Si sos de los que guardan estos envíos en su casilla de correo (hoy por hoy, con una cuenta de Gmail no es que sea un esfuerzo tan grande) y hacés una búsqueda de la palabra “giallo“, probablemente te encuentres con varias coincidencias.
Y esto es así porque: a) soy bastante fanático del género y b) siento que tiene una importancia que muchos solo le dan al film noir.
Porque el giallo —ya me voy a meter en una explicación más profunda, no te preocupes— como todo movimiento cinematográfico (o “moda” si lo querés ver así) duró mucho menos que su influencia.
Vino, en la historia del cine comercial (¿o de explotación? quién sabe) italiano después de los peplums (“películas de romanos”, un día me voy a meter ahí) y los spaghetti westerns (“westerns hechos en Italia”, algo de eso hay en esta entrega sobre la última de Leone, pero también debería meterme más), justo para cuando este último estaba empezando a dar las hurras.
Como ya expliqué muchas veces, los tanos tenían una pasión por: a) subirse a cualquier éxito internacional y hacer su versión, procurando todo lo posible que no se note que era italiana —más de esto más tarde— y b) inventar en ese proceso un género propio, que explotaban hasta que el público decía basta, y quizás a veces un poco más.
Pasó con el peplum, con los tanos queriendo emular las películas épicas yanquis con sensiblemente menos presupuesto, con el spaghetti haciendo lo mismo con las películas de vaqueros y pasó con giallo con las películas de suspenso.
Pero cuando digo “pasó” en realidad es “no pasó” o “no pasó tanto”
“Decidite, porque así yo no te aguanto.”
Quizás siendo el “material de base” tan amplio: “películas de suspenso” no es lo mismo que “western” y el abanico es más grande y tira más viento, es que se empezaron a notar las diferencias —y por ende la creatividad— desde bien temprano.
Claro que los tanos no volantearon de gente en el oeste a gente en departamentos bien decorados y crímenes algo inverosímiles de la noche a la mañana: el giallo es hijo —o consecuencia— de otro género que había empezado años antes y que iba a dar las hurras algunos años después de que empezaron a aparecer estas nuevas historias: el poliziottesco.
El poliziottesco —o poliziotteschi, si querés que los nombremos en plural— había aparecido a finales de los años sesenta y tuvieron su pico de popularidad a principios de los setenta.
Su influencia más directa eran los —sensiblemente mejores, si tenemos que ser sinceros— policiales franceses de años anteriores y las películas de policías yanquis.
Se centraban, como su nombre lo indicaba, en la vida de los policías que, presionados por cuestiones coyunturales de la época —Italia no estaba en el mejor de los lugares por aquel entonces— hacían su trabajo como podían. Y por “como podían” entendamos “a las piñas”, “sin mirar mucho el reglamento” y “haciendo todo lo posible por combatir la corrupción” de un sistema que los tentaba todo el tiempo.
“Ah, re social.”
Bueh, sí. Depende de cuál, igual. No fue un género menor en influencia, sobre todo si tomamos en cuenta que muchos policiales yanquis (no sé, Serpico (1973) de Lumet o Halcones de la noche (Nighthawks, 1981) de Malmuth) usaron esa “mugre” del poliziottesco varios años después.
Pero me estoy yendo por las ramas, ¿no?
“Sí.”
Bueno, o sea, sí, pero no.
Porque el poliziottesco tampoco apareció de la noche a la mañana.
“Ay no: se va a ir más para atrás.”
O sea, sí.
Porque todo, como siempre, empieza en la Italia de posguerra, donde aparece el neorrealismo italiano como respuesta a los años y años de comedias de teléfono blanco, que parecían ser lo único que el régimen de Mussolini permitía.
(Un día hablamos de las comedias de teléfono blanco, no será hoy.)
Ese neorrealismo italiano, que sacó las cámaras de los estudios a las calles y empezó a filmar historias más “cercanas” al desastre que había dejado la guerra, se permitió empezar a contar historias de criminales o de gente del “bajo fondo.”
Con películas como la más popular El bandido (Il bandito, 1946) de Alberto Lattuada o la más prestigiosa Arroz amargo (Riso amaro, 1949) de Guiseppe de Santis o hasta incluso un cierto coqueteo con el film noir yanqui como Juventud perdida (Gioventu perduta, 1948) de Pietro Germi.
