Míralos MorVIP 53

Dos gatos por dos liebres

Por Santiago Calori

Basta con hacer una breve búsqueda en internet para saber que:

«La expresión ‘vender gato por liebre’ surge de la costumbre tan extendida en la Edad Media de ofrecer platos con liebre como elemento principal, cuando en realidad se hacían con gato, debido a la similitud tan espectacular que presentan ambos animales una vez se han desollado. Era tan común esta práctica que pronto la expresión abarcó un significado más allá del engaño culinario.»

Esto aplica a muchos órdenes de la vida: cuando vas a la verdulería, cuando comprás toallas por Mercadolibre y también con las películas.

Y no te hablo de un súper poster que te promete el oro y el moro y después termina siendo meh, como la mayoría de las de terror que usan esta tipografía y nos dejan con la bronca del engaño al borde de los lagrimales.

Hablo de guionistas, que no necesariamente «engañaron» a los espectadores pero sí a los que les estaban poniendo la plata para que escriban una película o para hacer una que había escrito.

Y justamente en el «habían escrito» radica la gracia de todo esto.

«Pero vos dijiste que los directores siempre filman la misma historia»

Verdad. Y esto también puede aplicarse a las obsesiones típicas de los guionistas que podríamos analizar sin descanso durante semanas enteras (no descarto hacerlo, me podés putear acá si te parece que me estoy yendo de mambo) y encontrar más coincidencias que un paranoico del Pizzagate.

Hace un par de semanas, en Hoy trasnoche hablábamos (muy elogiosamente, por cierto) de Seance (2021), la primera película como director de Simon Barrett, el guionista de, entre otras, dos películas que me (y nos) gustan mucho: You’re Next (2011) y The Guest (2016) y, sin querer queriendo al ver su primer esfuerzo como director, nos dimos cuenta que «este hijo de puta hizo el truco de nuevo.»

Si no viste The Guest ni Seance, te recomiendo que no sigas leyendo, sino que vayas, las veas en ese orden y vuelvas.

Como siempre, dejo música de espera.

Bueno, te acabo de hacer por lo menos 10% más feliz, eh.

¿Qué hace Barrett? Simple: construye una película que pensamos es una cosa y en la mitad nos cambia radical (y digamos todo, muy riesgosamente en términos de verosímil) lo que estamos viendo.

En The Guest es un experimento médico militar preparado para matar, en Seance un ángel de venganza, pero la forma y la estructura son calcadas.

¿Está mal? No, claro que no: sobre todo si lo que está contando está bueno y no nos damos cuenta con indignación sino con la admiración del que dice «Qué bien que la hizo este hijo de mil putas.»

Claro que Barrett no está solo en este barco. Como te decía antes, obsesiones tenemos todos (incluso los que no escriben) y comportamientos Pavlovianos también.

Kevin Williamson, un guionista que (decía) había escrito una comedia de terror en un fin de semana revivió de la noche a la mañana un género al que nadie hacía años le podía encontrar el pulso.

Dándole niveles de autoconsciencia casi lindantes con el de «alguien habla a cámara explicando que esto es una película» Scream: vigila quien llama (Scream, 1996) transformó el slasher para siempre: los asesinos con máscara y cuchillo volvían a estar de moda.

Ni lerdo ni perezoso, Williamson vendió ¡ese mismo año! un guion que, parecía, se tomaba las cosas en serio pero, en el fondo, estaba vendiendo dos veces el mismo gato: Sé lo que hicieron el verano pasado (I Know What You Did Last Summer, 1997)

«Bueno, pero en el terror son todas medio parecidas»

Te podría llegar a dar la derecha, si no fuera porque se ve que Williamson, en realidad, quería contar historias de adolescentes en pueblos: la saga de Scream la fue mechando con guiones y showrunning de Dawson’s Creek. Mal que nos pese, Williamson fue a los años noventa lo que John Hughes fue a los ochenta, quizás con más elementos cortantes.

(El otro día, no recuerdo si al micrófono o no -a cierta edad todo se confunde un poco-, Seba de Caro me dijo que para él Sé lo que hicieron el verano pasado es mejor que Scream: vigila quien llama. Dejo esta polémica acá porque las luchas hay que tenerlas (?))

