Míralos MorVIP 10
Dale ratón,
que acá no te ve Miguelito
«Disney es magia, es diversión», cantábamos niños y niñas a principios de los años noventa, imaginando que la empresa de Walt y su ratoncito era de manera literal y figurada un lugar en el que no cabían desilusiones, fiascos o discordias.
Disney era sinónimo de imaginación, sueños, aventuras imposibles, corazón y maravillas ilimitadas en nuestras infancias menemistas. Y eso, creíamos, siempre había sido así porque así estaba presentado.
Con La Sirenita, La Bella y la Bestia y Aladdin protagonizando nuestras candorosas obsesiones no imaginábamos que poco tiempo atrás esa tierra fértil de dólares e ilusiones era un culebrón oscuro lleno de miserias y experimentos ¿fallidos? que con suerte nos llegaban como curiosidades o lados b en el videoclub una vez que ya habíamos visto todo.
Estábamos atravesando lo que se conoce como “el Renacimiento” o la Renaissance, la luz que llegó después de la Dark Age (época oscura, sí, pero no me digan que en inglés no queda más dramática) que se extendió por casi veinte años en los que los que los éxitos ya no brillaban tanto y la empresa parecía haber perdido su olfato popular y comercial.
La historia de Walt Disney Studios se puede dividir en unas ocho o nueve etapas: la de Mickey Mouse (1928-1937), la Golden Age (1937-1942), guerra y postguerra (1943-1949), Silver Age y F for Walt (1950-1967), Dark Age (los más buenos llaman “Bronze Age” a la primera mitad pero generalmente va de 1970-1988), The Disney Renaissance (1989-1999), Post Renaissance (2000-2009), Segundo Renacimiento/Revival (Pixar, Star Wars, Marvel y SOMOS LOS DUEÑOS DE TODO, 2010-actualidad).
En resumen: arranca y cuesta, wow cómo la pegamos, qué drama los nazis, se nos fue el jefe, ke asemo, ah bueno ahora sí que volvimos, mmm nos quedamos, listo fin somos los dueños de todo nadie pasa de esta esquina.
Ahora sí, vamos a los setenta.
Menos de cuatro años antes de arrancada la década, el 15 de diciembre de 1966, moría Walter Elias Disney a sus 65.
Resulta que llevaba como medio siglo fumando y el cáncer de pulmón se lo llevó después de haber pasado algunas semanas internado en el hospital. Llegó a trabajar en 81 largometrajes, contando El Libro de la Selva (The Jungle Book) y El Millonario Feliz (The Happiest Millionaire) de 1967. La producción de títulos live action continuó casi como si nada pero la animación disminuyó. De casi una al año pasamos a cinco entre 1970 y 1981, ya veremos por qué.
Muerto el creador del circo la cuestión quedó en manos de Roy O. Disney. Tomen nota, amiguitxs: si vamos a crear un imperio y ya estamos grandes o medio pachuchos no dejemos como heredero a nuestro hermano mayor.
El 20 de diciembre de 1971, dos meses después de la apertura de Walt Disney World, el big bro la queda. Por primera vez la empresa quedó en manos de tipos cuyo apellido no coincidía con el logo.
Bienvenidos Donn Tatum, Card Walker y Ron Miller, yerno de Walt. De manera casi lógica este último fue el que de alguna manera acercó el legado del pater familias a las nuevas generaciones.
Miller trató de tentar al sector adolescente que históricamente les huía. Terminó creando el sello Touchstone (Splash -1984-, Buenos Días Vietnam -Good Morning, Vietnam, 1987-, ¿Quién Engañó a Roger Rabbit? -Who Framed Roger Rabbit?, 1988-) y más tarde Disney Channel.
Mientras los otros dos se centraban en expandir los parques, hoteles y esas cuestiones el bueno de Ron pretendía descifrar qué era lo que quería ver el mundo. Su reinado total como presidente de Walt Disney Productions fue breve (1980-1983) pero intenso, muy marcado por intentos de golpe financieros y demás bardos dignos de un crossover entre Game of Thrones y Succession (¿acá se puede hablar de S-E-R-I-E-S?). Cuando los números no son tan abultados y el nananana líder pierde robustez los buitres aprovechan.
