Sabemos que el cine, como la mayoría de los hijos del Diego, fue un accidente. Y que ese, citando al querido Bob Ross, “pequeño y feliz accidente” fue el resultado de muchas cosas que vinieron antes.
Hoy nos vamos a concentrar en tres de ellas: un invento, que deriva en una práctica teatral y en otra que abre un género que termina de manera absolutamente sangrienta.
“Si vas a hablar de teatro, me bajo ahora.”
No es “el teatro” al que estarías acostumbradx, podés dormir sin frazada.
“Bueno, me quedo. Pero por vos.”
Me emocionás. Empecemos de una vez, que el resto se pone ansioso.
Para entrar en toda esta aventura vamos a tener que viajar varios siglos atrás y, como ya te imaginarás, hacer un poco de historia.
“Me la vi venir.”
Cuándo no.
Igual tranca, solo unos siglos, no todos los siglos y hasta mucho más: no voy a empezar con la de “la sensación de movimiento y, por consiguiente, el cine se puede ver las pinturas rupestres de…” que, si bien está ajustado a la realidad, no es muy útil para la(s) historia(s) de hoy.
Vamos a empezar en el siglo diecisiete.
“Bueno, un poco atrás te fuiste.”
Nunca te prometí un jardín de rosas.
Y lo tenemos que hacer porque antes del concepto de persistencia retiniana, del fenaquistiscopio, del zoótropo, de los folioscopios, de la apuesta de Eadweard Muybridge y el consiguiente invento de cronofotografía, del kinetógrafo e incluso del kinetoscopio y mucho antes de que Edison quisiera patentar hasta el aire que respiraban los verdaderos inventores, la gente se tenía que entretener con algo.
Para el siglo diecisiete, como decía un poco antes, ya existían métodos de entretenimiento como la cámara oscura. El gran problema que tenía era que limitaba mucho la cantidad de gente que podía disfrutarlo porque era, como su nombre lo indicaba, “para adentro.”
Así fue como, usando el mismo principio pero “al revés” lograron lo que quizás se podría considerar un sistema de “proyección” con todas las comillas del mundo.
Y digo “lograron” porque este, junto con prácticamente cualquier invento de la historia del cine, tiene una lucha por su paternidad bastante complicada que, a diferencia de las luchas pro paternidad habituales, tiene una fila de hombres queriendo poner la firma.
Nadie puede fechar bien exactamente el momento de su invención, ni quien la inventó realmente, pero Athanasius Kircher, un jesuita alemán y Christiaan Huygens, un astrónomo holandés, se quisieron quedar con el crédito. La guerra entre la iglesia y la ciencia no era una novedad ya en esa época, pero bien se podría anotar en la lista de cosas que siguen igual hasta nuestros días.
Estoy hablando, obvio, de la linterna mágica.

Para que lo entiendas más o menos, vas a tener que cerrar los ojos —después de leer la explicación, porque si no medio que no va a andar— e imaginarte una una linterna de carbón con dos chimeneas perpendiculares. Por la que va hacia arriba, salía el humo de la combustión de los carbones —quizás esté de más aclararlo, pero no había nada ni remotamente parecido a la luz eléctrica por esas épocas—, mientras que por la otra salía la luz que esta combustión producía.
“Pero eso es un incendio más cantado que Seminare en un fogón.”
Sí, correcto. Pero estamos en una época donde ibas al médico y te desangraba para ver si así te curabas, así que un incendio medio que era un detalle menor. Volvamos.
Entre las dos chimeneas, se ponían imágenes impresas sobre vidrio, que salían proyectadas sobre cualquier superficie que el aparato tuviera delante y ahí sí, ¡magia!
Las imágenes, claro, no tenían movimiento ni eran 4K ni nada, pero para época era como probar el Bluetooth por primera vez y la gente, chocha de ir a encerrarse en una sala oscura con un coso que proyectaba una imagen fija de un paisaje y que capaz que en cualquier momento se prendía fuego.
Sí, fuimos a festipunks donde la sensación era similar, pero éramos jóvenes.
El punto es que la aparición de la linterna mágica hizo que la idea de “proyectar algo en una pared” se hiciera común y que otros entrepreneurs del espectáculo la pensaran como un complemento para las cosas que venían craneando.
Claro que “cranear” en esas épocas donde las noticias se movían lento, llevaba tiempo. Tanto, que vamos a tener que hacer un flashforward en el tiempo a finales del siglo dieciocho, principios del diecinueve.
“Se tomaron su tiempo para el brainstorming.”
Verdad que sí. La cosa es que para esta época empezaron a hacerse muy populares los espectáculos de fantasmagoría, que explicado muy simplemente eran representaciones teatrales que se valían de una serie de proyecciones con linterna mágica para asustar al público.

