Míralos MorVIP 64
El otro Drácula
Por Santiago Calori
Discutir la importancia de Drácula como personaje en la historia del cine, a esta altura, debería estar penado con prisión efectiva. Desde los Nosferatus sin derechos de adaptación de la obra de Bram Stoker de Murnau, hasta las versiones más modernas y teen de los chupasangres en la saga de Crepúsculo, pasando por el horror de Universal, las películas de la Hammer o incluso cosas más estilizadas (si es que hay algo más estilizado que las de la Hammer) como El ansia (The Hunger, 1983) de Tony Scott, los vampiros son parte de la historia casi casi que desde sus principios.
Los vampiros (y Drácula, específicamente, pero vamos a generalizar, a pesar de que muchas de las «reglas» del género le pertenecen) son número fijo y, cada una equis cantidad de años vuelven a aparecer, como si las estacas en el pecho y el ajo no hubieran funcionado y hubieran estado «esperando» y no muertos.
Y fue un poco Bela Lugosi quien, con sus modos húngaros y el discreto honor de «haber nacido en Logoj, Rumania, cerca de Transilvania» el que estableció la medida patrón de ese Conde de modos secos y pocas palabras (esto último por su marcado acento al que le hubiera ayudado más el cine mudo que el sonoro.)
Si, claro que ese acento y esa cara no lo ayudó para una carrera de galán y, por ser amables, el bueno de Lugosi quedó un poquito encasillado.
Bueno, también por su pasión por la heroína e inyectables de todo tipo que, con el tiempo, no lo volvieron la persona más confiable del mundo del espectáculo.
Pero la vida de Lugosi, si viste Ed Wood (1994) o si leíste un poco de cine de terror, medio que la sabés. Como la gran mayoría de los actores que la pegaron mucho en una época específica, terminó en manos de Ed Wood y directores de esa calaña, del mismo modo que John Carradine terminó su carrera en manos de Al Adamson cuando la cirrosis ya lo tenía bastante tomado, haciendo valer esa redundancia.
Después llegarían los ingleses, los de la Hammer, con Peter Cushing y, especialmente, Chistopher Lee, unas historias de vampiros en colores mucho más estilizadas y algo sexuales que hicieron (y hacen) las delicias de los fanáticos de los chupasangres por décadas.
Europa tuvo vampiros de todo tipo, casi siempre respondiendo al origen rumano del mito, con el Vlad Tepes como figura adaptada casi siempre, fiel a la versión de Bram Stoker, y varios un poco más subidos de tono durante la época del euro sleaze.
Pero no es esta una entrega sobre «vampiros» en general sino sobre un «vampiro» en particular.
Y para llegar a él, además de prometer que algún día hablaré de todas esas cosas que fueron nombradas más arriba pero en forma independiente, voy a tener que contar dos historias.
Bueno, o una y media.
Esto sería: refrescar una que ya conté en un momento y otra que merece más posteos, pero sí lo básico como para poder pegar todo, además de contar una tercera que después hace un flashback a la cuarta y, en definitiva, principal.
Todo claro. Sigamos.
Primero, el contexto, claro. Porque si no, qué vamos a poder entender. Estamos hablando de la época de los autocines.
Si bien los autocines en Estados Unidos, como bien cuenta este posteo empezaron en los años treinta, su pináculo de gloria se dio en algún lugar entre mediados de los años sesenta y principios de los setenta o, más específicamente, cuando dejaron de ser «para toda la familia» y empezaron a ser lugares de experimentación adolescente / joven adulto.
Sí, que haya habido hippies y falopa y coso contribuyó a la última época de oro de los autocines que, se llenaban por lo que eran y por lo que programaban: películas totalmente fuera de cánon.
Y por «fuera de cánon» hablo de exploitation, pero también de géneros que quizás se alejaban un poco de la media, películas más chicas y todo el combo.
Peeeero, claro que las que más rendían eran las exploitation. A veces eran buenas, a veces no tanto. Y dentro de ese negocio había un jugador que hacía las cosas más rápido y mejor que muchos de sus contrincantes.
