Míralos MorVIP 60

¿El crítico definitivo?

Por Santiago Calori

Antes de empezar, una serie de aclaraciones.

Nunca me consideré un crítico. No porque los mire con desdén —bueno, a varios sí— sino porque nunca me sentí con las armas suficientes como para serlo.

Sí, pude (y puedo, semanalmente en podcasts y por acá) dar mi opinión sobre alguna que otra película, pero mi interés siempre estuvo en difundir cosas que me parecían interesantes, más que en que mi opinión valiera algo.

En los últimos años encontré en el término «divulgador», un lugar cómodo para explicar un poco lo que hago e hice y lo adopté como propio. Como esos que se copan con la ciencia sin ser científicos, y hablan de ella.

Porque, aunque no lo creas leyendo la mayoría de lo que hay para leer por todos lados, para ser crítico de cine hay que tener una preparación que pocos tienen. Y que, digamos todo, a pocos les interesa tener.

Si bien tuvimos buena crítica hace ya varias décadas, por influencia de determinadas publicaciones o sectas, como me gusta decirles a mí, la práctica de la crítica se fue devaluando en una serie de egotrips que poco hacían para aportar a la discusión cinéfila.

Porque, si aún no lo sabías, la crítica bien ejercida tiene un rol en el cine: el de plantear nuevas discusiones sobre lo que ya vimos, ofrecer una mirada diferente, desenmarañar (o marañar si es necesario) temas de conversación.

Todo eso está perdido. O casi.

No estoy diciendo que no haya crítica en la actualidad, pero hay que irla a buscar a lugares que no eran los que solía tener hace diez o veinte años.

Dos décadas atrás o más, había que hacer un recorrida por las ediciones impresas de los diarios de los jueves para leer que había pensado equis o zeta sobre determinado estreno, estar de acuerdo o indignarte al punto del enojo fuerte, y sacar tus propias conclusiones después de verla.

Generalmente, esto derivaba en encontrar un crítico con un gusto afín y pensar «si le gustó a equis, me va a gustar a mí», pegarla la mayor parte de las veces y desencantarse alguna que otra.

Los años noventa fueron duros. Una suerte de literatura del yo dominó la crítica vernácula, donde como si fuera una película de Enrique Piñeiro, el crítico se ponía por delante de la película, como si no quisiera dejárnosla ver. Famosas son las coberturas de festivales de cierta revista extinta donde se hablaba más del Dramamine que tenía que tomar equis miembro del staff porque lo mareaban los aviones que por las películas que había visto.

Se armaron logias, defensoras de tal o cual cosa a ultranza y había, en general, un discurso bastante homogéneo que repetía como un mantra lo que —digamos todo— repetían como un mantra en tal o cual festival o asociación de críticos.

Así nos fumamos en pipa el nuevo cine chino, el cine iraní y varios cines de latitudes más que, si bien tenían cosas interesantes, el solo gentilicio no convertía a una película en una genialidad per se.

Obviamente, dictaminado por estas reglas del juego, varios vieron un negocio comprando determinados títulos a bajo precio e inflándolos con las críticas positivas de tal o cual.

Porque, en ese momento, una crítica valía. No en términos de dinero, sino en términos de llevar gente a ver una película de estreno medio a las salas.

Pero para eso falta un ratito. Primero lo importante: los mitos.

Saquémonos el elefante del cuarto: el de «los sobres». En casi treinta años que me dedico a esto, jamás vi ni me enteré de un sobre de nada ni de nadie.

Y esto no es por una cuestión de incorruptibilidad y alta moral: nadie estaba (ni supongo, está) interesado en darlos.

La mejor forma de entenderlo es pensar en el volumen de estreno de determinadas películas. A una distribuidora major poco le puede interesar si a equis o a zeta su película —que va a ir a 150, 200 pantallas— le gustó o no. Va a tener pauta, va a estar en la cara de todos los espectadores posibles y en múltiples funciones para los indecisos de boletería que, aunque no lo creas, son un gran porcentaje del corte de tickets.

Sí, para nosotros que estamos acá escribiendo y leyendo esto, «Ir al cine» por «Ir al cine» a «ver qué dan y entrar en una» nos puede parecer un objeto alienígena, pero basta con ir (bueno, ahora no sé con los pandemics, pero bastaba) un sábado a la noche y ver mucha pareja eligiendo películas por el horario, entrando «a la que empiece ahora.»

Nada de todo esto puede ser tocado por el «poder» de la crítica. Si equis o zeta dijeron que la nueva de y griega es mala, difícilmente sea un problema para su recaudación de primer fin de semana.

El problema de esas películas —ya lo hablé mil veces, pero el público se renueva— es justamente lo que pasa después de ese primer fin de semana: cuando esa pareja que entró a ver «la que empiece ahora» le dice a sus amigos que no le gustó la película de y griega.

Y frente a eso, las majors ayudadas por una ley de cine con cupos de pantalla que no se cumple, tienen una solución: mandar el estreno a la mayor cantidad de pantallas posible y «hacer la plata» —un término de viejos distribuidores— en el menor tiempo posible.

Esto deriva en esas trombosis en el sistema de exhibición, con complejos de diez o doce pantallas pasando dos o tres películas, dobladas subtituladas y con una función cada veinte minutos, achicando a propuesta de cosas más pequeñas o, como nos gusta decir por acá, «de presupuesto medio.»

Pero es para otra vez y para un posteo donde un viejo le grita a una nube. Acá estamos para hablar de críticos.

Ya establecimos que «los sobres» nunca existieron. Pero te teasié algo más arriba que viene ahora.

