Míralos MorVIP 57
La mujer y el cine*
Por Santiago Calori
* Quizás resulte increíble para las nuevas generaciones, pero el Festival de Mar del Plata hasta no hace mucho tenía una sección con ese nombre. Porque si había una buena forma de integrar algo que debería estar integrado de entrada, era ponerlo aparte cosa de no mezclar. Esta extraña calificación de «anomalía» poco hizo por la integración pero, como se suele abrir el paraguas antes de que llueva, «era otra época.»
A riesgo de ponerme serio, el rol de “la mujer en el cine” —algo que se debate fuerte en los últimos años— no era un problema a principios del séptimo arte.
Muchos son los casos de directoras que hacían este trabajo a la par de los hombres, sobre todo en período más experimental.
Después, obvio, las cosas se pusieron más falocéntricas y coso así llegamos hasta nuestros días, donde a pesar de no haber una paridad, se ve —sobre todo en el cine de género o más extraño— una cantidad grande de directoras, muchas con propuestas súper interesantes. Basta con escuchar los Hoy Trasnoche de este año y los años anteriores para encontrar montones de ejemplos.
Lo cierto es que en el medio entre el «no había ningún problema en el cine mudo» hasta «la verdad que ahora hay bastante, por suerte» hubo un período de casi un siglo con un olor a huevo bárbaro.
Los casos de directoras mujeres se contaban con los dedos de una mano y, en muchos casos salvo por la querida Agnès Varda, tampoco entraban en la historia del cine. Y hasta no hace mucho se decía como un elogio que «Kathryn Bigelow filma como un hombre», incluso en medios de comunicación masivos.
Pero no estoy acá para hablar de eso. O sí. O no. O más o menos. Pero para poder desplegar toda esa precisión (?), vamos a tener que movernos en la línea de tiempo a finales de los años setenta, más específicamente al apogeo del cine slasher.
“¿Y qué tienen que ver las peras con las bananas?”
Bueno, un montón. Ya vas a ver.
Durante gran parte de los años sesenta, setenta y parte de los ochenta, la «puerta de entrada» —como ya vimos muchas veces en estos envíos— era filmar una o dos «baratitas» para Corman y llamar la atención.
Eso mismo hizo el personaje del que vamos a hablar hoy pero, se ve, que la cosa no salió como le había salido a sus compañeros (nótese el masculino.)
Hace su entrada en esta historia Amy Holden Jones que tenía, a mediados de los setenta, una carrera promisoria (la tuvo, de alguna manera, después), pero en ese momento parecía signada para grandes cosas. Recién salida de la universidad había sido asistente de dirección en Taxi Driver (1976) y fue el propio Scorsese quien se la sugirió a Corman como montajista.
Comienza una carrera en ese rubro, montando Hollywood Boulevard (1976) de ¿Allan Arkush? ¿Joe Dante? y algunas más hasta que a principios de los años ochenta recibió dos propuestas al mismo tiempo: la primera, ser la montajista de E.T., el extraterrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, 1982), la nueva película del ya exitoso Steven Spielberg y la otra, dirigir su primera película de la mano de Roger Corman. Con la mirada puesta en su carrera de directora, es que Holden Jones se decidió por agarrar la segunda.
Corman, que cuando veía que algo funcionaba decidía copiarlo en una versión más barata, le ofrece dirigir un guión de Rita Mae Brown (más de ella más tarde) que se reía de las convenciones del slasher e intentaba darlas vuelta para reírse un poco de algo que —si lo analizamos con seriedad— era un poco ridículo de entrada.
Quizás sea importante decir que Rita Mae Brown había sido, durante buena parte de los años setenta y ochenta, una militante feminista de segunda ola que criticaba duramente la no representación que las lesbianas tenían en la cultura y, sobre todo, en el cine.
Una representación que, cuando llegaba, generalmente estaba escondida de villanas, sobre todo en el cine de horror con vampiros, pero eso es para otro día.
Si bien Rita Mae Brown escribió poco para la pantalla grande, hizo un poco más en la televisión y terminó siendo una escritora de novelas policiales de relativo éxito.
La película, en su primera versión era, se dice, bastante más feminista de lo que terminó siendo, a pesar de que varios conceptos quedaron y pudieron permear en el producto final.
