Edición 37
Cruel en el cartel
Por Santiago Calori
No sé si habrás visto una película en el cable o por Netflix en el último tiempo.
Si lo hiciste habrás notado lo que pasa con los títulos de cierre de las películas en ambos casos: en el primero, están súper acelerados, no vaya a ser que no empiece a tiempo esa película de las 5 que pasan por señal ininterrumpidamente y en el segundo, se van a costado y, si no tenés velocidad de reacción y conocimientos de un egresado del MIT, probablemente en 5 segundos te empiece otra cosa que no tiene nada que ver y que nunca pediste.
¿Y cuál es el problema, dirás vos? Que esos títulos están ahí para algo y, además, pueden ser de una utilidad total si querés construir una cinefilia más o menos sana.
Ya sé lo que me vas a decir: “¿Quién puede construir una cinefilia más o menos sana en base a Netflix y películas del cable?” y puede que tengas un punto. Pero hay que empezar por algún lado y ese lado es generalmente alguno de esos dos.
Porque, quizás no haga falta que te lo diga pero el público se renueva: si te llamó la atención alguna parte de la realización de una película: la fotografía, el sonido, el vestuario o lo que sea, podés buscar el nombre de la persona a cargo y ahondar en su filmografía.
Las películas no las hacen los directores, los productores y los guionistas ni mucho menos las hacen los actores. Las hacen montones de personas que, generalmente, terminan apiñados en los títulos de cierre o “rodante final”.
¿Pero esto no fue siempre así, verdad? No, claro que no. Pero para eso vamos a tener que hacer un poquito de historia.
En sus comienzos, cuando el cine era más una “novedad de feria” que una industria o, si la querés extremar fuerte, un arte, las películas apenas tenían una placa de título al principio.
Esto no era algo que pasara porque sí, estaba muy, pero muy pensado.
Los estudios, en aquel entonces Edison y dos o tres más, no querían que la gente supiera los nombres de los actores, por miedo a que se hicieran famosos.
Sí, puede sonar como una estupidez hoy, pero Edison tenía terror de que le cobraran más caro por su trabajo.
Así es como estrellas del primer cine como Douglas Fairbanks, Mary Pickford o el mismo Charles Chaplin, en sus comienzos, eran solo “gente que aparecía en estos cortos mudos.”
El público, multitudinario y nada tonto, empezó a darse cuenta de que había algunos actores que destacaban frente a otros y empezó a querer saber más de ellos.
Estaba naciendo un star system, solo que nadie lo sabía.
Mejor dicho: Edison lo sabía, y lo último que quería era que sus actores se volvieran famosos, caros y caprichosos como los de las obras de Broadway.
A pesar de las miles de cartas que recibían del público preguntando por los nombres de las estrellas de tal o cual película, nadie de los estudios soltaba prenda de identidad alguna.
De entre todas las estrellas que había en la época, una brillaba más que las otras.
Había nacido como Florence Bridgewood, y era hija de una actriz de vaudeville que se hacía llamar Lotta Lawrence. Desde chica, salía de gira con su madre, debutando como niña silbadora en un show de variedades a los tres años.
Para principios del siglo veinte, adoptó el apellido artístico de su madre y se empezó a llamar Florence Lawrence. Fue contratada rápidamente por el estudio de Edison, de ahí pasó a Vitagraph, donde filmó más de cuarenta cortos y poco tiempo después fue contratada por Biograph, donde trabajó con DW Griffith haciendo los papeles más variados en películas históricas, dramas, westerns y todo lo que hubiera en el medio.
Pero nadie sabía su nombre. Para todo el mundo Lawrence era “la chica de Biograph.”
Y caray que lo era: en menos de dos años apareció en más de 100 one-reelers del estudio hasta que fue echada de mala manera porque, decían, estaba ofreciéndose como actriz a la competencia.
Y acá es cuando aparece el primer aventurero: Carl Laemmie.
Laemmie por aquel entonces era un busca, que estaba abriendo su propio estudio, llamado Independent Moving Pictures, luego Independent, luego Universal, pero no vayamos tan rápido.
Lo mejor que se le ocurrió al bueno de Carl fue contratar una actriz conocida y armar una campaña publicitaria, pero: ¿cómo se arma una campaña de alguien que nadie sabe cómo se llama?
Ahí fue cuando a Laemmie se le ocurrió contratar a Lawrence, incluyendo una cláusula donde, además de un abultado cachet, le ofrecía que su nombre apareciera en los créditos y en las marquesinas.
Laemmie pensó que la mejor forma de promocionar a la actriz que a partir de ahora iba a tener nombre era con una noticia en los policiales. En febrero de 1910 hizo circular el rumor de que “la chica de Biograph” había muerto en un accidente de tránsito.
Luego, indignado con la noticia que él mismo había generado, salió a desmentir todo, diciendo que “la chica de Biograph” cuyo nombre real es Florence Lawrence, iba a hacer apariciones públicas en tal y cual pueblo como parte de una gira de promoción de su nuevo film The Broken Oath (1910).
