmento introduce a Rudy como un RRPP estereotipado de la noche porteña que a fuerza de verborragia domina la secuencia, en las que las barbaridades se agolpan en los oídos para acompañar algunos de los momentos de mayor incomodidad de nuestro cine. Rissi es un torbellino que no respira, su personaje atraviesa estados sin escalas; de la euforia desbordada al bajón cuasi infantil, pasando en el medio por un perfil de “pesado” o “loco malo”.
La aparición de “la nena de Rudy” (Laura Melnizki) haría que la película hoy estuviera cancelada para siempre en el cofre de las obras infames pero, como algún profesor al borde la jubilación alguna vez dijo: “La docencia es un hábito que nunca hay que abandonar”. Melnizki, en el momento de la película era mayor de edad pero hace de una menor que toma merca, que muestra las tetas y hasta instiga a Rudy a matar a Dino (en el momento de mayor delirio de la historia) cuando descubre que Salvador calza mocasines sin medias, hecho que provoca un brote psicótico en El rey de la noche porque «mocasines sin medias es típico de la yuta.»
Más allá de los diálogos, la duda sobre “la nena de Rudy” con respecto a su edad está instaurada a partir de un “teléfono descompuesto” y la paranoia de Paco y Salvador, que nunca toca la puerta de Dino porque como dice Rudy cuando lo pesca mirándola libidinosamente: “Estás caliente como pedo de oso”. La mirada es todo en el cine, no solo en la realización sino también en la lectura argumentativa. Sí, llegaremos a ese puerto de muelle con maderas podridas llamado: la crítica.
Más cerca más lejos
En las comedias negras no solo la incorrección marca la línea narrativa, sino que también lo hace una progresión falsa desde el punto de vista de los personajes sobre el logro de sus objetivos.
Mientras el avance parece lineal y sin asperezas, por debajo hay señales de alerta que los personajes ignoran. Muchas veces presagios, otras tantas simples corazonadas desechas que se transforman en realidad cuando es demasiado tarde para recomponerse. Pensemos en Fargo (1996): los dos personajes que creen tener todo para triunfar son los que muerden el polvo de manera más feroz; Carl (Steve Buscemi) es un delincuente de poca monta que habla más de lo que hace y eso lo lleva a pensar que tiene todas las situaciones bajo control. En cambio Jerry Lundergaard (William H. Macy) es un empleado de ambiciones desproporcionadas que solapa un plan dudoso con uno delirante.
En la negación de la realidad se halla una razón para el avance de las historias de este tipo, en las que el verosímil se tensa pero que de otra forma terminarían ante la primera situación de coherencia.
76 89 03 tiene en Dino a su Carl de Fargo, pero contorneado por el resentimiento de un exponente de la clase media que no pudo entrar en la fiesta de pocos que resultó la hiperinflación. La frustración (y aspiración todavía) por ser parte de esa casta de ladrones y ventajistas lo motiva a emprender este viaje por la noche más podrida; un ecosistema que solo visita de turista sin poder habitarlo de forma permanente. A la vez es un pobre diablo que no puede sumar 2+2, más allá de su prepotencia y altanería que parecen resolver todos los problemas. Cierto es que son sus dos contactos los que ponen en marcha el plan de conseguir una noche con Wanda Manera, como regalo para Paco en su despedida de soltero pero que se traduce en tachar esa asignatura / obsesión pendiente de los tres.
Luego de dejar a Rudy, llega el momento de la transacción final (al parecer) para “conocer” a Wanda. Simón Movicom, otro espécimen de la fauna nocturna, es un cafishio de las estrellas que actúa en forma de enlace. Más cerca más lejos. Si Simón Movicom es la última instancia de sorteo para la meta final también es un problema nuevo e imprevisto. La paranoia inflacionaria, ese mal intangible de la época aparece en forma de conversión de australes a dólares, que es la única moneda que acepta Wanda. ¡Tan lejos, tan cerca!