Holden Jones, al leer el material dijo que “Necesitaba una revisada” y ahí fue cuando comenzó una extraña guerra silenciosa entre ella, Mae Brown y el propio Corman. Este último, solo quería que le devolvieran la película más barata y cortatickets posible.
La postura de Corman siempre fue económica y nunca “de género”: no olvidemos que fue el mayor empleador de directoras mujeres en aquellos años, con varios grandes nombres en su haber (más de eso más tarde), entre ellas Penelope Spheeris (La directora de The Decline of Western Civilization (1981) y El mundo según Wayne (Wayne’s World, 1992), entre otras) que una vez dijo:
“La industria del cine es como un fuerte con todos estos tipos —y son todos tipos— armados que te dicen ‘No podés entrar.’ Pero Roger nos abrió la puerta a ese fuerte. Lo hizo porque le convenía, porque tampoco nos estaba pagando, pero siempre tuvo el instinto de saber a quiénes abrirle.”
Podemos pasarnos la tarde preguntándonos si Corman lo hacía por feminista o para achicar costos, pero, como bien dice Spheeris: abría la puerta.
Estábamos, demás, en la punta parábola del apogeo del slasher, donde una máscara, un objeto cortante, una escena truculenta y un par de tetas cada equis cantidad de minutos te aseguraban una buena taquilla.
Existía, a la vez, un elemento bastante paradojal en el slasher: era conservador —castigaba en general a los que tenían sexo—, misógino —las víctimas generalmente eran mujeres— y a la vez uno de los pocos géneros (junto con el demonizado —muchas veces con razón— rape and revenge) en los que se ponía a una mujer fuerte —con el invento de la final girl— en un rol donde no estuviera enamorada de o fuera el interés afectivo de y todas la combinaciones que se te puedan ocurrir de esas dos cosas. Pero eso, quizás, es para hablarlo más largo otro día: la diferencia entre Molly Ringwald y Jamie Lee Curtis era bien clara, pero el cine que estaba aceptado era el primero y el que se guardaba debajo de la alfombra el segundo.
El slasher, conservador y moralista tenía de todas maneras un océano de diferencia con el rape and revenge que nombro en el párrafo de arriba. Si bien la final girl era premiada por su virginidad y no haber sucumbido ante las tentaciones de la carne, había un Boca / River entre propuestas como Pánico a medianoche (Last House on the Left, 1972) o El loco de la motosierra (The Texas Chain Saw Massacre, 1974) y Noche de brujas (Halloween, 1978) o Pesadilla en lo profundo de la noche (A Nightmare on Elm Street, 1984).
Si bien el slasher se podía ver como una fábula moral lindante con la leyenda urbana de “Y, si no se hubiera puesto la pollerita tan corta….”, el ejemplo de Laurie Strode en Noche de brujas cambiaba un poco de panorama de la final girl y la hacía menos formulaica.
Y esto es, digamos todo, gracias a la colaboración de Debra Hill en el guión, socia con la que Carpenter después escribió La niebla (The Fog, 1980), donde también había una heroína mujer.
Pero volvamos con Corman un momento, Ya había habido directoras mujeres en el cine producido por Corman: el caso de Stephanie Rothman, responsable de Baño de sangre (Blood Bath, 1966), The Student Nurses (1970) y Vampiro de terciopelo (The Velvet Vampire, 1971) o Barbara Peeters, que había hecho Monstruos del abismo (Humanoids from the Deep, 1980), una película que tuvo tantos quilombos y un producto final tan extraño que merece un envío por si sola.
Y había habido ejemplos de directoras que habían hecho el crossover entre el horror y el cine para adultos inclusive fuera del dominio de Corman, como Doris Wishman y Roberta Findlay, de quienes ya me he ocupado en envíos anteriores.
Y volvamos con Amy Holden Jones, porque acá es donde termino hablando de Noches de insomnio (The Slumber Party Massacre, 1983), la primera de una saga de tres películas que tiene honor de ser la única en la historia del cine de terror escrita y dirigida por mujeres en una época donde, como dije antes, la cosa no era tan fácil.
