Edición 56
Es por allá
Por Santiago Calori
El cine de Corea del sur (desde acá, coreano a secas. Ya me ocupé de los esfuerzos de su hermano y enemigo del norte cuando hablé de Pulgasari (1985), el monstruo antiimperialista, en uno de los primeros envíos) es una de las cosas más sanas y virtuosas que se hayan visto en los últimos tiempos, eso no es ninguna novedad.
Tampoco sorprendió a nadie que, si había una película que iba a dar el batacazo de película internacional y mejor película en los Óscar iba a ser Parásitos (Parasite, 2019) de Bong Joon-Ho, un director al que los que no estaban viviendo en un tupper conocían de por lo menos dos películas anteriores.
Pero ese Óscar a Parasite no es una sorpresa sino una consecuencia. Una consecuencia de mucho trabajo, no solo de los que hicieron la película sino de un país entero.
Ponételo a pensar dos segundos ¿no te llama la atención que vivamos rodeados de boom coreanos? El pop, las series, las novelas, las películas…
«Debe ser el agua» No lo creo: son las políticas culturales.
Y de eso vamos a hablar hoy, de cómo un país pasó de proteccionista al cien a prácticamente el cero y, sin embargo, hizo crecer a su industria a límites increíbles.
¿Y eso pasó porque los productores pusieron mucha guita? Un poco. ¿O porque el estado inició medidas proteccionistas y de subsidio que…? Otro poco.
El modelo de Corea es un modelo mixto, y eso es lo que lo hace tan interesante. Pero para entenderlo voy a tener que hacer, por lo menos 80 años de historia.
Tranquilx, te la hago lo más corta posible.
La historia del cine coreano empieza más o menos con la historia del resto de los cines del mundo, con la salvedad de que para 1910 y hasta 1945 estaban viviendo bajo ocupación japonesa.
Durante ese período, los japoneses que en ese momento eran bastante más perversos que ahora, fueron imponiendo altos niveles de censura sobre lo que se filmaba y apretando más y más la horca hasta que para 1942 terminaron prohibiendo la producción de películas en coreano.
Cuando Corea del Sur fue liberada (y luego intervenida) por los yanquis entre 1945 y 1948, donde el ingreso irrestricto de material hollywoodense ayudó a moldear el gusto de los espectadores por el cine extranjero y, si lo queremos extremar aún un poco más, a hacer que el cine coreano sea mucho más americano que el de otros países orientales con menor grado de injerencia occidental.
Durante la guerra de Corea, que duró tres años entre 1950 y 1953, gran parte de los pocos directores de cine que aún quedaban, fueron provistos con equipos de última generación (para esa época) por el gobierno yanqui.
Y si bien (como pasó con el cine checo o polaco cuando recibió una manito en los sesenta) parecía que iba a prosperar y ser una nueva potencia fílmica como empezaba a ser el nuevo Japón, la cosa estaba por entrar en un período oscuro. La larga noche del cine coreano duró casi veinte años, entre 1970 y 1990 para tratar de fecharlo un poco.
Para principios de los años noventa, algunas películas empezaron a asomar en el circuito festivalero, ese primer lugar donde un cine de latitudes empieza a «pegar», antes de hacerlo comercialmente. Esto a veces sucede (con el cine coreano o rumano o iraní pasó, por poner tres ejemplos) y a veces no tanto.
Lo cierto es que este primer boomcito sería nada comparado con lo que iba a venir después, pero no nos adelantemos. Hablemos primero de esa larga noche de la industria fílmica oriental.
Porque el estudio de los pifies es lo que nos hace entender mejor los aciertos, a pesar de que si nos guiamos por lo que dicen los que juegan, nadie pierde nunca en el casino.
El gobierno impuso, desde 1960, una serie de medidas proteccionistas con el fin de ayudar a la incipiente industria fílmica. Con algunas pifió, con otras hizo saltar la banca.
La primera, fue la protección del cine local frente a la importación de películas extranjeras. Si bien puede sonar como algo lógico, tuvo las consecuencias opuestas, pero expliquemos mejor un poco todo:
Lo que el gobierno exigía en un principio era que solo compañías productoras de reputación y currículum debían ser las encargadas de traer películas extranjeras para su explotación en el territorio local.
En los papeles, sonaba bien: aquellas que pudieran colocar sus películas en el mercado extranjero podían importar películas para el mercado local. Una suerte de «sustitución de las importaciones», pero con películas. La medida tenía, sobre todo, una esperanza de cierta excelencia, un concepto quizás demasiado oriental para terminar de abrazar del todo.
El resultado fue extraño porque, tratándose de un arte meramente subjetivo donde un sietemesino te puede decir que «Hitchcock no es para tanto», el concepto de la excelencia se volvió bastante difícil de mensurar.
Para 1966, decidieron cambiar calidad por cantidad, generando un ratio algo extraño, pero que les parecía justo: el de uno en tres. Es decir, que se podía importar una película extranjera si se aseguraban la producción de tres películas locales.
Como te podrás imaginar para esta altura, cuando la excelencia quedó de lado en los papeles entró a la cancha la velocidad. Productores locales se apuraban por sacar películas sin parar con el único objetivo de poder importar películas de otros países.
