Míralos MorVIP 19
Estaba tan drogado,
que no me acuerdo de nada
Por Santiago Calori
Fui muy lector de Stephen King en mi primera adolescencia. Esa época donde las películas de terror todavía son un «desafío» al que hay que «ganarle»: y verlas hasta el final sin la posibilidad de apagarlas por el susto.
Por supuesto que las películas por ese entonces tenían dos correlatos bien claros: el heavy metal y las novelas de terror. Porque, obvio: si la vamos a hacer, vamos a hacerla bien.
Y así fue como en pocos meses me devoré gran parte de los «grandes éxitos» de King de aquel entonces: Carrie, El resplandor, La danza de la muerte, Cujo, Christine, Cementerio de animales, It, Misery y hasta algunas de las que escribió como Richard Bachman: Maleficio y Carretera maldita, de las que me acuerdo.
Había algo interesante de que estuviera «la película» de prácticamente cualquiera de estas novelas. A veces llegaba a la novela después de ver la película, a veces el proceso era el inverso. En ambos casos, tomaba rudimentarias notas mentales de las diferencias entre ambas.
Pero, invariablemente, un día llegó «la madurez», las películas de terror más pavas no me provocaban absolutamente nada, y un día pude entender que había una clara diferencia entre El exorcista (The Exorcist, 1973) y un VHS con dos capítulos de Las pesadillas de Freddy (Freddy’s Nightmares, 1988).
King fue reemplazado por escritores que pensaba «mejores» o que por lo menos las revistas y programas de radio que escuchaba de adolescente me hacían creer: Carver, Ellis, Shepard, Bukowski, Vonnegut y casi cualquier cosa que editara Anagrama o Tusquets.
Sí, con el tiempo me di cuenta que en la mayoría de los casos era perder el tiempo, pero no estoy acá para hacer crítica literaria porque soy de los que creen que para hablar de un tema hay que estar preparado y no me considero alguien listo para eso.
Volviendo: redescubrí a King recién con Mientras escribo, un libro al que vuelvo por lo menos una vez al año y que recomiendo cada vez que alguien pregunta qué leer para hacerse guionista, a pesar de que no sea un libro de guion per se.
Un párrafo atrás prometí que no lo iba a hacer, pero bueno: sí, con el tiempo, de la misma forma que uno nota la diferencia entre una de las diez mejores películas de todos los tiempos y un capítulo de una serie de tele, uno también llega a la conclusión de que King es un escritor enorme que tuvo «la maldición» del éxito y que Bukowski era un viejo borracho sin más gracia que la de ser ambas cosas.
Pero: pero no estoy acá para hacer crítica literaria porque soy de los que creen que para hablar de un tema hay que estar preparado y no me considero alguien listo para eso.
¿A dónde quiero ir con esto? Aguantame que en un momento se entiende.
Las adaptaciones al cine de King hay tenido suerte variada: desde obras maestras respaldadas por grandes directores como Sueño de libertad (The Shawshank Redemption, 1994), Cuenta conmigo (Stand by Me, 1986) o El resplandor (The Shining, 1980) por hacer un arco variado, hasta películas imposibles como El hombre del jardín (The Lawnmower Man, 1992), Las tumbas malditas (Graveyard Shift, 1990) o Cujo (1983), de la que voy a hablar un rato ahora.
¿Todo esto para hablar de una película de un San Bernardo asesino? Sí y no. Ya vas a ver.
Cujo es, probablemente, uno de los desastres más grandes que se hayan visto. Y no porque se la pueda catalogar como “película maldita”, sino porque todo lo que podía salir mal salió mal pero por fallo humano y no por algo sobrenatural que estuviera gobernando nada.
(Esta semana te vas a enterar de algo que tiene que ver con películas malditas en serio que me involucra, pero si te lo cuento ahora te tengo que matar (?), así que sigamos.)
Cuenta la leyenda que King fue a un mecánico en el medio de la nada, que tenía “el San Bernardo más grande que vi en mi vida” y empezó a flashar maldad con el pobre bicho.
La realidad es que los San Bernardos malos no son raros: son inexistentes, pero el libro fue un éxito y con un Hollywood que le veía adaptando todo, Cujo la novela no tardó en convertirse en Cujo la película.
La novela era una suerte de secuela de La zona muerta (de hecho ambas se terminaron estrenando el mismo año), donde el personaje que moría en una poseía al perro en la otra, pero los derechos estaban vendidos a estudios distintos y Cujo perdió toda explicación sobrenatural: lo muerde un murciélago y se pone malo de rabia.
Sí, un embole, pero esperá que ahí no termina la cosa.
