Edición 71

Fuiste mía un verano

Por Santiago Calori

Para entender lo que pasó en ese mágico verano yanqui de hace casi cuarenta años, es importante ir un par de años más atrás.

El cine americano (o el de Hollywood, en realidad, para ser más exactos) le había encontrado la vuelta. En medio del movimiento del llamado New Hollywood (o si lo querés ver de otra forma Nuevo Cine Americano) había algunos directores que habían logrado llevar un publico más joven a los cines.

(No es por hacerme propaganda, pero en la entrega del martes pasado hubo una historia bastante completa del New Hollywood, su gloria y su espectacular ocaso. Fijate, que en una de esas pertenecer tiene sus privilegios (?))

Pero no estoy acá para chivear los martes (bueno, un poco sí, pero después). Estoy acá para hablar de lo que pasó en el verano de 1982.

Hablaba hace dos o tres párrafos del New Hollywood, quizás el último momento de libertad real que tuvo el cine yanqui. Una libertad signada por la desesperación de un grupo de ejecutivos que venían tirando millones a un pozo y no dando pie con bola.

El movimiento duró como quince años, un montón de tiempo para la ansiedad actual del mercado y se desintegró después de varios (y, sobre todo, uno en particular) proyectos que se fueron un poco de mambo presupuestariamente y devolvieron cercano a cero de taquilla.

En ese movimiento, había dos directores (quizás los menos «prestigiosos» a nivel «señores que hablan de cine y gustan de cosas que no ve nadie por el placer de la exclusividad», pero definitivamente los más lucrativos): sus nombres, por si hace falta nombrarlos eran Steven Spielberg y George Lucas.

Sí, te suenan de algún lado.

Ambos habían empezado chiquito, uno con una película para televisión y otro prácticamente con una indie del espacio, que les había abierto la puerta a proyectos cada vez más y más grandes.

Y fue justamente cuando el New Hollywood estaba prácticamente en su apogeo y todo era prestigio que los dos con poquísimos años de diferencia, estrenaron dos películas que iban a cambiar el curso de las cosas que, hasta ese momento, estaban más cerca de Cannes que de un multiplex.

(Sí, muchas de las películas del New Hollywood eran muy exitosas y tenían recaudaciones millonarias, pero esto que pasó estaba directamente en otra liga. Sigamos.)

Las razones por las que Tiburón (Jaws, 1975) por el lado de Spielberg y La guerra de las galaxias (Star Wars, 1975) por el lado de Lucas fueron los éxitos que fueron tuvieron que ver en parte porque las películas eran atractivas y nuevas y las razones que les quieras atribuir, además de porque había habido un cambio en el sistema de calificaciones en los Estados Unidos.

Sí, vamos a tener que hacer historia.

Para finales de los años sesenta, cuando el Código Hays (no sé si hablé alguna vez del Código Hays, por las dudas si no lo hice recordamelo) estaba en estado de coma o ya efectivamente extinto, las películas empezaron a ser calificadas para una determinada franja de edad.

Esto no pasaba antes, y el Código simplemente se limitaba a decidir si una película «pasaba» o «no pasaba» usando el término «Passed» para las que tenían suerte y condenando al oprobio a las que no.

Con el Código Hays extinto apareció la MPAA (en su sigla, la Motion Picture Association of America, un conglomerado formado por los principales estudios y productores que venía dando vueltas hacía bastantes años) a tratar de encontrar un sentido a todo esto.

Decidieron que las películas no debían «pasar» o «no pasar», sino más bien que debían tener una calificación que oriente al espectador sobre qué edades eran sugeridas para cada cosa. Las películas, de esta forma, podían ser menos puritanas, dependiendo del público al que iban dirigidas.

Claro que la MPAA pasaba en sus primeras calificaciones por pocos estadíos: G para General Audiences (algo así como nuestro «apta para todo público»), PG para Parental Guidance (el «en compañía de un adulto») y de ahí ya saltaba a R por Restricted (una suerte de «solo aprta mayores de 16») y al fierro caliente de la X que nadie quería agarrar si quería un cine con alfombra.

El tema era que desde el «en compañía de un adulto» al «solo apta para mayores de 16» (por usar nuestro sistema, haciendo el paralelo) había un océano de público que estaba obligado a: a) ver películas que eran para un público menor al que eran realmente o b) joderse y esperar.

Viendo el éxito de películas PG, que llenaban los cines de chicos entre 13 y 15 años, a los de la MPAA (que, en definitiva, eran los propios estudios) decidieron agregar una calificación más: PG-13, que cubría finalmente todo el arco posible de público.

Los de 13 a 15 ahora tenían sus películas para ver y esto iba a estar más que claro desde el nacimiento del blockbuster hasta ese famoso verano de 1982.

(Para qué seguir sacándole el culo a la jeringa: incluso hasta nuestros días, con esa calificación siendo la más común cuando nos acercamos a películas que se estrena(ba)n en cientos de cines. Sí, el PG-13 y esa decisión de la MPAA es el culpable del señor de treinta que va a ver la película doblada con la novia el sábado a la noche, pero no nos distraigamos.)

Ese público joven, con tiempo para perder y padres a los que les había ido bien y se habían ido a vivir a los suburbios (el horror del que habla Poltergeist (1982), pero eso otro día) tenían plata para pagar entradas y las pagaban a repetición.