La instancia final es la del desastre. El “arbolito” (el enorme locutor Luis Albornoz) que les va a cambiar los australes por dólares es, nada menos, que ese monstruo más grande que se come a los monstruos más chicos. Algo similar sucedía en el primer final de Nueve Reinas (2000) cuando Marco (Ricardo Darín) y Sebastián (Gastón Pauls) llegaban con el cheque al portador a un banco que ya había levantado todos los activos para fugarse del país. La idea de un mal o estafador más grande que se los devora sin piedad es un lugar común pero siempre efectivo para esta clase de relatos. Por si era necesario, en 76 89 03 no hay personajes nobles porque no es posible dentro del mundo que proponen los directores, ¿por qué pedirle a una película negra de humor corrosivo que aclare que no es celebratoria sobre los temas y modos que formula a través de sus personajes?
Simpatizar o demonizar
El derrotero del sueño llega a su fin, en forma de profecía autocumplida de todas las paranoias de la época: drogas, hiperinflación y estafadores más vivos que uno. Todo prestos a derrumbar de un soplido con las aspiraciones de un progreso que no llega, casi siempre por culpa de los demás, como lo deja marcado Dino, en el mejor insulto de la historia del cine, en el oído del Negro Albornoz después del robo en las escaleras del subte.
El desencanto de la ilusión rota podría generar una simpatía por estos seres, allí reside otro tipo de miedo; el de un espectador incómodo pero que en el repaso pueda sentir culpa por reírse de algunas situaciones y/o diálogos. Un proceso de identificación fiel con Dino, Paco y Salvador o cualquiera de los personajes secundarios ya estaría en el orden de lo patológico o de revisión sobre los pensamientos y conductas individuales. Reírse de los personajes y querer que les vaya bien son dos ideas que pueden rondar en la cabeza sin el temor de caer en una autocensura moral.
Lo importante es poder discernir entre la simpatía por un personaje creado para una película y la reprobación por un ser de iguales condiciones en la vida real.
Si a la ficción le pedimos una representación del orden de lo verdadero estamos ante un problema conceptual básico, como consecuencia no se puede avanzar a una discusión del orden de lo representacional que implica un anclaje en la realidad pero en el que entran a jugar las variables del verosímil. Ni siquiera el posicionamiento desde una perspectiva de la aprobación / reprobación es acertado para pensar 76 89 03, porque si es necesario decir que una joven de 14 años tome cocaína y sea puesta como objeto sexual está mal es que lo que está mal es la aclaración. En general ese grito proviene de alguien que está urgido de levantar esa pancarta y no por una búsqueda didáctica cargada de buenas intenciones.
La obstinación de Dino tiene una última vuelta en el 2003, el tramo final de la aventura. El techo de lo absurdo y lo incorrecto se rompe para traspasar a un secuestro, a una toma por asalto de la obsesión fallida en su materialización catorce años antes. Por supuesto que las lecturas sobre la película ignoraron a Wanda Manera como un símbolo corpóreo de la Argentina aspiracional que veía un grupo importante de los ciudadanos de este país, el cual votó dos (y hasta tres) veces por una salida fácil, la cual era la distorsión de la pizza con champagne. Si bien 76 89 03 fue realizada en 1999 no era disparatado pensar que por aquellos años circulaba ese mismo aire de frustración y desencanto que carcome a Dino. El secuestro de Wanda es el punto final del ciudadano común que se hartó de ver como todos (según él) triunfaron por lo que no le queda más remedio que romper, finalmente, con todas las reglas.
Ahora, ¿es esta una mirada justificadora de Bernard y Nardini sobre este tipo de personajes? En absoluto. ¿Es 76 89 03 una radiografía de la realidad? Menos aún. ¿Es una película de género como nunca se había hecho en este país? Claro. Y ahí radica otra cuestión sobre qué y cómo mirar. Más allá de las ideas elaboradas de una crítica (me incluyo, claro) la ópera prima de Bernard y Nardini puede verse y disfrutarse sin el análisis ni el criterio de un espectador más preparado (un casillero que no siempre completa un crítico).
La función de una crítica que pretende acercar las películas a un público no es decodificar un secreto sino ofrecer una mirada que se complemente a la del espectador para generar un entretejido de ideas y lecturas más que para exponer un saber. Ni hablar de restringir un acceso, característica que tienen muchos exponentes de la profesión y que no buscan disimular ni un poquito. Ahora sí, hablemos de esas miradas que tuvo 76 89 03 en su momento.