La cosa siguió con historias de delincuentes más o menos reales llevados a la pantalla grande como Accattone, un muchacho de Roma (Accattone, 1961) la primera película de Pier Paolo Pasolini que ya daba pautas de lo que iba a venir después o Salvatore Giuliano (1962) de Francesco Rosi.
“Pará que estoy anotando”
Más te vale que estés anotando.
Todos estos años iban a derivar en un cine policial más “de procedimiento”, centrado en las fuerzas del orden y no en los delincuentes.
Ahora sí, volvamos con el poliziottesco.
Ahí aparecieron cosas como Despierta y mata (Svegliati e uccidi, 1966) del propio Rosi o Bandidos en Milán (Banditi a Milano, 1968) de Carlo Lizzani, sin nunca pasar por alto quizás la obra cumbre del género que fue Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha (Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto, 1970) de Elio Petri.
Pero como todo, en un momento, esas historias de policías —seguramente haga una entrega de poliziottesco, esto está puesto acá para que los géneros no aparezcan “porque sí”— empezaron a cansar y en el horizonte apareció una nueva gran cosa, que era mucho más colorida y brillante.
De ese cansancio a las historias de policías del que venía hablando, y casi como una reacción en opuesto es que empiezan a aparecer otras historias donde el crimen —o unos crímenes que nadie parece poder descular— y el misterio es que nace el giallo.
“Estoy entendiendo algo, pero no todo: no te voy a mentir.”
Bueno, ahí viene. Pero entendamos la diferencia entre los dos como si fueran peras y bananas: procedimiento policial y vida de policías que hacen lo que pueden por resolver: poliziottesco; hay un crimen que no parece tener respuesta y un misterio enorme: giallo.
Reduciéndolo incluso más, se podría decir que las primeras son “policiales” y las segundas “thrillers“, a pesar de que existen miles de diferencias, principalmente de ejecución y estilo, pero bueh.
Quizás lo más lógico para explicar el giallo —porque, en definitiva para eso vine hoy— sea hacer una serie de “lugares comunes” o de “marcas autorales” como le gusta decir a los más cultos.
Primero que nada saquémonos algo del medio: los gialli toman su nombre de una serie de novelas de tapa amarilla (giallo es amarillo en italiano) con tramas policiales bastante iverosímiles, muy populares durante los años treinta y cuarenta llamadas Il Giallo Mondadori de la editorial homónima.
Para hacerlo más simple, los Il Giallo Mondadori son a la cultura italiana lo que los pulps son a la yanqui.
“¿Pero eran adaptaciones de esas novelas?”
No, casi nunca. Digamos que “tomaban el espíritu.”
Si tuviéramos que arriesgar, probablemente el giallo es el género italiano que mayor influencia tuvo alrededor del mundo y que más tiempo se mantuvo.
Sí, podemos argumentar que el neorrealismo ayudó a que los de la nouvelle vague y después los del New Hollywood sacaran las cámaras a la calle, o que el spaghetti western hizo más violentos los propios westerns hechos y derechos, pero la cosa no duró tanto.
Sí, también deberíamos decir que, hoy por, cualquier boludx prende una luz roja en plano y aparecen lxs oligofrénicxs que gritan “¡Giallo!” casi como el perro de Pavlov.
Pero no estoy acá para deprimirme ni para deprimirte. Volvamos.
Si tuviéramos que hacer un checkist de las cosas que no deben faltar en un giallo hecho y derecho, la podríamos reducir a algo así como:
Las relaciones de aspecto más anchas que el fílmico pudiera dar en ese momento, acompañadas de los colores más vibrantes que haya visto el ojo humano, en planos de una experimentación por momentos excesiva, donde un crimen o una serie de crímenes (generalmente sobre mujeres) son perpetrados por un asesino que usa cuchillos y guantes de cuero negro y que, se supone, tienen un trauma o algún tipo de psicopatía sexual —o las dos— que, generalmente termina siendo un red herring.
“¿Un qué?”