Hace su entrada American International Pictures, o AIP para más corto.
Esta es la que merece más posteos.
AIP había empezado como American Releasing Company casi dos décadas antes de lo que voy a contar (sí, estoy yendo a algún lado), aunque cambió su cambió su nombre rápidamente, de la mano de dos señores muy queribles de nombre James H. Nicholson y Samuel Z. Arkoff, el primero un gerente de ventas y el segundo un abogado.
Sí, una yunta hermosa.
La idea era vender películas al circuito de autocines y cines regionales, apuntando a los adolescentes que, por aquel entonces y muy previo al período de los blockbusters, estaban bastante relegados.
Claro que Nicholson y Arkoff no estaban solos en esta faena: tenían dos manos derechas que les acercaban proyectos «viables». Uno era el inglés Alex Gordon y el otro, quizás te suene, se llamaba Roger Corman.
Los proyectos «viables» muchas veces estaban escritos por los autores de ciencia ficción y terror de la época entre los que podíamos encontrar a Ray Russell, Charles Beaumont ¡y el mismísimo Richard Matheson!
Tanto Gordon como Corman eran los productores de las películas, scouteando «carne fresca» en las universidades para dirigir o dirigiendo ellos mismos si era necesario.
Arkoff tenía una fórmula que, decía, hacía infalibles sus productos a la que muy humildemente bautizó ARKOFF, que eran un acrónimo de:
Action: acción
Revolution: revolución (temática principalmente)
Killing: asesinato (un poquito de violencia sin romper nada)
Oratory: oratoria (buenos diálogos)
Fantasy: fantasía
Fornication: fornicación
(Algo me dice que pensó en la última y después armó de atrás para adelante, pero no tengo forma de preguntarle, la verdad.)
AIP se dedicó durante las décadas que fue un estudio independiente —esto es, hasta finales de los años setenta, cuando se vende a Filmways. En la actualidad es propiedad de MGM, por ende ¿de Amazon?— a sacar película tras película haciéndose eco de las preocupaciones que hubiera en el candelero en ese momento: motoqueros, delincuentes juveniles, hombres lobo, vampiros, películas de fiestas en playas, a veces incluso con más de una variante junta y a hacer la mayor cantidad de espectadores posible.
Corman estuvo un rato y después siguió su camino, con más nombres de compañía que el testaferro de un diputado.
Pero esto no desanimó a Nicholson y Arkoff que siguieron sacando éxito tras éxito sin mucha complicación.
Para principios de los años setenta (y acá estamos empezando a acercarnos) habían metido un éxito sólido: El abominable Dr. Phibes (The Abominable Dr. Phibes, 1971) de Robert Fuest.
«Ah, ibas a hablar del abominable Dr Phibes»
No, en realidad, no. Esa es la tercera. Pero tengo que, para que se entienda lo otro.
«¿Qué es lo otro?»
Tomá este Clona sublingual.
Para entender el éxito de Phibes, hay que entender la relación que AIP tenía con su «estrella de terror» de ese momento que era Vincent Price.
Todos de pie.
Price venía de hacer la conocida como «saga de Poe» de la mano de Corman director y había logrado convertirse, muy pesar de lo contrapelo del tiempo y los gustos, en un nuevo Bela Lugosi o Boris Karloff, o si queremos ser más contemporáneos, en un Christopher Lee norteamericano.
La saga de Poe, que duró cuatro años entre 1960 y 1964 y estaba compuesta por La pavorosa casa Usher (House of Usher, 1960), La fosa y el péndulo (The Pit and The Pendulum, 1961), Cuentos de terror (Tales of Terror, 1962), El entierro prematuro (Premature Burial, 1962), El cuervo (The Raven, 1963), El palacio maldito (The Haunted Palace, 1963), La máscara de la muerte roja (The Masque of the Red Death, 1964) y La tumba de Ligeia (Tomb of Ligeia, 1964) por si justo andabas curioso.
