Míralos MorVIP 47
Intervención divina
Por Santiago Calori
Gran parte de los mecanismos narrativos que llegan hasta nuestros días tienen un origen común y lejano, tanto geográfico como temporal: vienen de Grecia y de decenas de siglos atrás.
No te estoy diciendo que el mejor libro de guion sea La poética de Aristóteles, pero la verdad que sí. El mejor libro de guion es La poética de Aristóteles, o por lo menos el único que no te da una fórmula ganadora para que ganes un millón de dólares, generalmente escrita por alguien que el millón de dólares lo ganó dando fórmulas milagrosas en base a guiones de otros y no escribiendo películas.
La poética, digamos todo, es una lectura un poco árida. No es que lo vas a agarrar y encarar un domingo que justo no tenías serie en Netflix y vas a salir aprendido, pero el esfuerzo vale la pena.
Los griegos tenían montones de teorías (muchos de ellas presentes en el libro de Aristóteles, otras no) que les iban apareciendo a medida que el teatro se iba desarrollando, por aquel entonces, en una fase de “prueba y error.”
El mecanismo narrativo del que me voy a ocupar hoy dista mucho de ser sofisticado, es más bien una curita que intenta salvarte de una puñalada.
Porque, como te habrás imaginado, escribir es meterse en problemas. Problemas que, a veces, no tienen una solución racional posible.
La vez pasada hablábamos de la suspensión de la incredulidad, de sus límites y de cómo «menos es más» cuando se trata de poner sal a la historia que estamos contando.
O viendo, que para el caso es lo mismo. No es estrictamente necesario que alguien se interese por el guion solo para dedicarse a eso. Saber de narrativa y estructuras y mecanismos nos hace mejores espectadores. ¿Pretendo que salga algún guionista de todo esto? Claro que no: sí pretendo que salgan espectadores más despiertos.
Porque, con la misma pasión con la que le hacemos una carpeta de la SIDE con IMDb a cada película que vemos que apareció en Incas y Torrent para bajar, deberíamos «carpetear» con la narrativa de todo lo que vemos.
Así es cómo nos vamos a dar cuenta que cuando te dicen «tenés que ver tres capítulos para engancharte» con una serie, en realidad lo que te están diciendo es que dejes que transcurra el primer acto hasta el plot point, sin citar a ningún griego ni nada.
Pero volviendo a ellos, lo que los griegos sostenían (y creo que algo de esto hablé en el especial navideño con John McClane del año pasado) era que los espectadores reaccionaban mejor a las historias que tenían un comienzo, un desarrollo y un cierre, una forma primitiva de hablar de los actos que han gobernado a las películas desde sus comienzos.
Dicho todo esto, existen formas y formas de lograr esa estructura de tres actos. Las hay más loables y entretenidas (una película donde todo sucede porque tiene que suceder, donde cada cosa que se muestra es por algo, como podría ser el caso de ¿Duro de matar (Die Hard, 1988)? Bueno, justo me vino el ejemplo a la mente) y otras que, bueno, las cosas están más «puestas».
Y es justamente cuando las cosas se pasan de «puestas» y se hacen inverosímiles que se suele decir que estamos ante un deus ex machina.
Los griegos habían acuñado el término frente a ciertas obras de teatro donde, al no encontrarles un final acorde, hacían que baje un dios al escenario y solucione los problemas.
El deus ex machina es el patrono de los guionistas perezosos y, en general, está peor visto que la filmografía de Uwe Boll.
(Mirá si andaré conciliador que no dije Zack Snyder.)
Hay deus ex machinas en películas que nos gustan, pero son justamente los deus ex machinas los que nos ayudan para tirarle tierra a las que no.
«¿Pero qué diferencia hay entre una película donde un tipo vuela y un deus ex machina?»
Excelente pregunta, qué bueno que la hiciste: que alguien vuele, o sea vampiro, o haga cuentas muy rápido o lo que sea, es todo parte de la suspensión de la incredulidad que, ya dije la otra vez, es aceptable siempre y cuando «el hecho mágico» esté consensuado y sea uno solo.
El problema no es que el tipo vuele: el problema es que, como sucede justamente en Superman (1978) de Richard Donner lo haga tan rápido que lleve el tiempo para atrás. Esa regla no escrita, que funciona como una puñalada traicionera al espectador es la que constituye un deus ex machina y que todos los que estemos en la sala nos sintamos, como mínimo, estafados.
En síntesis, el deus ex machina no debería existir, deberían existir las reescrituras. Por desgracia, es muy probable que los puedas identificar en películas que incluso te gustan, ni hablar de las series.
Ni hablar de las series. No estamos acá para hablar de ellas, te habrás dado cuenta.
¿Y a dónde quiero ir con todo esto? A contar una breve pero hermosa historia, claro.
Para principios y mediados de los años sesenta, y tras el éxito de la por cierto muy buena La cigarra no es un bicho (1963) de Daniel Tinayre, en nuestro cine se habían puesto de moda las películas de lo que en esa época se llamaban «hoteles alojamiento», que hoy conocemos como «albergues transitorios.»
El género tuvo, en manos de los exploitators locales clásicos, varias rendiciones a lo largo de las ¡décadas! llegando hasta los años ochenta.
Las películas eran generalmente corales y una seguidilla de sketches con personajes de la televisión y el teatro de revista, los que por un hecho fortuito, debían quedar encerrados en cuarentena en un lugar en el cual «nadie estaba.»
Claro que, después de un par de intentos y ningún invento, la gente se empezó a aburrir de la fórmula y los productores tuvieron que pensar ideas nuevas para atraer espectadores.
Hace su entrada Emilio Vieyra. Por si nunca oíste hablar de él, deberíamos llamarlo «nuestro Jesús Franco» aunque a él le hubiera gustado que lo llamemos «nuestro Roger Corman.»
Viendo la posibilidades que tenía a mano, Viyera decidió hacer una secuela de una película que, por su cambio de locación, había sido muy exitosa que era Villa Cariño (1967) de Julio Sarraceni.
La brillante idea no era más que correr la acción del por entonces llamado «hotel alojamiento» a lo que por aquel entonces se conocía como «Villa Cariño», un predio donde la gente iba, estacionaba el auto y, bueno, cosas.
Así fue como estrenó al año siguiente Villa Cariño está… que arde (1968), una película que quizás no recordemos cuando hagamos un balance del cine local del siglo veinte, pero que tenía un deus ex machina bastante fantástico.
Vieyra se había metido en un problemon: ninguna de las historias que contaba la película «terminaban» realmente. El episódico le había jugado una mala pasada. Y fue ahí, justamente ahí, que decidió recurrir a la fórmula griega.
Y ahí fue cuando decidió agregar un incendio que llegaba y atacaba a todos los protagonistas del film. Pero hay una más: para el final de la película, descubrimos que todo eso que estuvimos viendo no era más que el sueño de un vagabundo.
Mirá si voy a ser yo el que te diga que vayas a ver Villa Cariño está… que arde, habiendo películas de Vieyra mucho, pero mucho mejores, como La venganza del sexo (1969).
¿Te estoy diciendo que la vayas a ver? No, sería incapaz.