(Y siguen las polémicas, con dos paréntesis seguidos porque puedo (?): lo que sí es en innegable es que Scream nunca hubiera sido posible sin la preexistencia de La nueva pesadilla (Wes Craven’s New Nightmare, 1994), la película que Craven hizo inmediatamente antes donde dejó de coquetear con la idea de la autoconsciencia en el horror y fue directo a la comedia de enredos. Pero eso, te imaginarás, es para discutirlo más largo otro día.)

No hace falta hacer un esfuerzo muy grande para hablar (y bien) del enorme Larry Cohen, guionista de cosas geniales (FX: Efectos especiales (Special Effects, 1984), y Maniac Cop (1986), por poner un par de ejemplos) y director, bueno, de algunas muy buenas (El montsruo está vivo (It’s Alive, 1974), God Told Me To (1976) y Q (1982)) y otras no tanto pero no por eso menos entretendidas (La sustancia maldita (The Stuff, 1985), La ambulancia (Ambulance, 1990)) que hará unos veinte años hizo su último truco con ese nivel de fineza que solo los grandes alcanzan.

Cohen tenía una idea y la vendió dos veces. Y resultó en dos películas parecidas pero distintas que, daba la sensación, iban a desatar un subgénero en sí mismo (un poco si consideramos a Crank (2006) como una prima medio que sí paso), una sensación que se terminaba cuando nos dábamos cuenta que el guionista de ambas era el mismo.

Sí, claro que hablo de Enlace fatal (Phone Booth, 2002) y Celular (Cellular, 2004) y, que nos amagaron con el subgénero «el tipo no puede colgar el teléfono»: uno móvil, otro fijo, pero en el fondo, la misma película.

Tuvo la delicadeza de escribir la primera y aportar la historia a la segunda, algo que se nota en lo firme y determinada que es la de Schumacher y lo all over the place que es la del Ellis, muy a pesar de lo divertida que es y del chiste de Ricky Martin.

Si las ponés una al lado de la otra, las películas son iguales, pero como pasa con las dos de Barrett o las dos de Williamson, son disfrutables por derecho propio, asumiendo siempre el postulado de no ser el que mira dónde está escondida la paloma en la galera del mago.

No seamos esa persona. Esa persona es muy infeliz. Ayudémosla.

Volviendo: ya hablamos de Barrett, de Williamson y hasta del bueno de Cohen. Pero: ¿qué pasa cuando el guionista que se autoroba y mete la misma idea dos veces es un nominado al Oscar? Y, más importante: ¿qué pasa si lo que se chorea es su hit numero uno?

Hace su entrada Paul Schrader. Sí, el de Taxi Driver (1976) que, quizás no lo sepas, escribió la misma historia dos veces. Bueno, la segunda tenía un poco más de ketchup.

Schrader es uno de los mejores guionistas (si leíste Moteros tranquilos, toros salvajes, milagrosamente) vivos que tenemos (además de Taxi DriverObsesión (Obsession, 1976) de Brian De Palma y Toro salvaje (Raging Bull, 1980) y La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988) de Martin Scorsese, por nombrar algunas), además de ser un director errático por momentos (The Canyons (2013)) y genial por otros (¿Dónde está mi hija? (Hardcore, 1979), Auto Focus (2002) y hasta First Reformed (2017) si la querés meter en la bolsa).

(Si no se te complica el podcast en inglés, te recomiendo mucho esta entrevista que hizo con el escritor -y su amigo- Bret Easton Ellis, que tiene unos momentos de sincericidio hermosos.)

Schrader después de Taxi Driver estaba en la cresta de la ola, cotizadísimo y más duro que una puerta Pentágono. Venía vendiendo guiones a diestra y siniestra, pero la balanza de debe y haber se le estaba complicando con su estilo de vida.

¿Desesperado? ¿Quemado y olvidándose la otra? Decidió escribir una historia sobre un veterano de guerra que vuelve a una sociedad hostil y decide tomar la justicia por mando propia.

«Ah, te confundiste: estás hablando de Taxi Driver

No, estoy hablando de Tormenta arrolladora (Rolling Thunder, 1977), una del año siguiente.

Pero para hablar de ella, vamos a tener que hacer un poco (poquito) de historia.