Irónicamente, su gestión persiguió el éxito de una aventura que se les había escapado: metidos en sus propios mambos y vicios temáticos no supieron leer a tiempo a un público que miraba para atrás para ir para adelante. “Disney había abdicado su corona en el mercado infantil y nada lo había reemplazado”, dice Peter Biskind que alguna vez George Lucas aseguró al contar cómo fue que se le ocurrió esa trama en una galaxia muy, muy lejana.
La Montaña Embrujada (Escape to Witch Mountain, 1975), El Hombre Más Fuerte del Mundo (The Strongest Man in the World, 1974, con un Kurt Russell en el que súper apostaban), Los Osos y Yo (The Bears and I, 1974) y La Pandilla de Cupido Motorizado (Herbie Rides Again, 1974) eran productos familiares súper tradicionales de alguna manera sostenidos por algo que ya les había funcionado. El tema es que ya no servía, o al menos no como antes. Ninguna hizo ruido en la taquilla, ninguna penetró en el imaginario colectivo.
Después de ver cómo Hollywood le rompía el corazón una y otra vez, de partir a San Francisco y volver con la cola entre las patas y más, Lucas la pegó en 1973 con American Graffiti.
“Ahora sí, se me dio, después de este hitazo que costó menos de un millón e hizo como 140 me van a dejar hacer lo que quiera”. Pues no, mi ciela.
Primero se bancó que no le dieran los derechos de Flash Gordon para adaptar. Ok, no hay drama, armo mi propia historia tomando un poco de acá y un poco de allá. Una vez que quedó satisfecho con su collage salió a venderlo por la ciudad de los sueños destrozados.
Universal -beneficiada por su film anterior- le contestó te lo agradezco pero no, en United Artists le dijeron “no sos vos, soy yo” y así se le fueron cerrando las puertas, incluida la de… sí, Disney.
“Si Roy estuviera vivo me la sacaría de las manos” parece que aseguró todo cocorito. En aquel momento se creía que la ciencia ficción era veneno y La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977) sólo fue posible gracias a Alan Ladd Jr., el único demente que dijo que sí en lo que era 20th Century Fox (#blessed, ¿vas viendo cómo todo igual termina en las mismas manos, no?).
La verdad es que ni el muchacho de Modesto, California esperaba hacer mucha plata, la sospecha era que iba a salir empatado, pero sí estaba canchero en esa de que “esta es una película de Disney” y que aunque no fuera a haber ganancia en un principio los billetitos llegarían con los chiches y parafernalia extra.
Ya sabemos que calculó todo mal, desde el presupuesto inicial (iba a ser de unos ocho millones, superó los diez) hasta las ganancias (tiró unos dieciséis y, bueno, se imaginarán, pasó los cuatrocientos ya de arranque) pero acertó en el resto.
En uno de los más grandes mirá de quién te burlaste de la industria hizo que la compañía soñada para su universo se pasara décadas siguiendo sus pasos hasta finalmente comprarle todo su imperio por una cantidad obscena de millones de millones de millones de millon… ya entendiste la hipérbole.
Imaginate entonces la novela durante esas reuniones de Walt Disney Company.
Las audiencias jóvenes que tanto querían seducir, esos adolescentes que alguna vez había entretenido Roger Corman con sus producciones de bajo presupuesto hoy buscaban algo un toque más “sofisticado” o “maduro” que lo que ellos les habían ofrecido.
El Exorcista (The Exorcist, 1973) demostró que se bancaban el horror, Tiburón (Jaws, 1975) la sangre y La Guerra de las Galaxias que el sci-fi podía ir más allá del mundillo especializado que manejaba Star Trek. De alguna manera tenían que explotar algo de todo eso, de alguna tenían que colgarse y, ya que estaban: ¿por qué no de todas?
Bienvenidxs oficialmente a la época más “darks”, pesadillesca e interesante desde lo creativo de la marca familiar más ambiciosa de todos los tiempos.
