Míralos MorVIP 44

Esta película tiene 25 años

Por Santiago Calori

Sí, suena a esos influencers que se sorprenden por lo menos cinco veces por día por algo en Twitter, pero esta vez es verdad: la película de la que te venga a hablar cumplió hace unos meses 25 años.

Y, como viene sucediendo últimamente, voy a hacer un poco de memoria emotiva de cuándo se me cruzó en el camino.

Vengo usando ese recurso seguido y cada tanto antes de eso, y fuera de que odio los egotrips, me da la sensación de que ayuda a anclar una película a un período determinado, por aquello de que «la cinefilia es ver películas y saberlas conectar».

Los recuerdos que nos disparan ciertos visionados (sobre todo si fueron cercanos a la fecha en la que la película estaba pasando) nos pueden ser útiles a la hora de entender por qué tal trascendió y tal otra no, sobre todo si las tenemos como parte de una misma línea temporal.

Para ejemplificar y que no parezca un texto de semiótica: tengo el recuerdo de haber visto, si no me falla la memoria en la misma semana Tierra de policías (Copland, 1997) de James Mangold, ese que ahora nos quieren hacer creer que es un autor porque también dirige películas de gente sin poderes y Juegos de placer (Boogie Nights, 1997) de Paul Thomas Anderson. Para completar la anécdota de cinéfilo completista, la primera la vi en los cines de Puerto Madero, en una salita chiquita, igual a todas las otras y la segunda en el Maxi de Arriba, en una función de segunda noche. Haciendo esta conexión, me puedo dar cuenta que Juegos de placer sobrevivió a la historia del cine mejor que Tierra de policías, por más que el departamento de marketing de equis distribuidora nos quiera torcer el brazo de la memoria.

Pero no estoy acá para hablar de ninguna de esas, pero sí de una película que, si la memoria no me falla, vi ese mismo año, 1997.

En 1997 empecé a estudiar en la Universidad del Cine, y no tardé en enterarme de las actividades extracurriculares que había bastante seguido. Una de ellas, era un ciclo de cine que organizaba un alumno un año mayor, que los viernes proyectaba en el cine de la Universidad películas que le parecía que había que programar.

Su nombre era Gabriel Medina, tiempo después se iba a convertir en una gran amigo y en «Medina, el de Los paranoicos (2008)». Medina programaba cosas definitivamente independientes, con una preferencia casi marcial por el blanco y negro, muy a pesar de que las películas fueran relativamente recientes.

Tengo el recuerdo de haber visto dos en esos primeros meses: Labios de churrasco (1994) de Raúl Perrone, que por aquel entonces estaba viviendo una primavera independiente y de cierto prestigio de auteur rebelde y rockero y El odio (La haine, 1995) de Matthieu Kassovitz.

Adiviná de cuál voy a hablar.

Si dijiste «La de Kassovitz» se ve que leés seguido en estos envíos. Muy bien.

Recuerdo esa función de El odio en video proyectado (lo mejor que se podía hacer hasta ese momento) en una copia que (si mal no recuerdo) estaba en francés con subtítulos en inglés y haber sentido que la cabeza me explotaba en mil pedazos.

Una película «de denuncia» que a la vez era una «de cotidianeidad» que a la vez dialogaba (esto me di cuenta un poco después) más con el neorrealismo del país vecino que con la nouvelle vague del propio, todo filmado con una estética impecable, digna de una publicidad que vende un producto caro y de lujo y no una historia de los márgenes de una ciudad.

Para terminar este viaje por el recuerdo de un señor que peina canas, diré que la película se estrenó ese mismo año (¿o fue el siguiente?) en muy pocas salas (recuerdo haberla visto proyectada en fílmico en el Cosmos grande) por algún héroe que después la editó en video vía Transeuropa. Si me apretás un poco, como parte de la misma colección en la que había salido Chungking Express (1994), pero no quiero tirar tanto de la piola.

¿Nunca viste El odio? Quizás convenga que la vayas a ver si sigas leyendo después. Andá, que yo te espero. Te dejo música de sala de espera.