Quizás no se note por el afiche—
— donde un grupo de chicas cortas de ropa son amenazadas por un asesino que, muy «fálicamente», les muestra un enorme taladro.
Porque, en definitiva, es la historia de un loco con un taladro que ataca a unas chicas en una pijamada.
La primera mitad de la película no varía mucho de lo que ya vimos otras veces, incluso el taladro que querían usar de «diferencial» frente a otros productos similares, ya lo habíamos visto en The Driller Killer (1979) del querido Abel Ferrara unos años antes.
La diferencia de Noches de insomnio estaba, justamente, en ese subtexto que había escrito Brown y que Holden Jones había hecho todo lo posible por conservar.
Porque la película, si estuviéramos escribiendo un paper, hablana en realidad sobre el horror de la invasión fálica en un cuerpo ajeno, desde la mirada queer de su autora.
“Ah, esto se puso para FSOC”
Y, un poco sí.
Porque, en definitiva, lo que hace la Noches de insomnio desde ese subtexto son muchas cosas a la vez: ser un producto de explotación que dejara contento a Corman, ir en contra de ese concepto “virginal” de la final girl, haciendo que muchas de las mujeres bellas y fuertes de la película sean sexualmente activas, además de introducir el concepto de una heroína lésbica, algo impensado en el cine género salvo que fuera bajo los confines de la maldad como expliqué más arriba.
¿Lo logró? Bueno, eso es para un debate más largo.
La película, seamos justos, no era precisamente una genialidad. Y no tuvo el recibimiento esperado ni siquiera entre los más ávidos del género. La principal condena no era a lo explotativo de la cinta. Como esas había miles en ese mismo día de estreno.
La principal condena, en ese momento, era a que una mujer lo estuviera haciendo. Casi como si los hombres no quisieran que se metieran con este territorio sagrado que habían podido conquistar. Lo más interesante que nos deja es justamente frente a lo mismo que nos deja el slasher, el género que pretendía parodiar: la paradoja.
Como dije al principio, quizás no sea una película que te mueras de ganas de ver, como dije al principio, pero sí una con una historia interesante. Tanto como para tener su propio documental: Sleepless Nights: Revisiting the Slumber Party Massacres (2010), que habla de esta y de las dos que vinieron atrás.
La gran pregunta de todo esto es: ¿ayudó Noches de insomnio a que apareciera un cine de horror hecho por mujeres?
La respuesta más simple es: no. Y la más compleja es: puede ser.
Los ejemplos inmediatamente posteriores también vinieron de la mano de Corman, con Sorority House Massacre (1986) de Carol Frank, Blood Diner (1987) de Jackie Kong y la saga de Stripped to Kill (1987) de Katt Shea.
Claro que, como en cualquier historia hay una excepción. Y esa excepción no vino de la mano de Corman sino de alguien que nombré al pasar más arriba: Kathryn Bigelow y la genial Cuando cae la oscuridad (Near Dark, 1987).
Los años que siguieron a Cuando cae la oscuridad tampoco fueron un festival de género dirigido por mujeres, pero empezaron a aparecer más “anomalías” que antes, con Mary Lambert dirigiendo Cementerio de animales (Pet Sematary, 1989), Rachel Talalay haciendo dos de la saga de Pesadilla 6: la muerte de Freddy (Freddy’s Dead: The Final Nightmare, 1991), Cindy Sherman con Office Killer (1997) o Antonia Bird con Voraz (Ravenous, 1999).
Los dos mil se pusieron más autorales con Claire Denis y su Sangre caníbal (Trouble Every Day, 2001) o Mary Haron con Psicópata americano (American Psycho, 2000) y ya pasando a la década siguiente con Jennfer Kent y The Babadook (2014), Ana Lily Amirpour con A Girl Walks Alone at Night (2014), Julia Ducournau con Raw (2016), Karyn Kusama con The Invitation (2015), Anna Biller con The Love Witch (2016) o Leigh Janiak con Honeymoon (2014) por solo engordarte la lista de torrents por si no las viste.
Si todo esto pasó gracias a Noches de insomnio o no es difícil de precisar. Antes de ella tampoco estaba pasando mucho así que, si queremos, lo podemos creer.
Porque el cine, en el fondo, tiene mucho de fe.