Míralos MorVIP 45

Aunque usted no lo crea

Por Santiago Calori

Probablemente este sea el envío más Lettera 22 hasta el momento, pero me dieron ganas. Si te parece que no va por acá, el libro de quejas siempre está a tu disposición.

Cuando vamos (¿O íbamos? Está todo tan peludo que al momento de escribir esto había salas abiertas, pero hasta que te llegue andá a saber) al cine, lo hacemos para vivir peligros en un ambiente controlado. Y si no es para vivir peligros, es para ver cómo alguien «la pasa mal» de alguna forma.

Y no es solo para los que vamos a ver películas de terror o lxs que van a ver películas de acción o aventuras, que nos identificamos con el héroe (o con el villano, si estás pasando por una adolescencia tardía o si la película está mal escrita) y queremos que gane o salga lo más ileso posible, sino algo mucho más de base.

Cuando nos sentamos en una butaca de cine, aceptamos que el ámbito en el que estamos es lo suficientemente seguro como para estar con un montón de extraños en un lugar oscuro y automáticamente bajamos varias barreras de protección que tenemos cuando estamos fuera de él.

Si lo querés ver de una manera más poética o new age, volvemos a ser niñxs o y nos dejamos engañar con facilidad por el tiempo que dura el truco de magia que resulta la película.

(No tanto como para aceptar cualquier porquería que nos pongan adelante de los ojos, claro. Con mesura.)

Y ese «volver a ser niñxs», en realidad, es algo que hacemos automáticamente. Nadie se sienta en el cine y se da una charlita técnica diciéndose: «Bueno, ahora van a aparecer unos zombies, te los vas a tener que creer.»

Lo hacemos automáticamente porque existe una cosa que se llama la suspensión de la incredulidad: todos la tenemos, aunque no lo sepamos. No hay que hacer ningún esfuerzo especial, no hay que ver un barco en una fila de puntos ni nada.

La suspensión de la incredulidad es un concepto bastante más viejo que el cine: viene de la literatura y del teatro.

El primero en hablar de ella fue Samuel Taylor Coleridge, un escritor y crítico literario británico del 1700 en su libro Biographia Literaria.

El la llamó, en un principio «suspensión de la incredulidad complaciente», o willing suspension of disbelief, pero con el paso del tiempo la complacencia se fue perdiendo, teniendo en cuenta que, como dije hace dos minutos, nadie se da una charla pre partido antes de sentarse a ver una película.

A la suspensión de la incredulidad le debemos que no nos preguntemos por qué Superman vuela, por qué baja un OVNI, por qué hay fantasmas, ni por qué Francella está casado con Carla Peterson en Animal (2018) como si los dos tuvieran la misma edad.

Como espectadores, estamos dispuestos a aceptar un hecho mágico por película.

Y ahí es donde las cosas empiezan a ser menos inocentes y este tímido concepto nos puede servir para entender por qué algunas cosas son como son. Pero no nos adelantemos y expliquemos un poco más para terminar de entenderlo.

La teoría de Coleridge, que al igual que La poética de Aristóteles on cualquier libro de guión con el que te cruces estaba escrita «con el dieron del lunes», sostenía que existía en el espectador un deseo genuino de creer y que ese deseo, poniéndolo en términos muy terrenales no debía ser «traicionado.»

Habla también de que lo que el espectador traba con el espectáculo es una suerte de «licencia» donde a) entiende que le están mintiendo y b) perdona las limitaciones de cada género narrativo.

De esta forma, en el teatro aceptamos que sobre el escenario hay un living, un bar o un dormitorio, cuando nuestra mente racional solo ve una escenografía.

Los espectadores también, y sobre todo en el caso del cine, deben aceptar determinados hechos mágicos o de superpoder, especialmente en las películas de acción o aventuras.

Pero, quizás la mejor forma de entender eso que ya tenés adentro y a lo que hoy le estamos poniendo nombre, sea con una serie de ejemplos que cualquiera que haya estado un tiempo razonable en esta Tierra debería conocer.

Para poder disfrutar de leer o ver en los múltiples formaros a los que fue adaptada Romeo y Julieta de Shakespeare, tenemos que aceptar que: la historia sucedió, que efectivamente los Montescos y Capuletos se odiaban más que los hinchas de River y Boca y, lo más importante: que no hablan en Italiano a menos que justo veamos una puesta de ese origen.

Todo muy lindo y culto, pero: quizás el mejor ejemplo de suspensión de incredulidad sea una historieta que se adaptó a bcuanto formato existió: sí, claro que hablo de Superman.

Para poder disfrutar (de niños o de grandes, eso ya después va en gustos) de Superman en cualquiera de sus formatos, tenemos que aceptar que, con solo ponerse los anteojos y vestirse con los calzoncillos del lado de adentro (?), nadie nunca se da cuenta de que Clark Kent y Superman son la misma persona.

(Seguramente alguien que leyó más que yo sus aventuras me venga a decir «Pero en el número tal en realidad se dice que…» Perfecto, el ejemplo sirve igual.)

La suspensión de la incredulidad está presente en casi cualquier formato que tenga relación directa o semi directa con la narrativa: la literatura, el teatro, el cine, la televisión, los videojuegos y, si me apretás un poco, la lucha libre.

Decía bastante más atrás que el lxs espectadores están dispuestos a aceptar solo un hecho mágico por película y que eso nos puede ayudar a identificar algo mal escrito.

Y eso es porque hay una regla dorada a todo esto que debe romperse incluso menos que la de mojar a Gizmo o darle de comer después de la medianoche: hay una cantidad limitada de cosas que un espectador está dispuesto a aceptar.

En general, el espectador acepta el seteo de la historia que va a ver sin mucho conflicto: ocurre en el espacio, en un universo paralelo, etcétera. Aún en esos contextos, las reglas por las que se rigen no deben romperse nunca.

Si baja un extraterrestre, no es un vampiro zombie. Es un extraterrestre. ya suficiente cosa mágica pasa que el espectador debe procesar como para seguir agregándole ítems.

¿Dónde suceden esas aberraciones? En películas que generalmente no veríamos ya a esta altura de nuestra vida, como las de la saga Sharknado (2013) y sus infinitos derivados, pero, a veces y sobre todo últimamente, esas cosas se cuelan en productos más masivos que las tristemente llamadas bizarreadas.

Es por eso que, cada vez que alguien que pretende al fandom equis se indigna por algo de una película, si lo hace sin violencia ni comportándose como un barrabrava de palco, deberíamos tomárnoslo en serio: entiende el universo en el que suceden las cosas, y algo le está haciendo ruido.

Esto, suponiendo que los de marketing que decidieron que equis proyecto se haga tienen idea de que existe la suspensión de la incredulidad. Dos balances negativos y un bono de fin de año en peligro y seguramente se pongan a googlear.