Y buena parte de esa «revolución juvenil» se vio con creces en poco menos de cuatros meses entre mediados de mayo y mediados de agosto de 1982, el momento conocido entre la cinefilia como el «verano del 82» y entre los de los estudios como «el verano que pesamos la guita.»

En poco menos de 120 días, un puñado de películas recaudaron más de 1300 millones de dólares de la época, que puestos en plata de hoy serían algo así como casi el triple.

Casi el veinte porciento de esa cifra se la llevó una sola película: E.T., el extraterrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, 1982) de Steven Spielberg, pero no le anduvieron lejos Poltergeist de Tobe Hooper, Viaje a las estrellas 2: la ira de Khan (Star Trek II: The Wrath of Khan, 1982) de Nicholas Meyer, Conan el bárbaro (Conan the Barbarian, 1982) de John Milius, Rocky III (1982) de Sylvester Stallone, Picardías estudiantiles (Fast Times at Ridgemont High, 1982) de Amy Heckerling y hasta El enigma de otro mundo (The Thing, 1982) de John Carpenter y Martes 13, 3D (Friday the 13th Part III, 1981) de Steve Miner, gracias a que el New Hollywood no había dejado género sin explorar ni lo suficientemente «desprestigioso.». Hasta entró por la ventana un ozploitation que llegaba tarde de estreno pero no paró a las masas de llenar los cine para verla: Mad Max 2 (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981) de George Miller.

Claro que no todo fueron bombazos: el del 82 fue el verano de Megaforce (1982), Grease 2 (1982), Annie (1982) y, bueno, Tron (1982) que Daft Punk se la hizo más cool a las generaciones más nuevas, pero que en el momento de caer hizo más ruido que las Torres Gemelas.

Pero esos 1300 millones de dólares no te los quita nadie, bueno o sí: porque después del verano del 82 las cosas empezaron a cambiar y mucho en Hollywood.

El verano del 82, en esos términos (los números cambiaron. Repito: hubo inflación. Hoy puede que los millones suenen parecido, pero no lo son), no volvió nunca más. Pero los de los estudios, como perro que había matado una gallina, ya tenían el gusto de la sangre en la boca.

Los presupuestos empezaron a tomar corticoides y estaban un poquito… hinchados, lo mismo que el sueldo de los actores que venían a reemplazar el star system vetusto que venía de antes, generando, bueno, un nuevo star system con sueldos carísimos y un culto a la personalidad igual que el otro, pero totalmente renovado.

El verano del 82 fue, para muchos «el último año de las películas»: no es por sonar dramático, pero algo de razón tiene la teoría. Muchos sostienen que todos esos éxitos de taquilla incuestionables que se nombran más arriba eran, por última vez, películas hechas por alguien.

Una suerte de teoría del autor, pero con millones de espectadores que aplaudían en las salas y no de pie durante quince minutos en el Festival de Venecia.

Sí, es cierto: PoltergeistEl enigma de otro mundo y hasta Conan el bárbaro si la querés extremar un poco son películas autorales, a las que se le pueden entender los objetivos y las intenciones viniendo de quién venían: se ve a Hopper, a Carpenter, a Milius detrás. Algo que, spoiler alert, dejó de pasar ni bien los estudios empezaron a ver guita fuerte.

Empezó una época de «sugerencias» de «muchos guionistas en una misma historia» y de productores más fuertes que los directores como si algo de todo lo que había pasado hubiera sido mérito de ellos, que derivó en el época más descerebrada de la historia del cine norteamericano.

El resultado, no hace falta que te lo diga, es el blockbuster que, por sí solo no es algo malo ni insultante: solo lo es cuando un espectáculo por el que se paga una entrada es parte de un poceso fordista de corte de galletitas que todas tienen más o menos el mismo gusto, a pesar de que la gráfica del paquete cambie.

Parece una paradoja que gracias a un verano tan lucrativo y con estrenos en su mayoría muy buenos le debamos la crisis creativa que vivimos hoy en día.

La analogía de las galletitas no era caprichosa dos párrafos atrás. Basta con ir a cualquier chino y comprar un paquete de Melba para darse cuenta que son mucho más chicas que cuando éramos chicxs. Y no, no es que las recordamos más grandes: eran más grandes y mejores.

Pero esperá que hay una esperanza, porque si no para qué íbamos a estar acá hablando de esto, mejor quedarse viendo como todo se hunde: en el fondo puede ser un lindo espectáculo.

Si consideramos que la historia en general y la del cine en particular es bastante cíclica, tras esta nueva era del blockbuster debería venir (sí, soy un iluso, pero dejame soñar) una nueva era de indies caras, más allá de las que se filman casi con obligatoriedad para la temporada de premios.

Esto, si seguimos con el berretín de verlas en la sala de cine (cuando vuelvan, si es que vuelven, claro). Si es por verlas en la comodidad de nuestras casas, la oferta de indies no tan caras es más grande que nunca, con propuestas muy interesantes casi semanalmente.

¿Es ver el vaso medio lleno? Puede ser. ¿Es esperanzarme con que haya más gente como yo que sabe muy bien la diferencia entre «película» y «evento»? Si estás leyendo esto, quizás haya razones para que esas esperanzas existan.

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