En 1979 se mandaron con uno de sus títulos más inexplicables y el más opulento hasta aquella fecha: El Abismo Negro (The Black Hole), la primera con calificación PG -puede tener cosas no aptas para chicos-. Con un viejo guión recauchutado trataron de morder un poco del hype de la disaster movie (Aeropuerto -Airport, 1970-, La Aventura del Poseidón -The Poseidon Adventure, 1972-, etc) y el gustito por la space opera que había quedado tras la estela del Halcón Milenario. Las malas palabras (algún “hell” y “damn”), unos droides zombies, una locurita surrealista entre el Cielo y el Infierno y Anthony Perkins sufriendo una muerte violenta en manos de un robot rojo resultaron un poco más fuertes que Darth Vader y su Estrella de la Muerte para la audiencia de la época que ya venía mandándoles cartas de odio diciendo que estaban manchando la memoria del bueno de Walt. Hasta el momento sólo se habían animado a explorar el género con adaptaciones bien old school como Julio Verne pero una vez que se animaron decidieron insistir con ese rumbo.
En 1982 llegó Tron y ni aun con sus innovaciones técnicas, su tono algo más amigable, buenas reseñas y premios pudieron anotarse un puntito.
Disney había dejado de marcar el camino del entretenimiento a gran escala en la pantalla y se limitaba a seguir a otros.
Tal es así que en 1980 coquetearon con el terror y sumaron una rareza que (hola, autorreferencialidad total) es una de mis favoritas: El Observador del Bosque (The Watcher in the Woods, justo acá que no tenían que traducir literalmente se les dio por hacerlo, bue). El productor que lo convenció a Miller en su momento le tiró “esta puede ser nuestra Exorcista” risas. Bette Davis hace de la dueña de una casona gótica británica a la que se muda una familia estadounidense, le empiezan a pasar cosas fantasmagóricas a los pibitos y parece que todo tiene que ver con la desaparición de la hija de la doña. Hubo muchas peleas por el tono y el registro, lo que terminó afectando hasta la performance de la reina de los ojos particulares, que parece estar ahí más por el cheque que por otra cosa. Se estrenó en Nueva York durante abril y el plan era llegar a los 700 cines para junio pero el final resultó tan oscuro y tétrico para su público que tuvieron que levantarla y rearmar la producción para hacer cambiar completamente el cierre con unos reshoots que costaron más de un millón de dólares. Pusieron casi diez millones, ganaron cinco. Las cuentas seguían sin cerrar: por acá tampoco era.
Otra innovación que probaron en aquella era fue colaborar por primera vez con otro estudio. Esa alianza con Paramount Pictures nos dio la Popeye (1980) de Robert Altman y Dragonslayer (1981). La niña que se tuvo que fumar a Robin Williams como el marinero come espinaca y a Shelley Duvall como Olivia a los cinco años después de que su abuela seleccionara dicho VHS no les perdonará nunca esas casi dos horas en las que su psiquis luchó para no caer en una depresión que ni el divorcio de sus viejos había conseguido. Gracias Altman por hacerme sentir el frío abrazo de la nostalgia a una edad en la que todavía ni siquiera tenía recuerdos. La adulta de hoy valora que todos los involucrados (Robert Evans TKM, no me importa nada) hayan expuesto su salud a no sé bien qué tipo de drogas duras para darnos tan particular producto.
De Dragonslayer podría escribir todo un paper (buena, Flor). Claro que recaudó poca plata, indignó a la gente por sus escenas “fuertes” y fue considerada un fracaso pero generó un culto inmediato y se convirtió en una referencia potentísima para historias similares que vinieron después, incluida una escrita por un tal George R.R. Martin -pueden escuchar mencionar el nombre Vermithrax en el S1E4-.
