Míralos MorVIP 28
Fitzcarraldo por Tripodero
Werner Herzog, conquistador de lo inútil
Werner Herzog es un director elástico: se estira hasta alcanzar cualquier punto que el cine haya trazado. Su combustible es el desafío; y su motor, la cámara, para documentar lo extraordinario, sin importar el formato (ficción, documental o híbridos de ambos). En materia receptiva no es un director popular, pero tampoco un abonado al circuito «clase A” de festivales. Su educación también es oblicua, ha sorteado la etapa estudiantil y canónica, de hecho, tampoco es un director cinéfilo. Los casilleros trillados no están completados o, peor, algunos están completados por la mitad.
“Filmar películas es un concepto atlético no estético”: esta frase que puede sonar a una chantada de autodidacta, pero no lo es en el caso de Herzog, cuya filmografía lo respalda. La frase, que podemos tomarla con pinzas y descreer un poco de que no se preocupa por el aspecto de sus películas, funciona para irritar aún más a los que están prestos a etiquetar y ordenar prolijamente la Historia del Cine y a sus implicados.
Signos de vida (Lebenszeichen, 1968) es la ópera prima de Herzog y es uno los pilares del llamado Nuevo Cine Alemán, un fenómeno que estuvo en sintonía temporal con el Cinema Novo en Brasil, pero como bien dice el propio alemán: “Para cuando le empezaron a prestar atención, el Nuevo Cine Alemán ya estaba en retirada”. Un director que siempre se ha escabullido de las convenciones y que ha tensado los límites, no solo físicos sino también aquellos vinculados con el gusto. Un claro ejemplo es También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, 1970) que por su blend perfecto de crueldad, incomodidad y comedia deja a Fenómenos (Freaks, 1932) de Tod Browning como un espectáculo infantil que podría estar en Disney+.
Las líneas fronterizas de lo bueno, lo malo y lo dudoso desde un principio nunca existieron en el cine de Herzog. En su progresión cinematográfica los límites ficcionales y estéticos se desplazaron hacia los intentos de documentar lo sublime; esa palabra que en filosofía resume lo que es extraordinariamente bello, pero que al mismo tiempo causa pavor. Sí, Fitzcarraldo (1982) es el sumun de todo eso.
La película sublime
Existe un (auto) convencimiento sobre las películas buenas, al menos aquellas que reverberan en la cabeza. Y es que de manera socavada hay en ellas un segundo relato que transcurre en paralelo o al menos una idea de que está enterrada por debajo de la trama principal que se sigue atentamente. Fitzcarraldo es un claro ejemplo de películas que superan las dimensiones del cine mismo, si bien la idea bigger than life es una frase tan trillada que perdió valor de uso, puede decirse que algo de eso hay (y veremos si es cierto que algunas vidas quedaron en el camino de este proyecto faraónico).
Hay una X imaginaria que se crea cuando se escribe sobre una película, que es contar la trama. Aquí se puede despejar fácilmente, porque la narración (acciones, situaciones y acontecimientos) no es lo más importante, aunque no en el sentido de David Lynch de “no es lo más importante”. Uno de los mejores libros de cine jamás escrito (sin ser uno tradicional) es Conquista de lo inútil, una serie de diarios que Herzog ordenó para publicarlo en formato de libro recién en 2004. En el prefacio de la edición alemana dice que debieron pasar veinticuatro años para poder leer los diarios que escribió durante el rodaje, es decir la visión que permite el paso del tiempo fue fundamental para reencontrarse con semejante experiencia. El libro no es una bitácora, como dice el propio Herzog sobre la filmación: “apenas si se la menciona”, más allá del infierno que supuso hacer esta película en el medio de la selva hay una razón para evadir lo narrativo en Fitzcarraldo porque lo importante se concentra en otro orden.
Conquista de lo inútil es otra película, una que se puede proyectar en la mente mientras se leen esas páginas nacidas como privadas de una filmación y que se transformaron en públicas. De la misma manera, lo que Con el corazón en tinieblas (Hearts of Darkness, 1991) de Eleanor Coppola hizo por Apocalypse Now (1979), en el diario del director alemán se concentra la locura de hacer una película que en los planes teóricos suena a suicidio. No resulta para nada extraño que Herzog haya escrito el guion en la casa de Francis Ford Coppola, un veterano en filmar en las peores condiciones en suelos estrambóticos.