Lo que sí existieron fueron algunas «asociaciones ilícitas» donde determinados críticos tenían intereses —o incluso habían puesto plata y tenían un porcentaje de la taquilla— en algún estreno mediano a chico y podían, en aquel momento, generar un pequeño éxito comercial con dos o tres críticas positivas.

¿El sabor de la cereza (Ta’m e guilass, 1997), anyone?

Lo cierto es que las majors, intocables por la crítica de los diarios y revistas, con el tiempo se dieron cuenta que era más fácil abrir sus puertas a los fans que a los que tuvieran algún tipo de marco teórico que, por aquel y este (?) entonces, estaba más cercano, como dije antes, a la literatura del yo que a un escrito de Homero Alsina Thevenet.

Y así es como llegamos hasta nuestros días, con una ola de oligofrénicos DICIENDO EN CAPS LOCK EN REDES SOCIALES LO MUCHO MUY FAN QUE ERAN DEL (inserte el producto, remake, saga, adaptación de comic que esté de moda esa semana) y haciendo ruido. Todo el ruido posible en el menor plazo de tiempo estipulado, generalmente coincidente con ese fin de semana crucial «antes de que se aviven.»

«¿Entonces «los sobres» están acá?»

No, tampoco. Lo que sí hay es un deseo de «pertenecer» que nubla cualquier tipo de pensamiento crítico.

Pero «los sobres» no son el único mito.

Nos cansamos de escuchar es el de «los críticos no ven las películas». Y acá, justamente, es donde aparecen los grises.

Es mítica la historia de un encumbrado (y hoy fallecido) crítico de cine con llegada la televisión que enviaba un emisario a ver las películas por falta de tiempo y este se las contaba, o la cantidad de siestas —ronquidos incluidos— que hemos presenciado a lo largo de patear privadas.

¿Debe un crítico ver la película que está criticando? Sí, claro, pero más de eso más abajo.

¿Está mal que alguien harto de su laburo después de, no sé, treinta años de hacerlo y se duerma viendo una de un cocodrilo gigante? Bueno, no en la medida en la que no vaya y haga mierda la película después.

Y eso pasaba mucho. Sobre todo con el dormía y roncaba, pero hoy duerme el sueño eterno.

Pero basta de chimentos enigmáticos de Indiscreciones: estoy acá para contar una historia.

Algunos —tres, me animaría a decir, pero no estoy tan seguro y me gusta escribir «de memoria»— BAFICIs atrás apareció un extraño documental español.

Si sos habitué del festival quizás ya sepas para dónde estoy yendo, si no preparate, porque vas a descubirir a un personajón.

Se llama Óscar Peyrou y se desempeñó —y se desempeña aún— crítico de cine en España, a pesar de ser —orgullo catastral total— argentino.

Emigró a España en 1976, trabajó para EFE y es actualmente el Presidente de la Asociación Española de la Prensa Cinematográfica, Delegado de la Federation Internationale de la Presse Cinematographique (FIPRESCI) en Madrid y Delegado en España de la Federation of Film Critics of Europe and the Maditerranean (FEDEORA).

Su pasión por Borges, que decía que le gustaba hablar de libros que no había leído, le hizo prender la lamparita: podía hacer lo mismo con su profesión y ponerle un poco de sal a la cosa.

Peyrou sostiene, por una serie de tesis que ha elucubrado con los años que no hay que ver las películas para criticarlas.

No como hacía el que mandaba al emisario ni como el que ahora duerme el sueño eterno, sino como alguien que esgrime el suficiente marco teórico como para ¿poder hacerlo?

Su teoría —un poco chanta, un poco risible, tan argentina que duele— es que al ver la película, el crítico pierde la objetividad sobre el producto que está criticando.

Pero no montes en cólera y empieces a gritarle «¡Estxs hijxs de putx…» a la pantalla porque, quizás, lo que hace Peyrou es simplemente un ejercicio.

Un ejercicio que nació como un chiste, y para un medio muy específico. En Canibaal, una revista cultural española bastante experimental Peyrou propuso hacer un ejercicio: escribir reseñas de las películas sin verlas, basándose solo en el afiche, sus colores, tipografías y una serie de reglas.

El resultado, como te podrás imaginar, no distaba mucho de críticas de gente que sí había visto la película.

Por ese simple ejercicio, a fuerza de ser quien era y ayudado por un audiovisual del cual hablaré en un instante, Peyrou fue construyendo, la imagen del «crítico que no ve las películas», algo que, digamos, no es del todo así.

Peyrou tiene, como es debido, un documental a su nombre. Se llama En busca del Óscar (2018) y está dirigido por Octavio Guerra.

La película sigue a Óscar por festivales y en su vida cotidiana, construyendo una suerte de ficción / no ficción donde él sostiene su teoría quizás mucho más allá de lo que realmente la pone en práctica.

Yo la vi ese BAFICI que te dije, desconozco que tan encontrable está, pero seguramente internet tenga más soluciones que problemas, incluso cuando esas soluciones incluyan tener que hablar con ese amigo que tiene buen ratio en Karagarga.

Frente a este escenario desolador, ¿qué nos queda? Bueno, seguir haciendo nuestro trabajo honestamente, como hicimos siempre. Hablar de las películas que nos llaman la atención, tratar de discutirlas, tratar de que lleguen a la mayor cantidad de gente posible.

¿Porque nos están pagando? No, claro que no. Porque nos gustan las películas y sabemos que a un montón de gente también. La que queda es generar tu nicho, que si todo sale bien no termina siendo uno de Actores en la Chacarita, y seguir adelante.

Esa es un poco la razón por la que existe Míralos Morir, y varios newsletters más. Tratar de contagiar esas ganas de ver a la mayor cantidad de gente posible, Y acá, parado casi un año y medio después, te puedo decir que la cosa no está tan mal.

Gracias.