- Míralos Morir 27 -

Un salvaje viaje a
la tele de antes

Por Santiago Calori

Ver películas por televisión, dobladas y con cortes era algo que no estaba tan mal visto cuando los que peinamos canas éramos chicos.

Primero, porque cuando uno tiene corta edad es menos purista y se saltea la de «si no está subtitulada yo no la veo ni loco» y porque, muchas veces, había cosas que al VHS le escapaban.

Sí, proporcionalmente con formatos que vinieron después, el VHS fue el formato más democrático en cuanto a cantidad y variedad: tengamos en cuenta que duró unos veinte años, en comparación con los que vinieron atrás, que duraron mucho menos.

Obvio que uno podía ir hasta el videoclub y conseguir montones de cosas, pero había un costado que era más complicado de explorar: a menos que uno tuviera un videoclub muy grande cerca de casa o se fuera hasta un especializado, había cosas que solo se podían ver en la tele.

En la tele y en un canal y horario especifico.

El sábado, por Canal 11, después del mediodía. El sábado se almorzaba y se sintonizaba Sábados de Super Acción hasta de principio a fin.

Esta ni en pedo va a hablar con profundidad de SdSA, pero sí lo va a usar de disparador para contar otra historia.

Porque si había algo que tenía SdSA era variedad. Esa variedad por la que abogamos semanalmente desde aquí o esa variedad que se pretende una buena cinefilia. Sin mucho orden ni razón, a un western le podía seguir una películas de terror o una de marcianos, o un policial o lo que sea.

A la par que los cines del suburbio antes de desaparecer o convertirse en templos de una fe distinta a la cinéfila se convertían en dobles o triples programas, el ciclo ensanguchaba una cantidad de películas que variaba según su temporada. Podía ir de tres o cuatro a seis o siete. Sin parar, una atrás de la otra.

Y eso fue lo que mejor aprendimos de pasarnos los sábados viéndolo: que en la variedad estaba el gusto. Más tarde descubriríamos que en esa variedad estaba escondida la cinefilia.

Casi cualquier cinéfilo más o menos bien habido de cuarenta y algo te va a citar a SdSA y Función privada como dos influencias tempranas a la hora de ponerse a ver películas a mansalva y repetición.

La tanda no importaba, el doblaje no importaba, no importaba siquiera la hora y temperatura clavadas abajo en un videograph amarillo imposible de eludir. SdSA habilitaba experiencias geniales e irrepetibles.

¿Dónde más se podía ver Reptilicus (1961) con regularidad? ¿O Los doberman al ataque (Trapped, 1973)? ¿O películas realmente buenas, mezcladas con otras que no tanto o que sí tanto?

Nunca se vivió más libertad que con esta programación anárquica. Nunca se vieron tantas cosas tan variadas. Y nunca descubrimos más cosas que en este ciclo.

Cosas con las que nos reencontraríamos después y aprenderíamos a valorar como es debido.

¿A dónde estoy yendo? A la historia de un señor muy especial que, como si fuera SdSA, va a venir después de esta tanda.

Si sos joven quizás el nombre Ray Harryhausen no te diga nada. Si peinás canas (o te las teñís, para el caso es lo mismo) quizás te despierte una sonrisa.

Harryhausen es una de las cosas que más le tendremos que agradecer a SdSA.

Para lxs que no hayan entendido la referencia: Harryhausen fue un genio de los efectos especiales de gran parte de las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta, autodidacta del stop motion y quizás, la persona que más dominó la técnica en la historia.

Y la historia de Harryhausen es también la historia del fan que terminó tocando con la banda.

Cuando tenía 13 años, Ray consiguió vía una túia que trabajaba para el productor Sid Grauman unas entradas para ver el estreno de King Kong (1933) en el Chinese Theatre de Hollywood.

Su vida cambió para siempre.

El pequeño Ray empezó a ir a ver la película obsesivamente cada noche, al punto que se hizo amigo del dueño del cine, al que quiso convencer para que le regalara las fotos que estaban en exhibición en el lobby.

El dueño del cine (que no era otro que Forrest Ackerman, que después fue el editor de Famous Monsters of Filmland) «adoptó» al niño fanático de los monstruos y le empezó a presentar gente llevándolo a las reuniones de la Los Angeles Science Fiction Society, al tiempo que el niño practicaba cómo hacer esas animaciones que veía en el cine en su casa.

Al poco tiempo, Ray estaba trabajando con George Pal en la serie de televisión Puppetoons, asistiendo a su ídolo Willis O’Brien, el que había animado a King Kong.

Para cuando O’Brien se fue a trabajar en El gran gorila (Mighty Joe Young, 1949) se lo llevó a Harryhausen y este terminó haciendo casi la totalidad de los efectos. Era el momento de cortarse solo.

Un productor independientes quería adaptar un cuento para hacer El monstruo del mar (The Beast from 20000 Fathoms, 1953) y decidió confiar en el bueno de Ray que venía recomendado por su herrmano de las sociedades secretas del sci-fi Ray Bradbury.

Y ahí nació la estrella.

La cosa iba a seguir en ascenso con La fiera del mar (It Came from Beneath the Sea, 1955), La bestia de otro planeta (20 Million Miles to earth, 1957) y Sinbad y la princesa (The 7th Voyage of Sinbad, 1958): todas estas películas estaban dirigidas por alguien, alguien que no importaba, porque lo que llevaba a las masas a los cines era, precisamente, el trabajo de Harryhausen.

Como cereza del postre, en el pico de su popularidad lo llamaron para hacer su magia en El valle de Gwangi (The Valley of Gwangi, 1968) una película que su mentor O’Brian siempre había querido hacer. 

Como un homenaje a su maestro, decidió que en la primera aparición del monstruo este se rasque la oreja, un invento de O’Brian en la King Kong original.

Y todas estas películas los que peinamos canas las vimos con sonrisas y fascinación en Sábados de Súper Acción, sin que nos importe demasiado si eran buenas o no. Sin el marco teórico de nadie que quisiera levantar el dedo frente a tan noble entretenimiento.

Te recomendaría que las vayas a buscar y flashees si nunca lo hiciste antes.

Hay una última cosa que parece obvia, pero quizás haya que aclararla: si vemos hoy los efectos que hizo Harryhausen, vamos a sonreír por la crueldad del paso del tiempo. 

Claro que, como una heladera vieja de esas que tenían nuestras abuelas hacía 40 años, probablemente su obra se haya hecho para durar más que los esfuerzos de FX que vemos ahora. 

Pensá que eso que ves ahora y te hace sonreír tiene por lo menos 60 años. Ahora hacé este ejercicio: mirá una película con efectos especiales de hace 10. 

Qué capo Harryhausen, ¿no?

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