De acuerdo, hablemos de la trama de Fitzcarraldo. Un empresario megalómano, Brian Sweeny Fitzgerald (Klaus Kinski) tiene un sueño (o una obsesión) que es construir un teatro de ópera en Iquitos, en el medio de la selva amazónica y para tal fin debe trasladar un barco por una montaña que separa dos ríos. Historia inspirada en la vida de Isaías Fermín Fitzcarrald, un empresario peruano de origen alemán que buscó atravesar la montaña para acceder a esos territorios vírgenes para obtener toneladas de caucho, el producto que comerciaba. La aventura de Fitzgerald (o Fitzcarrald) es directamente proporcional, en términos de demencia, que la del propio Herzog. En 1979 en una reunión con los ejecutivos de Fox, planteó una empresa tan descabellada como la del protagonista de su nueva obra febril: “tenía que tratarse de un verdadero barco de vapor sobre una montaña de verdad”, explica el alemán en Conquista de lo inútil.
Herzog ya había filmado en el medio de la selva amazónica, recordemos Aguirre la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), pero esa película al lado de Fitzcarraldo -en términos de dificultades- fue filmada en un departamento con dos actores. La versatilidad de Herzog lo convierte en un director sin fronteras, no solo por ser un trotamundos del cine que ha filmado en más países que cualquier otro director, sino también por borrar esas líneas que separan la ficción del documental, viéndose cómodo con historias retratadas en el mundo real como con aquellas que nacen de la invención más absurda.
Un capullo de problema
Se puede hacer una enumeración de problemas, dificultades y situaciones irracionales vividas durante los tres años de rodaje de Fitzcarraldo. Herzog es uno de esos directores que prenden fuego todo el material que se descarta del corte final, por tal motivo es que Un montón de sueños (Burden of Dreams, 1982) es un documental casi inédito porque, además de exponer el trabajo del director con sus actores, presenta una muestra de lo que pudo ser otra versión de Fitzcarraldo con Jason Robards y Mick Jagger, el primero se enfermó gravemente de disentería y nunca pudo retomar el rodaje, mientras que el cantante debió retomar sus compromisos musicales. Claudia Cardinale fue la que demostró tener la mayor carga de paciencia y resistió todo el proyecto. Hasta aquí, un escenario común que muchas producciones han transitado, cambiar parte de un elenco no podría considerarse grave.
Lo que no pueden contar casi todas las películas es que algunos lugareños, ante las advertencias de descontento con la presencia de equipo de filmación, decidieron prender fuego el campamento por lo que todos debieron correr por sus vidas. Tampoco pueden relatar que se vieron en el medio de un conflicto bélico entre dos países o que dos aviones se estrellaron con saldos trágicos. Mucho menos que el director haya iluminado con una linterna la cirugía de una mujer durante ocho horas en una mesa de operaciones improvisada, tras haber sido atravesada por una flecha, y para finalizar, la historia de un guía del equipo que se cortó el pie con una sierra después de haber sido mordido por una serpiente. ¿Y Kinski? Allá vamos.
El último caramelo del tarro
En Alien: el octavo pasajero (Alien, 1979) o en La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968) por citar solo dos ejemplos, se suele explicar que la idea de los monstruos sirve para ilustrar un espejo en el que los seres humanos podemos reflejarnos como el verdadero mal. Klaus Kinski, el actor intenso por antonomasia, fue el caramelo en el fondo del tarro al que debió recurrir Herzog para mantener el proyecto a flote. Sería injusto bajarle el precio a este actor que ha sido el ladero más fiel del director, la convocatoria tenía por detrás un arreglo en el que ambos podían salir beneficiados. Kinski había experimentado las dificultades de rodar en el Amazonas; sin embargo, él se erigió como uno de los mayores problemas, a tal punto que los propios nativos le ofrecieron a Herzog deshacerse del actor, literalmente. El director contestó: “No, tengo una película que terminar”. Sobre la relación tormentosa entre ambos no hay mejor material que el documental Mi enemigo íntimo (Mein Liebster Feind, 1999). El actor de Nosferatu: el vampiro (Nosferatu: Phantom der Nacht, 1979) fue ese mal invasor que terminó de nutrir a un ecosistema de complicaciones o como dice el propio Herzog: “una serie de catástrofes inventadas”. Cierto es también, que solo alguien de un nivel de desquicio como el que tenía Kinski podía vincularse tan íntimamente por un largo período de tiempo con un personaje como Herzog.
El ilusionista más temerario del mundo
Pocos directores se atreverían a arriesgar literalmente la vida para hacer una película, Herzog lo hizo en varias oportunidades. Si incluyéramos un apartado en su IMDB que se llamara “peligro de muerte” es muy probable que tuviera más créditos que como director. Incluso corrió serio riesgo en Argentina mientras filmaba Grito de piedra (Scream of Stone, 1991) una película de alpinismo, más precisamente en el Cerro Torre en la Patagonia, el que se considera el pico más inaccesible del mundo. Allí estuvo a punto de morir congelado en la cima de la que fue rescatado cuarenta horas más tarde.