Todas, a excepción de El entierro prematuro, protagonizadas por el querido Vincent, que había sido un actor de poca monta en film noirs y series de televisión, y que había descubierto el estrellato gracias a este género que hizo todo lo posible por no abandonar nunca más.
Para principios de los años setenta, AIP le ofrece a Price un papel que lo iba a hacer incluso más famoso, pero que tenía sus limitaciones: el del Dr Anton Phibes.
La película iba a estar dirigida por Robert Fuest, un inglés que se había desempeñado más que nada como director de arte y que tenía ideas visuales revolucionarias.
La película —que si nunca la viste corré ya mismo a hacerlo— tiene todo lo que uno puede esperar de un producto de esa época: visual y narrativamente hablando.
Pero el rodaje fue para Price, eternamente enfundado en una máscara que le permitía poco más que respirar, un padecimiento.
Muy vocal sobre lo que había sufrido, aceptó a regañadientes hacer la secuela El regreso del Dr Phibes (Dr Phibes Rises Again, 1972), una película que no anduvo como hubieran esperado.
Pero la baja en la taquilla de la segunda Phibes no era la única preocupación para el bueno de Vincent: había otro actor que, parecía, le iba a quitar el puesto.
Hace su entrada Robert Quarry.
Bueno, o casi, porque había hecho su entrada muchos años antes y había tenido una carrera similar a la de Price.
Este es el flashback.
Su oportunidad también vino de la mano de AIP con un personaje que, le decían, lo iba a convertir en «el nuevo Bela Lugosi», cuando todos sabemos que lo que le querían decir era «el nuevo Vincent Price.»
Porque apenas un año antes de Phibes, Quarry se había puesto el traje del que, creían, iba a ser el nuevo gran vampiro, el que iba a hacer que la gente se olvidara para siempre de Drácula y dijera solamente este nombre:
Sí, hace su entrada el Conde Yorga.
La película que había protagonizado Quarry se llamaba Conde Yorga, vampiro (Count Yorga, Vampire, 1970) y había tenido un comienzo algo accidentado.
Teniendo en cuenta que las normas sobre sexo en la pantalla se estaban ablandando por aquel momento Nicholson y Arkhoff habían sugerido que la película fuera más sensual que de terror, como queriendo darle una vuelta a esa sexualidad incipiente que habían tenido durante gran parte de su existencia las películas de la Hammer.
Quarry, que tenía los ojos en «el próximo Bela Lugosi» se negó rotundamente a participar y los productores finalmente cedieron, pensando que una calificación para menos edad les podía sumar público.
La película, dirigida por Bob Kelljan que después nos regalaría la más rupturista (?) Scream Blacula Scream (1973) iba de «Drácula» con otro nombre, Conde también, que no solo no se había muerto, sino que se había ido a vivir a Los Ángeles porque se ve que se había hinchado las bolas de la niebla de Transilvania y quería un poco de sol (?) y una pareja lo llama, sin saber que es un vampiro obvio, para hacer una invocación.
Las películas de vampiros en la era moderna hoy nos pueden parecer una pavada, pero en ese momento —y a pesar de que me puede venir a decir «pero la Hammer…» y tengan razón— seguían siendo una rareza.
Conde Yorga, vampiro, increíblemente funcionó lo suficiente como para que, al igual que lo que pasaría con Phibes dos años después, le pidieran una secuela.
a segunda Yorga, llamada The Return of Count Yorga (1972) y también dirigida por Kelljan fue una decepción de taquilla y no permitió cristalizar el sueño que tenían Nicholson y Arkhoff: juntar a sus dos propiedades más famosas de ese momento.
Sí, porque si vos pensás que juntar a Batman con Superman es un invento nuevo, estás muy equivocado. Todo lo que se hace ahora lo hizo el exploitation antes y mejor.
La película que no fue, claro, fue el choque de titanes de poca monta más hermoso que hubiéramos podido imaginar: El Dr Phibes contra el Conde Yorga.
Solo nos queda soñar cómo hubiera sido.