 

Bueno, si venís de verla, dejame que te diga que te envidio sanamente que te hayas deslumbrado por primera vez. Ahora vamos con lo otro.

El odio es la segunda película de Kassovitz, que venía de dirigir Café au lait (1993), con Vincent Cassel de protagonista dos años antes. La película era una comedia romántica y poco nos podía advertir de lo que iba a hacer con su siguiente película, pero sí de lo que podía llegar a pasar con su carrera posterior, pero eso más tarde.

Cuando se estrenó en el Festival de Cannes, la policía presente en el lugar le dio la espalda a los actores y el equipo durante la presentación en señal de protesta de lo que la película decía (y dice, claramente) de la policía. El film despertó tanta preocupación en el área gubernamental que terminó siendo proyectada especialmente para el presidente Chirac y su gabinete algunos meses después. De ese Cannes, Kassovitz se fue con una Palma de Oro a mejor director con solo 27 años.

Hay algo interesante en El odio y es que narrativamente te distrae: no es una película donde pasen montones de cosas. En este sentido, se emparenta, como dije más arriba con algunos esfuerzos de neorrealismo italiano o películas como Paris nos pertenece (Paris nous appartient, 1961) de Jacques Rivette o ese deambular de Antoine Doinel en Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959) de François Truffaut.

Este trio de mosqueteros (un judío, un árabe, un negro) deambula por una ciudad que le resulta ajena, se mete en problemas y, en definitiva, busca venganza por un crimen que la policía cometió contra un amigo de los tres, ayudados por un arma robada.

La destreza visual de Kassovitz a lo largo de estas veinticuatro horas en la vida de este trío es algo que al día de hoy no se puede comprender: la fotografía en blanco y negro (fue filmada en colores como reaseguro en caso de que fuera mal recibida, pero finalmente se estrenó y llegó hasta nuestros días en blanco y negro), las puestas en escena en general, las presentaciones de los personajes y la inolvidable secuencia del DJ en las ventanas con la cámara volando en una época donde no existían los drones, no hacen otra cosa que dejarte con la boca abierta.

La película no solo homenajea al cine francés e italiano, también hace lo propio con el americano, específicamente con el monólogo de Cassel frente al espejo repitiendo al dedillo el monólogo de Travis Bickle en Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese.

Pero, de todos los homenajes, quizás el más interesante sea el que abre la película con ese monólogo del hombre que cae de 50 pisos y va diciéndose para tranquilizarse «Hasta acá todo va bien». Un «chiste» robado del personaje de Steve McQueen en Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960) de John Sturges que, en el contexto de la historia de El odio, se resignifica.

Hay en ese «Hasta acá todo va bien» una historia que, pasados veinticinco años, sigue siendo más o menos la misma.

En el Frame Fatale que salió ayer hablamos con De Caro de El odio es ciego (No Way Out, 1950) de Joseph L. Mankiewicz, una película que si les sacamos el blanco y negro, parece filmada la semana pasada con diálogos copiados de posteos de redes sociales.

Del mismo modo, la película de Kassovitz, que fue filmada como un «fresco de época» como podrían haber sido los films del neorrealismo o los de Rivette o Truffaut que se citan más arriba, no se ha movido ni un ápice y podría haberse estrenado la semana pasada, en vista de los movimientos de Black Lives Matter o similares que van apareciendo alrededor del globo: El odio sigue siendo una película desgraciadamente actual.

Kassovitz siguió dirigiendo, pero se alejó por lo menos cincuenta cuadras de dónde venía, dirigiendo thrillers franceses que tuvieron su momento de gloria a principios de los 2000, como Los ríos de color púrpura (Les rivières pourpres, 2000) o la hasta hoy incomprensible ¿pelicula de terror? Gothika (2003), pero parece más interesado en actuar que otra cosa.

Cada vez que veas Amelié (2001) (espero que no lo hagas nunca más, pero en caso de que lo hagas) sabé que el personaje del que ella se enamora en el bar no es otro que el director de una de las mejores películas francesas de la historia.

Volvé, Kassovitz, no te fajamos más.