Si estás suscritx al de los martes, esto te va a parecer redundante. Si no, quizás esto te tiente. En una de las entregas de los martes se habló de los red herrings narrativos o, como me gusta llamarlos, “pescados podridos”, que son un poco la base del giallo. Cito un pasaje de esa entrega, para que estemos todxs en la misma página:
“¿Qué elementos narrativos pueden ser red herrings? Bueno, montones: alguien que parece malo, alguien que parece sospechoso, un objeto que parece relevante a la trama y lo es por un tiempo, un evento importante en la vida de los protagonistas, una prueba puesta por un antagonista que hace a un protagonista ir para otro lado que no pensaba y una larga lista de etcéteras
La característica más importante que debe cumplir un “pescado podrido” para funcionar es que debe ser posible en la lógica de lo que se está contado. Debe tener una verosimilitud que lo convierta en una posibilidad real para los que están siguiendo la trama.”
Bueno, hecho este trámite, sigamos con el giallo.
Uno de los errores más comunes es hablar de Dario Argento como “el padre del giallo“. Esto no podría ser una brutalidad mayor.
Sí es uno de sus principales exponentes, sí, ayudó a perfeccionar el género con ideas visuales, sí —también— hizo pocos gialli en comparación con su filmografía completa y, quizás la más importante, varios venían haciéndolos de antes.

Desde directores como Riccardo Freda con El vampiro (I Vampiri, 1957), que muchos consideran un protogiallo hasta gialli hechos y derechos como Seis mujeres para el asesino (6 donne per l’assassino, 1964) o Bahía de sangre (Ecologia del delitto, 1971) del genial Mario Bava, Las fotos prohibidas de una señora respetable (Le foto proibite di una signora per bene, 1970) de Luciano Ercoli o La tarántula del vientre negro (La tarantola dal ventre nero, 1971) de Paolo Cavara, por solo nombrar algunas preceden o están pegadas a El pájaro de las plumas de cristal (L’uccello dalle piume di cristallo, 1970) que inicia la llamada “trilogía de los animales” de Argento, que sigue con El gato de las nueve colas (Il gatto a nove code, 1971) y Cuatro moscas sobre terciopelo gris (4 mosche di velluto grigio, 1971).
Existe también en el giallo una “internacionalidad” que se podía ver también en el spaghetti western, que flaco favor hizo por que el género fuera tomado en serio.
Desde elencos multi europeos, hablando cada uno en su idioma y doblados al inglés o italiano —o los dos— con la idea en la cabeza de que parezcan “productos yanquis”, muchas veces incluso cambiando los nombres del elenco y equipo a tales fines, o haciendo que Roma fuera cualquier otra ciudad, pero se viera como Roma de todas maneras.
Fuera de estas avivadas, quizás el mayor defecto —o encanto, si es por eso— del giallo haya sido prestar especial atención a lo estético y poca a lo narrativo.
Como si lo del red herring de más arriba no te hubiera servido como suficiente pista, es justo decir que las tramas del género, muchas veces, hacen agua por todos lados.
Mi compañero de Frame Fatale, el querido Seba de Caro una vez lo definió a la perfección: “Todo un quilombo, unos planos hermosos, unos colores bárbaros, no entendés un carajo, corte a placa ‘You have been watching Deep Red'”, y la verdad que tiene razón.
Es como si la trama fuera una forma de dejar “cosidas” un montón de escenas truculentas que tenían ideadas de antemano y que “no podían faltar” intentando, muchas veces sin suerte, hacer un producto más o menos cohesivo.
“Entonces son una cagada.”
No más que una película un poco mal escrita pero muy bien dirigida. El interés era —y debería ser, si se lo va a estudiar con profundidad— otro.
Después de todo, y casi para cerrar, quizás lo más importante —además de una lista un poco más atípica que “la trilogía de los animales” de Argento que te estás llevando para ver— sea definir qué no es un giallo: Suspiria (1977).
Suspiria, con sus brujas, sus espíritus y su trama que, digamos todo, se entiende cercano a cero, es la película bisagra en la filmografía de Argento: viene de Rojo profundo (Profondo Rosso, 1975) y va hacia Infierno (Inferno, 1980), es decir: deja el giallo y se pasa a una forma de horror más sobrenatural y alejada del thriller.
No hay en Suspiria ni guantes de cuero, ni objetos punzocortantes, ni nada que se acerque ni siquiera a las bases del giallo convencional. ¿Y sabés por qué? Porque Suspiria no es un giallo.
Lo que sí es, es un hermoso detector de boludxs que hablan por hablar. Como lo es “clase b”, pero de eso ya hablamos en otro momento.