Este período se conoció como el de «quota quickies» que traducido mal y pronto sería algo así como «las rapiditas de la cuota». Claro que si poníamos el número de películas «estrenadas» (las comillas son intencionales, sobre todo si tenemos en cuenta que las locales eran poco más que estrenos técnicos para cumplir) contra el número de extranjeras, la cosa estaba funcionando. Otro era el cantar cuando revisábamos los resultados en taquilla.
Los films extranjeros (que predominantemente eran yanquis) pasaron del 25% de recaudación esperado por la limitación de importaciones a arriba de un 60% entre 1965 y 1986, con picos arriba del 80% a mediados de los años setenta.
«Entonces el proteccionismo no hace nada.» No tan rápido, cerebrito.
El sistema proteccionista que, vimos, no funcionó desde las importaciones, cambió radicalmente en 1986, donde se abolió el régimen anterior y se pasó a uno de cuota de pantalla.
«Eso es como lo que tenemos nosotros.» Sí, y no. Sigamos.
Lo que establecía la cuota de pantalla no era la cantidad de salas en las que una película podía estrenarse sino la cantidad de días que obligatoriamente la película tenía que estar en cartel, sin importar la media de espectadores por sala. Establecía que era de 146 días para películas locales y en la mitad para extranjeras, y permaneció así hasta que en el año 2006 pasaron cosas, pero eso viene dentro de un rato.
Entonces: si bien la cuota de pantalla no dictaminaba lo que se podía ver o no, sí obligaba a que las producciones locales estuvieran disponibles en cartel en el caso de que alguien quisiera verlas, haciendo ganar a los films locales una suerte de «mercado potencial» que a veces era provechoso y muchas otras no.
Porque tenía un doble filo. Por un lado, los exhibidores preferían mostrar películas que fueran a darle mayor rédito económico en el menor tiempo posible y por el otro, casi un revés del mismo dilema: si iban a poder estar menos tiempo en cartel, la oferta de películas extranjera se achicaba a solo aquellas que fueran a funcionar sí o sí.
¿Esto te suena de algún lado? Sigamos.
La apertura del mercado y los tratados del libre comercio con Estados unidos en 1986 y 1988 fueron muy provechosos para: a) que las empresas yanquis pusieran sucursales y estrenaran sus películas directamente.
Y acá vos me dirás: «¿Pero cómo puede ser eso algo positivo?»
Porque al mismo tiempo, c) esas empresas locales a las que le empezaba a ir bien también estaban autorizadas a invertir en el sector cultural. Y corrieron a poner plata. En películas yanquis, por supuesto.
«Sigo sin entender por qué eso fue bueno.» Pero no seas ansiosx, querés.
Las inversiones no funcionaron y, en lugar de decir «el que se quemó con leche ve una vaca y llora», de una una manera muy oriental decidieron seguir invirtiendo, pero en productos locales. Quizás gracias a la protección y la ayuda que tuvieron en épocas anteriores, esto los ayudó a hacerles entender que el cine hecho en casa puede ser igual o mejor que el cine comprado afuera.
Y había algo más que no te conté. Durante los años noventa, como parte de cierto boom de la industria en general y el boom del estreno de Jurassic Park (1993) de Steven Spielberg en particular, el entonces presidente Kim Young-sam dijo «Esta película da casi tantas ganancias como vender un millón y medio de autos» y se le prendió la lamparita.
Lo primero que hizo fue correr al entretenimiento del rubro de «servicios» al de «fabricaciones», dándoles los mismos incentivos impositivos que tenía cualquier otra industria que sumado al «ponga el que quiera donde quiera» de algunos años después que expliqué más arriba, a los pocos años teníamos los JSAs, los Oldboys, los Tale of Two Sisters y la mar en coche y el primer boom del cine coreano a mediana y gran escala.
Demostrando así que el subsidio y la cuota de pantalla y la apertura a veces es buena, si se los hace también incentivando desde el estado no solo con dinero a productores sino con descuentos concretos a algo que empezás a considera una industria.
Y así fue como Parasite se terminó ganando no sé cuántos Óscars hace un año y un día. Todo casualidad.
No sé si deberías sacar muchas conclusiones de todo esto, y seguramente esperes a que haga un paralelo con el INCAA y una cuota de pantalla que nadie parece dispuesto a cumplir, a pesar de tener la obligación por ley de hacerlo. La verdad que después de tantos años de gritar a la misma nube, estoy medio aburrido.
Pero sí quizás quepa la siguiente reflexión: si solo contamos las medidas de los años noventa, Corea lleva casi treinta años ininterrumpidos de hacer lo mismo con un objetivo claro. En una de esas lo que nos falta, además de hacer cumplir la ley de cine, sea esperar que los que se sucedan en los puestos de los distintos gobiernos tiren del mismo carro.
Porque, si estamos todos de acuerdo, y frente al estímulo «película» respondemos «bien», los demás detalles son de ejecución y estilo. Sí, claro que deberíamos hablar de esos también un día, pero no será hoy, ni será hasta que los que dicen «es para allá» se pongan de acuerdo.
Porque los sueños, sueños son. Y acá, por lo visto, no se van a hacer realidad.