No sería justo dejar afuera a La Feria de las Tinieblas (Something Wicked This Way Comes, 1983), probablemente uno de los resultados y puteríos más interesantes. El director Jack Clayton se peleó con el autor Ray Bradbury, echaron al editor porque no les gustó el corte, tiraron el score original -que después se consiguió aparte, recomiendo buscarlo-, contrataron un guionista en secreto para que retocara el libro, borraron lo que hubiera sido uno de los primeros usos de CGI en la historia del cine, un actor se quejó porque en los reshoots le pusieron encima 200 tarántulas que le dieron urticaria y más joyas del estilo.
Bueno, tampoco puedo dejar afuera a otra de mis más queridas: Regreso a Oz (Return to Oz, 1985). Todavía no entiendo cómo existe, pero sonrío cada vez que me acuerdo de esa vitrina de cabezas y el sentimiento de pavor y soledad de Dorothy caminando por la Ciudad Esmeralda en ruinas.
Intentaron pero no salió, ¿qué hicieron entonces? Ron Miller se dio cuenta que necesitaba un nuevo sello para dirigirse a ese otro público y así nació Touchstone Pictures como una división aparte que podía hacer y distribuir films más adultos sin cascotear el perfil ATP.
Splash la rompió y zafó de alguna censura a mano de Walker (CEO hasta 1983) sólo para terminar con las nalguitas de Daryl Hannah tapadas digitalmente por una mata extra de pelo en Disney+. Miller en algo había acertado: podían sacarle jugo a otro tipo de historias, sólo que había que hacerlo bajo otra marca.
Ese gol le duró poco, igual, porque se quedó con el cargo mayor de la WDC durante solo un año y partió en 1984. A fines de los setenta, en una entrevista con la revista Starlog, comentó: “Parece que nuestro producto tiene un límite, el grupo etario al que siempre le hablamos ya no nos da los grandes números de espectadores que otros estudios sí están consiguiendo”.
Hoy siete de las diez películas más taquilleras en la historia empresa son de Marvel o Star Wars, o sea, siguen de alguna manera la lógica por la que Ron se jugó todo cuando le tocó manejar el negocio. Si te interesa toda esta época de pleitos e intrigas, podés leer más en Disney War, el libro de James B. Stewart.
Si bien la animación había quedado un poco relegada, económicamente sus números eran más sólidos que las apuestas con gente de carne y hueso (no tan así en cuanto a críticas o fanatismo). Robin Hood (1973) se defendió bien -todavía no nos habíamos dado cuenta cómo chorearon reciclando imágenes- y salió ganando. Bernardo y Bianca (The Rescuers, 1977) es probablemente la mejor de su camada y sobrevivió una guerra ideológica interna que merece su propio documental. El Zorro y el Sabueso (The Fox and the Hound, 1981) marcó un antes y un después: es la última en la que trabajaron varios miembros de Los Nueve Ancianos -juro que yo no les puse ese nombre pero es espectacular-, los tipos que arrancaron con Walt y en quienes él delegó la animación.
En ese momento Miller todavía estaba a cargo y le sacó el proyecto a un director más viejo para dársela a uno más joven. La “nueva tropa” incluía a John Lasseter, Tim Burton, Brad Bird, Henry Selick y más nombres que después tendrían un rol clave en el Renacimiento, Pixar o cosas así.
Esta transición no fue del todo sedosa o amorosa y en el medio de la producción sucedió otro hecho clave. A sus 42 años Don Bluth, harto de que un grupo de gerontes lo obligue a abrazar la naftalina, se organizó con algunos compañeros, renunciaron, dijeron que no querían ni figurar en los créditos, agarraron sus petates y se fueron. Al toque armaron su propio partido y ganaron las elecciones (bueno, algo así, por un rato por lo menos). Pero esa es otra historia.
Mediados de los ochenta, nuevos ejecutivos a cargo, nuevos animadores, un caldo creativo de oportunidades que nos dio menos de lo que nos hubiera gustado pero algún día será una bella docuserie.
De los lanzamientos de Walt Disney Animation Studios durante la Dark Age dos son considerados éxitos moderados, uno un fracaso dramático y el cuarto el mismísimo chosen one que vino a salvarlos a todos. Estos últimos dos son El Caldero Mágico (The Black Cauldron, 1985) y Oliver y su Pandilla (Oliver & Company, 1988).