La crítica destructiva
Hubo un tiempo en el que la crítica y el “boca en boca” podían torcer el destino de una película, para bien o para mal. Esto ya no sucede. En el mismo año de 76 89 03 otra ópera prima, la ya nombrada Nueve reinas de Fabián Bielinsky, tuvo en la crítica un espacio para el abrazo y la aceptación inmediata, con justicia porque no había manera de desconocer -cuanto menos- el valioso esfuerzo de un director novato (aunque no en la industria) de hacer algo distinto. Aunque paradójicamente eso “distinto” no fuera más que una película de estafadores bien filmada y fotografiada con personajes entrañables, con una música perfecta y en tres actos. Todo esto que desde el cine de Hollywood nos parecía normal, aquí en Argentina nos resultaba una rareza total. Esta contradicción sí representa un estado de la época del cine argentino, que sorprendía con un cine de género mientras festejaba todas las películas contemplativas for export para los festivales. El binarismo “bien / mal” no aplica para las películas, ni para una industria. En ese problema no repararaon nuestros hombres en Cannes y demás festivales europeos; el cine de género no anula el cine de festivales. Lamentablemente muchos críticos se encargaron de armar peleas infantiles al respecto.
Ahora, es vital señalar que por cada diez películas que presentaban a “Rulo toma mate” aparecía solo una de delincuentes o malandras de oficio, sin la cuota de la radiografía social como postal natural de aquellos tiempos. Lo más extraño de todo es que esos estafadores, ladrones y todas esas etiquetas que Darín enumera en Nueve reinas (2000) convivían en el mismo contexto de desastre socioeconómico que el Rulo de Mundo grúa (1999) pero por alguna razón había un mayor mérito en retratar a ese hombre sentado al pie de una obra tomando mate que a un hombre (mujer, ni hablemos) de moral más dudosa en búsqueda de una salida, o que solo fuera ladrón de oficio y punto. El éxito de Nueve reinas está en la solidez y fortaleza de acero que tienen los géneros que desacomodan, en muchas oportunidades, a esas lecturas moralistas de manual. Precisamente, de allí no pudo escapar 76 89 03.
El texto de Silvia Schwarzböck (en El amante n°98) parte de una conjetura que transforma raudamente en afirmación y es la siguiente: los realizadores son directores de publicidad, entonces todo en la película es parte de una maquinaria del marketing y por ello es que sus engranajes pertenecen a una construcción sobre los lugares comunes de la venta de un producto o un servicio. Incluso, hay una apuesta mayor en su mirada que es que los realizadores son los culpables del auge de cierta publicidad en los 90, al referirse sobre: “Fórmulas persuasivas inventadas por creativos publicitarios al servicio de la prepotencia y los valores retrógrados de las empresas líderes”.
En ese prejuicio ante los antecedentes laborales de Bernard y Nardini se apoya la tesis de Schwarzböck sobre una ecuación simple y llana de estos protagonistas representan la mirada de los directores, ergo son ellos mismos. Peor resulta la lectura de Quintín cuando deduce que los personajes son espejos de los que hicieron la película, porque uno de los personajes es hincha de Racing como lo es Nardini. El mismo criterio podría usarse en Haz lo correcto (Do the Right Thing, 1989) cuando un personaje aparece con un gorrito de los New York Knicks para decir que ese es Spike Lee porque es hincha del mismo equipo. Sí, en un momento en El amante se centraba la inteligencia de la crítica argentina, que tuvo sus meritos de acompañar al Nuevo Cine Argentino, aunque algunx de ellos sin ponerse colorados casi que se jactan de que no hubiera existido tal fenómeno sin las páginas de la revista.
Si regresamos a la crítica de Schwarzböck encontramos este fragmento sin desperdicios:
“Salvo que un varón no salga de ese círculo por el resto de su vida, el pensamiento de pandilla es una etapa casi normal. Pero los protagonistas siguen en esa tesitura siendo adultos y los directores no toman distancia de ellos en ningún momento. La idea de que solo una puta sabe hacer una fellatio, hoy por hoy, únicamente podría sostenerla un varón incapaz de obtener sexo oral salvo pagando.”