La iba a hacer “otro director” que nadie termina nombrando nunca, pero con la cercanía que tuvo Christine (1983), bien nos podríamos poner a especular que, en una de esas, podría haber sido John Carpenter, aunque otros señalan a Peter Medak, director de El intermediario del diablo (The Changeling, 1979) como el que no iba a decir que sí a todo lo que le dijeran los productores y King y abandonó el proyecto.
El trabajo recayó sobre Lewis Teague, que venía de dirigir El cocodrilo mortal (Alligator, 1980) tenía el sí fácil y fue pedido expresamente por King para dirigirla.
Y acá entramos en una de las enseñanzas que te vas a llevar de este newsletter, si te llevás alguna. Repetí conmigo: Stephen King escribiendo, bien. Stephen King decidiendo, mal.
Recordemos que King es fan de todas “las que no” (con dos o tres excepciones) y odia “las que sí” como El resplandor. Segunda lección: cuando King dice que una adaptación suya “es buenísima”, esperá al DVD.
— “Pero no hay más DVDs”.
— Precisamente.
Muchos sugirieron que no iba a funcionar con un San Bernardo. Ninguno de los que tomaba decisiones los escuchó: para que parezcan rabiosos, se les ponía clara de huevo en cara y para la sangre se usaba jarabe de maíz que los perros se pasaban chupando y ¡moviendo la cola! llegando al punto de tener que atárselas para que parecieran un mínimo amenazantes.
A eso le sumaron un perro mecánico, un traje de perro para otras razas de perros más agresivas y hasta un extra vestido de perro para hacer las cosas un poco más realistas y, a esta altura, hilarantes.
Y eso no fue todo, porque tuvieron ¡una doble de riesgo herida por un San Bernardo que finalmente se retobó! y un final de la novela cambiado para que termine bien y esta es la forma en la que digo: no, no nos vamos a acordar de Cujo como una de las mejores películas de terror que vimos en nuestras vidas ni aunque bajaran extraterrestres y nos borraran el 99% de las películas de género en existencia.
Si te morís de ganas de seguir investigando esto (como me pasó a mí) te recomiendo que te hagas de una copia de Nope, Nothing Wrong Here: The Making of Cujo de Lee Gambin y leas 500 páginas mágicas.
Cujo es, además de todo esto que vengo contando, una novela que Stephen King no recuerda haber escrito.
No me voy a poner a escribir un tratado sobre “los excesos y adicciones de King”, si te interesa el tema (y si no, también deberías hacerlo), corré a buscar una copia de Mientras escribo, que ahí está todo.
Pero, a los fines de clarificar solo diré: los ochenta para King fueron intensos a nivel consumo de alcohol y cocaína, casi como los ochenta de cualquier millonario que tuviera contactos en el mundo del entretenimiento de ese momento.
Si querés explorar más su relación con los abusos de sustancias, te recomiendo que leas Misery, donde si reemplazás a Annie por la palabra cocaína, te podés divertir mucho.
Pero no me quiero desviar del otro objetivo de este martes, además de la película del San Bernardo asesino.
Y es justamente el King que no recuerda: porque el bueno de Stephen tiene centenas de créditos como escritor en quien se basan películas y series de televisión y solo una en una categoría muy especial de IMDb: la de director.
Porque, claro: si había un estadío natural al que alguien presa del Hubris y más duro que una Puerta Pentágono debía pasar sin dudas era al de director. Director y guionista, para ser más precisos.
No sé si la habrás agarrado en el cable o, si peinás canas como yo, la alquilaste en la edición de VHS de Legal Video, pero Ocho días de terror (Maximum Overdrive, 1986) es una de las películas con menos pies y cabeza que se hayan estrenado.
Sí, la de las máquinas que se retoban con los humanos y todo termina en un sitio en una estación de servicio perdida en el medio de la nada con unos camiones haciendo luces en código morse y Emilio Estevez, a pesar de que King quería a Bruce Springsteen para el protagónico. En un giro maravilloso de eventos, el que sí quería el papel y no lo tuvo fue Gary Busey.
Pero esperá que hay una semi buena: AC/DC hizo la banda sonora y, si no hubiera habido Ocho días de terror, quizás nunca hubiéramos tenido este hitazo.
Bueno, ahora que lo pienso, salió en el disco que la banda sacó ese año. Me estoy quedando sin argumentos a favor.
King, quizás agotando la muletilla, declaró sobre Ocho días de terror: “El problema con esa película es que estaba tomando tanta cocaína durante el rodaje que no entendía muy bien lo que estaba haciendo.”
¿Una excusa colorida? Puede ser. ¿Volvió a dirigir King sobrio? Bueno, tampoco. De hecho, cuando le preguntan sobre si reincidiría, les responde mandándolos a ver su única película.
Y acá, en un mundo ideal y mucho más multimedia que el de la palabra escrita, idealmente sobreimprimen Fleco y Male y nos dicen: “Drogas… ¿para qué?”