La primera mitad de los años setenta, Estados Unidos tuvo la guerra de Vietnam y un cine de «vengadores anónimos» y no tanto con películas como las de Charles Bronson y las de Clint Eastwood.

Estos héroes falibles y rotos funcionaban porque la sociedad estaba agrietada entre los que veían en los (ya fallidos también) hippies como una amenaza y entre los que no.

Para 1975 la guerra finalmente terminó y esto trajo consigo, primero «mucha tropa no riendo en las calles» y la comprobación empírica de que el país en general y el sueño americano en particular estaban destrozados.

Las películas lo mostraban, ya fuera desde un costado netamente positivo y pro belicista (sobre todo antes del 75) y todo lo contrario con Taxi Driver que, si bien no fue la primera (podríamos citar a Míralos Morir (Targets, 1968) de Peter Bogdanovich como una anterior, pero de menor llegada) sí fue la que más ruido hizo.

Schrader, después de ese guion y la vida disipada que expliqué antes quedó con la idea rumiando en la cabeza. Decidió aportar otro punto de vista (esta vez en un guion coescrito con Heywood Gould que, bueno, después escribió Coctel (Cocktail, 1988)): uno que tenía un poco más de filo.

Sí, un poco más de filo que Taxi Driver.

Sí, en una película que quizás no era tan buena como Taxi Driver, porque no la dirigía Scorsese sino John Flynn, que después nos regaló joyas como Condena brutal (Lock Up, 1989) con Stallone o Furia salvaje (Out for Justice, 1991) con Steven Seagal o la malograda Proyecto Brainscan (Brainscan, 1994) de cuya oscura historia hablaremos algún día.

O sí tan buena.

Tormenta arrolladora es, sin lugar a dudas, la primera película de un estudio grande en hablar de la guerra con semejante franqueza. Algo que, vamos a ver en un momento, fue un precio muy alto para pagar.

En la película el Mayor Charles Rane vuelve a casa. Y casa es Texas. Lo reciben como a un héroe, lo aplauden, le dan premios.

¿Y su casa cómo anda? No tan bien, digamos: su mujer ya se casó con otro y su hijo ni lo reconoce.

Es el momento de aclarar que Rane estuvo siete años en un campo para prisioneros y tiene un shock post traumático para poner en un cuadrito. Tanto, que extraña estar ahí.

Un hecho delictivo le va a cambiar la vida (y la mano) para siempre.

Te voy a dejar adivinar qué hace Rane frente a lo que le caba de pasar.

Muy bien: te ganaste esta fantástica mampara para baño: se vuelve a poner en sintonía de guerra y sale a buscar a los que le hicieron lo que le hicieron con una venganza brutal y sangrienta.

Tan brutal y sangrienta que la MPAA (ya hablamos de ella la semana pasada) le puso encima el estigma de una calificación X y la película tuvo una relevancia cercana a nula en el circuito cinematográfico más o menos decente.

Y es por eso que estamos hablando de ella hoy. Porque muchas veces las grandes películas tienen mala suerte y segundas oportunidades.

La suerte que tuvo Tormenta arrolladora es haber sido una de las películas favoritas de Quentin Tarantino, que se ocupó de comprar los derechos, remasterizarla, reestrenarla y editarla en una calidad hermosa para el circuito de video hogareño. Recién ahí la película tuvo el respeto y el prestigio que se merecía.

¿Vendió Paul Schrader dos veces la misma película? La verdad que la respuesta es más cercana a un «Seh» que a otra cosa.

Lo verdaderamente relevante debería ser preguntarnos: ¿Decidió hacer una versión mucho menos volada y más terrenal de Taxi Driver? No te quepa la menor duda.

Antes de cerrar, me permito agregar algo que ni en pedo es una teoría con algún basamento, pero: no hubiéramos tenido Rambo (First Blood, 1982) sin Taxi Driver, un concepto que podemos discutir con gráficos y filminas y no ponernos de acuerdo nunca. La que no tiene discusión alguna y esta sí la peleo espalda con espalda, es que seguro que la vida de John Rambo en la pantalla hubiera sido muy distinta si no hubiéramos tenido Tormenta arrolladora.

Hagamos de cuenta que sos de lxs que no la vieron: ¿qué hacés que no estás corriendo a verla? ¿Estás salvando vidas?