¿Cuál sería la distancia de la que habla? ¿Presentar a otro personaje con un diálogo que se les oponga señalándoles lo inmoral de sus actos? En ese didactismo que pide en cierta forma está el meollo de las críticas negativas al cine argentino de los años ochenta que se propagó hasta mediados de la década siguiente. Justamente, el NCA que tanto celebraron desde esa redacción es el que rompió con los postulados escolares sobre temas importantes, el costumbrismo excesivamente moralista o las comedias más llanas, misóginas y mal filmadas.
De la misma forma que Schwarzböck presenta una supuesta ausencia de toma de distancia sobre los temas, situaciones y acciones deleznables de los protagonistas podría preguntársele dónde encontró ese ánimo aprobatorio que los directores tienen sobre todas estas cuestiones. La inclinación de una mirada sobre las películas es la que permite tomar esa distancia, una verdadera que reside en el tono que la propia historia construye. El bestiario de miserias que expone como catálogo 76 89 03 no es orgánico ni reflejo de una realidad, es una construcción ficcional. Sí, es básico y hasta me da cierta vergüenza escribirlo así pero no hay otra manera de articularlo. Bueno, hay un nivel más humillante. Si a Schwarzböck no le molestan las películas de mafiosos de Martin Scorsese, o de cualquier otro director, entonces incurriría en una contradicción argumentativa. Bajemos al segundo subsuelo de su lectura moral: ¿es Scorsese un apologista de la mafia por retratar a hombres como Henry Hill, que en la primera frase de Buenos muchachos (Goodfellas, 1990) dice: “Ser un gangster es mejor que ser el presidente de los Estados Unidos”? Y así podríamos ir hasta Obreros saliendo de una fábrica (La Sortie de l’usine Lumière à Lyon, 1895), o casi.
Estamos de acuerdo que no es una cuestión de gustos, y aquí las observaciones son sobre los argumentos esgrimidos sobre la película. Muy lejos está la discusión de “me gustó o no me gustó”, el gran problema del texto de El amante es agregarle elementos cuestionables a una película cuando no los tiene.
Porque no todo es desolación en la crítica, está el texto de Fernando Martín Peña en el editorial del n°42 de Film. Como bien señala allí el autor:
“En cambio sé que hay conductas como las que describe el film (en uno, en los otros, en mayor o en menor medida) y que no se las conjura mirando para otro lado ni omitiéndolas de la representación.”
Sería en vano intentar una discusión de este tipo, cuando en la crítica de El amante no se puede diferenciar una construcción ficcional de otra que no lo es.
Como también señala Peña, en el mismo número de El amante en el que se destruye a 76 89 03 se publica una crítica de Quintín muy elogiosa a Plata quemada (2000) de Marcelo Piñeyro. Un director que en en los años noventa era el más mainstream de todos pero que, hábilmente (por mérito propio o de otro tipo), la crítica le esquivaba el acto de pegarle a su obra el sticker de “cine industrial de los 80”. En ese texto el hoy productor de documentales contemplativos que solo pueden verse en algunos festivales, le destaca a la película de Piñeyro una cualidad de “saludable audacia” por retratar a esos ladrones de banco que se “transforman en guerreros, en símbolos de la máxima comunión masculina”.
Ni siquiera hablemos de lo mal que envejeció Plata quemada, que no solo fue un módico éxito en su momento sino que no tuvo ni un mínimo pulso de segunda vida en el mercado del DVD o en la TV por cable, incluso me animaría a decir que no se encuentra en los servicios más populares de streaming.
La película de Cristian Bernard y Flavio Nardini adquiere un valor mayor con la distancia temporal. Si bien la idea de ganadores y perdedores es reduccionista puede pensarse en esos términos, 76 89 03 está disponible en Youtube, mientras que los ideólogos de la crítica canalla, que alguna vez se cereyeron el faro de una profesión, hoy hay que ir a buscarlos al baldío de las redes sociales.
El buen cine siempre encuentra su camino.
José Tripodero es divulgador, becario, investigador y docente. Es de esos que escriben de películas con el marco teórico con el que hay que escribir y una de las pocas voces de la razón que quedan dentro del panorama de crítica local. Si me apretás un poco, es de los dos o tres que leo con ganas.
Actualmente escribe en A sala llena, conduce Cine Continuado y Sucesos Argentinos junto a Vicky Duclós Sibuet, además de preparar un esperadísimo documental sobre las aventuras de Roger Corman en suelo argentino.