Y, como el mundo es un lugar bastante horrible, los roles están invertidos por lo que la más interesante es considerada la mancha y la otra más meh la joya.
Entre una cosa y otra también perdieron a Tim Burton. El ex de Helena venía de laburar en el arte de varios de los films mencionados y sus piezas nunca llegaban al corte final. Claro que aprovechó la confusión para hacer los cortometrajes Vincent, Hansel and Gretel y Frankenweenie hasta que lo echaron diciéndole que gastaba la guita en cosas que ningún niño podía disfrutar. A ese otro MDQTB le faltaba un poco menos que al de Lucas para materializarse.
Las idas y venidas de El Caldero Mágico inflaron los gastos hasta un desmesuradísimo total de 44 millones de dólares, récord en ese momento. Cuenta la leyenda que las pequeñas almas presentes en el primer test screening no soportaron cierta escena clave y salieron de la sala llorando apenas arrancó. Jeffrey Katzenberg, uno de los nuevos capos, se metió en el cuarto de edición a cortar él mismo las escenas hasta que lo calmaron. Cuando llegó a los cines le ganó la de los Ositos Cariñosos (en la que un estudio canadiense minúsculo había gastado dos pesos con cincuenta). Así se ganó el apodo “la película que casi mata a Disney” y pasó más de una década sin edición en formato hogareño, por eso tal vez no la tengas tan presente como a otras, simplemente no se conseguía porque no querían que la vieras.
Tres años después vino a salvar las papas un gatito naranja llamado Oliver, una reversión dickensiana y adorable a la que Policías y Ratones (The Great Mouse Detective, 1986) le había preparado el terreno -las finanzas ya no estaban en rojo, je-. Gestada y desarrollada con la gerencia “joven” y perdidos por perdidos la usaron para experimentar con varias cosas: reincorporó los musicales (que durante el Renacimiento serían parte clave del éxito), cambiaron el catálogo de sonidos clásicos, metieron mucha más animación por computadora -inaugurando departamento propio- y fue la primera en sumar avisos publicitarios de marcas reales.
Desde su lanzamiento Disney Feature Animation arrancó una racha de una película por año, con las excepciones de 1993, 2006, 2015 y 2017. Las críticas señalaban la falta de vuelo e inspiración pero la taquilla acompañó (aunque la primera de Don Bluth le robó el primer puesto el día del estreno pero ya les dije que esa era otra historia) y también fue la primera animada en superar los cien millones en su estreno internacional original. El público habló y prefería lo seguro: bichitos adorables, historias conmovedoras y canciones. Yay.
Hubo un Disney que estuvo a punto de quebrar, un Disney que estaba bastante alejado de lo que la gente elegía, que parecía no saber adónde ir ya sin la atención y cariño de los más chicos, que trató de ponerse la ropita de moda y no le salió. La tensión y confusión de ese momento único generó al titán que hoy domina la cultura pop y amenaza con devorarlo todo pero también potenció la imaginación y sensibilidad de quienes se animaron a probar algo distinto y de quienes crecimos viendo el producto de todo eso sin tener idea de lo que pasaba detrás.
Hace un rato mencioné que Ron Miller explicó que lo que él quería era que pensaran “Che, mirá, no era tan predecible Disney” (les juro que dijo “che”). Viendo año a año cuáles son las películas más vistas, una vez más tenía razón pero le faltaba una vueltita a la cuestión: al final los formuleros, programados y predecibles no eran los estudios, éramos nosotros.
♩♪♫♬ Disssssneeeeyy es maaaagiaaa, essss diiiverrrrsiiiióóón ♩♪♫♬
Fiorella Sargenti fue durante muchos años la editora de papel de la revista La Cosa, aunque quizás la conozcan de la radio, donde estuvo en muchísimos programas y hoy co-conduce Sensacional Éxito en Metro o de, entre otros podcasts: Es una trampa, Watchmen: el podcast y uno que se llama Hoy Trasnoche que yo jamás escuché pero me dijeron que está bastante bien.