Y los pueblos se llenaban de gente para verla hacer sus apariciones con amontonamientos, gente desmayada y demás cotillón. Pero, de todas maneras, algo más importante había pasado: la estrella que ya había nacido, ahora tenía nombre y apellido.
El resto de los grandes nombres de la época se convirtieron justamente en eso, y el resto es historia. Y no tanto.
Tras el shock inicial de la fama, Lawrence se corrió un poco del rol de actriz y se convirtió en inventora, siendo la responsable de varios inventos de señalización en la industria automotriz.
Sí, te juro por dios que la primera versión de la luz de giro fue algo bastante parecido a lo que ella había inventado.
Pero este período Elon Musk (?) no le duró mucho y quiso volver a actuar. Y ahí descubrió el revés del star system: un día estás, el otro no. Los mismos que habían hecho fuerza porque su nombre apareciera en todos lados, hoy no parecían reconocerlo.
Para finales de la década, en un perverso guiño del destino, Lawrence terminó apareciendo como extra no acreditada en varias películas.
Poco menos de una década después, Lawrence decidió terminar con su vida con cóctel de jarabe para la tos y veneno para hormigas. Dejó una nota muy corta que solo decía: “Estoy cansada. Espero que esto funcione.”
Los restos de Lawrence permanecieron durante décadas en una tumba sin nombre hasta principios de los años noventa donde un actor británico que no quiso dar su nombre le mandó a hacer una lápida que al de hoy dice “La primera estrella de cine.”
Te lo dejé un poco abajo, ¿no?
Pero no te preocupes que con esto te lo levanto: después de que Lawrence la pasara horrible, todos esos actores que ahora tenían nombre y eran parte del star system que la pobre Florence se había ocupado de construir empezaron con una sana costumbre que llegaría hasta nuestros días: pelear por el cartel.
Y así fue como aparecieron, entre otros conflictos:
El de Spencer Tracy, que iba a hacer el papel que terminó haciendo Fredric March junto a Humphrey Bogart en Horas desesperadas (Desperate Hours, 1955) de William Wyler. Tal fue la insistencia de Tracy de aparecer primero en los títulos, que los productores decidieron dejarlo a un costado, llamando a March, que era menos famoso y, por ende, menos pretensioso.
O la guerra entre James Stewart y John Wayne para ver quién aparecía primero en los títulos de Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962). Para apagar el incendio, los productores decidieron poner primero a Stewart en los afiches y a Wayne en los títulos de la película.
Algo similar ocurrió con Jerry Lewis y Tony Curtis con Boing Boing (Boeing Boeing, 1965), solucionado con ambos nombres cruzados como si se tratar de la hélice de un avión.
Claro que todos estos casos fueron juegos de niños comparados con la época donde aparecieron el cine de catástrofes con elencos enormes y famosísimos. Para Infierno en la torre (The Towering Inferno, 1974) la guerra entre Steve McQueen, Paul Newman y William Holden fue feroz. A Holden lo limpiaron primero y McQueen y Newman terminaron uno en cada extremo de la pantalla, creyendo que su lado era el más importante.
Pero volvamos un poco a la historia de todo esto.
El sistema de títulos, después de la aparición de los nombres de los actores, permaneció bastante parecido hasta casi principios de la década del setenta: eran más que nada iniciales, con un simple “The End” para cerrar la película. En esa secuencia de títulos inicial aparecían varios de los que habían trabajado, pero no todos.
Para principios de los años cincuenta, cuando el sistema de estudios estaba con más olor a cajón que a fruta, tanto los actores como los técnicos empiezan a ser “independientes” y a ir de un estudio a otro por proyecto y no por contrato desigual.
Por presiones de los sindicatos actorales y técnicos es que las películas pasan a tener títulos de comienzo y cierre, en los cuales se debe incluir la totalidad de los que trabajaron en ella.
En ellos, por una serie de cuentas porcentuales de trabajo e importancia, debían aparecer todas las personas involucradas en la realización de una película, un modelo que se prolongó incluso hasta nuestros días, que se podría resumir como:
Para comienzo: Distribuidor, compañías productoras, “una película de…” si el director tiene peso, títulos, primeros actores, título, resto de los actores principales, director de casting, compositor musical, diseñador de vestuario, productores asociados, montajista, director de arte, director de fotografía, productores ejecutivos, productores, guionistas, director.
Para cierre: los mismos puestos, pero en orden inverso y un rodante con roles secundarios dentro del rodaje.
Así que la próxima vez que Netflix te quiera meter de prepo alguna cosa que no tenías ni el menor interés, tené el control remoto a mano y quédate mirando (y leyendo, más que nada) ese rodante final.
Al principio te va a parecer chino básico, pero con el tiempo vas a empezar a jugar al juego de las coincidencias. Y ahí, justamente ahí, es cuando vas a dejar de decir “Vi la de Darín.”