Entre muchas de sus odiseas y periplos está la caminata de Múnich a París que realizó para visitar a su amiga Lotte Eisner (una crítica de cine crucial que promovió a grandes realizadores del denominado Nuevo Cine Alemán) al enterarse de una enfermedad terminal que la que aquejaba. Tal relato de supervivencia y de amor está puesto en palabras en otro diario fundamental llamado Del caminar sobre el hielo, del cual se desprende una inmersión por los lugares y atmósferas de lo salvaje en un roadtrip a pie tan demencial e improbable como cualquiera de sus aventuras cinematográficas.
La realidad y la ficción son cada uno territorio, en el que en el medio se ubica Werner Herzog con un pie en ambos lados. La palabra “límite” no existe en el glosario de este director alemán inclasificable, quien se escurre de aquellos más preocupados por las etiquetas del cine que por la sustancia de las películas. En la selva amazónica ha encontrado el hogar de sus ensoñaciones más profundas para darles forma a esos “conquistadores de lo inútil” como él llama a sus personajes. De las tres experiencias, Fitzcarraldo es la más fervorosa e inimaginable de sus epopeyas, en especial por tratarse el protagonista de un claro alter ego en la búsqueda material de un sueño deforme.
La nave de los sueños
El póster ya nos adelanta que el barco es el objeto del conflicto de la historia, allí vemos a una embarcación sobre una montaña que es señalado por Klaus Kinski. Mucho antes de esa imagen gráfica estaba la mental que se había creado Herzog, que no estaba dispuesto a ceder por un artilugio realizado en un estudio bajo el control de un equipo de especialistas. Un ingeniero brasilero creó un sistema de poleas para subir el barco (que pesaba más de 300 toneladas) por montañas de más de 500 metros en laderas empinadas y servidas para arrojar violentamente todo aquello que se atreviera a subir por ellas. El barco debía ser arrastrado por mil nativos que se ubicaban a un costado y por debajo. Según el propio Herzog: “Hay una toma en Fitzcarraldo donde el barco finalmente empieza a subir por la ladera de la montaña unos pocos metros, pero luego vuelve a deslizarse cuesta abajo y aplasta a un par de indígenas. Me siento orgulloso de haber dirigido tan bien la escena, al extremo que se creyera que los indígenas habían muerto y que yo tuve la audacia de filmar sus cadáveres enterrados en el lodo bajo el barco”. También puede adosarse la anécdota de cómo el propio director comandó la embarcación por los rápidos ante la negativa del capitán por considerar una locura navegar tal nave en las condiciones del río.
El sueño de subir el barco por la montaña siempre bordeó la pesadilla, pero en Herzog hay un fino equilibrio entre luminosidad y tiniebla que define su obra de manera enriquecedora. La fantasía se esfumaba mientras que la realidad se materializaba, contra todos los pronósticos. Para Herzog fue simbolizar el propósito del cine y también desafiar una vez más lo imposible para retratar lo extraordinario. En Fitzcarraldo el sentido del artilugio que rodea al cine está escondido, pero no está disfrazado y el sentido de la ficción se empapa de la ficción socavada, exclusivamente la que se pacta tácitamente al ver una película. El barco de plástico, la selva con helechos de hule y una parrilla de luces hubieran atentado –paradójicamente- contra el componente artificial que tiene una película.
Fitzcarraldo es, probablemente, la mejor película simbólica sobre el cine. Hace unos años La La Land: una historia de amor (La La Land, 2016) se presentaba como una historia “para aquellos que sueñan”. Los indígenas y Fitzcarraldo muy lejos están de la ciudad de Los Ángeles, de perseguir la idea de triunfar en la meca del cine como también de cantar y bailar en cámara. De todos modos, ellos son figuras más cinematográficas que las de la película de Demian Chazelle, porque están relacionadas espiritualmente con los sueños y las pesadillas que viven en el cine en partes iguales.
José Tripodero es divulgador, becario, investigador y docente. Es de esos que escriben de películas con el marco teórico con el que hay que escribir y una de las pocas voces de la razón que quedan dentro del panorama de crítica local. Si me apretás un poco, es de los dos o tres que leo con ganas.
Actualmente escribe en A sala llena, conduce Cine Continuado y Sucesos Argentinos junto a Vicky Duclós Sibuet, además de preparar un esperadísimo documental sobre las aventuras de Roger Corman en suelo argentino.