El lugar estaba poco iluminado, el escenario tenía una serie de elementos que podríamos considerar macabros y, en momentos clave de la obra, aparecían retroproyectados (esto es, desde atrás de una pantalla) imágenes de esqueletos, fantasmas, demonios e imaginería terrorífica variada. A esto se le sumaban “efectos especiales” hechos en el momento como humo, olores y demás cotillón.
Sí, suena al Tren Fantasma del Italpark en la última época.
La fantasmagoría había empezado en realidad como las papas del bife: un condimento para sesiones de espiritismo de charlatanes y espiritistas que iban de ciudad a ciudad y pueblo a pueblo, quizás queriendo hacer más creíbles sus mentiras.
Lo que terminó pasando es que el público terminó yendo por el show y no por el contenido (?) y para comienzos del siglo diecinueve, ya los había adoptado como espectáculo y llenaba los auditorios en busca de un susto fácil.
Porque la gente, aunque no lo creas, se quiso asustar siempre.
A la fantasmagoría, además de ese nombre increíble, le debemos algunas cosas que después también se iban a ver en la historia del cine más primitivo y con posterioridad en el moderno, como la utilización de distintos lentes en las linternas mágicas para lograr efectos con la manipulación del tamaño de las imágenes y demás que bien podrían considerarse “padres” del tamaño de plano que conocemos hoy en día.
Pero tampoco exageremos. Estábamos hablando de que a la gente le gusta asustarse.
Y algunos años (bueh, siendo muy laxos en este término, casi para fines del siglo diecinueve y principios del veinte), en Francia tuvieron una idea.
(Podría escribir un paper sobre la cantidad de cosas perversas que salieron de Francia, empezando por el queso Roquefort, pero lo voy a obviar y me voy a circunscribir a solo este invento.)
Quizás oíste hablar del teatro del Grand Guignol o Grand Guignol a secas. Quizás porque sos ruidista y llegaste al término con este disco de John Zorn con Naked City, o quizás porque ya sepas lo que es. Si es así, tenés que ser más consideradx con tus compañerxs que capaz no (?)
Lo cierto es para 1897, en una capilla abandonada de Pigalle, una zona con bastante mala prensa cerca de Montmartre en París, abrió sus puertas el teatro del Grand Guignol.

Empezó, como todo establecimiento que pretendía cierta reputación, haciendo obras cortas que se basaban en hechos reales, una suerte de “un trozo de vida” de la vida parisina.
El lugar, que había sido una casa de dios (?) tenía en su interior tallas de ángeles que miraban hacia el público, quizás de manera algo condenatoria, pero no nos adelantemos.
Claro que no tardaron en darse cuenta que una de las obras llevaba más espectadores y captaba más la atención de todos: estaba ambientada durante la guerra franco-prusiana y en ella una prostituta mataba a un oficial alemán.
Ahí fue cuando Max Maurey, que no era el dueño original, pero sí el que llevó al Grand Guignol a la cima, decidió cambiar el rumbo del establecimiento y convertirlo casi de la noche a la mañana en “la casa de los horrores reales”, sacando muchas de las historias que se actuaban arriba del escenario de las más sangrientas páginas de policiales de los diarios.
Y acá vos me podés decir “Ah, exploitation” y tendrías razón. Es más, me podrías decir “Ah, La ley y el orden” y no podrías estar incluso más en lo cierto, siempre con el caveat de “…pero varias décadas antes.”
La idea de que las obras estuvieran basadas en hechos reales y recientes —quizás podríamos de ese “trozo de vida” no tardó en convertirse en un “trozo de muerte”— hacía que las audiencias fueran en manada a ver los espectáculos.
Existe, y esto es una teoría mía movida seguramente porque el horror sobrenatural me gusta pero no tanto como el concreto y realista, una pulsión porque sea verdad, por ver algo de primera mano. Un morbo imposible de saciar más que no sea yendo a ver un espectáculo como este.
Otro de los planes de Maurey —ya a esta altura, un William Castle honorario— era correr el rumor de que el público se desmayaba. Otro concepto quizás arcaico hoy, pero pocas cosas atraían a los espectadores de antaño más que “la prueba” de “soportar” un espectáculo y salir caminando.
Para los más debiluchos, Maurey prometía “un médico en la sala” y otros amenities de los que el querido Castle se hizo eco décadas después.
“¿Pero qué se veía?”
Qué bueno que hiciste la pregunta, porque ahí es justamente donde la cosa se pone bastante mágica: todo tipo de truculencias. Ojos que volaban por los aires, manos que se cortaban, gente desollada y varias cosas más. Todo, obviamente, con los efectos especiales que se tenían a mano en el momento y con el trabajo de un actor devenido en genio de los fx llamado Paul Ratineau, que se la pasaba adaptando trucos de magia para que las audiencias salieran lo más espantadas posibles.
El Grand Guignol fue un éxito a varios niveles: primero en los sectores más morbosos, luego en los más populares y finalmente llegó a las elites, que iban todas las noches a “la zona mala” de la ciudad en busca de un poco de peligro, de igual manera que los famosos y el jet set llenaban los cines porno a principios de los años setenta en Estados Unidos, porque era “una salida diferente.”
Sumado a esto, en el fondo, y quizás como un homenaje a cámara oscura de la que hablé bien al principio de este envío, había unas cabinas privadas, que permitían ver hacia afuera pero quedaban libres de la mirada externa, donde sucedían todo tipo de actividades matrimoniales y no tanto. Sí, el Grand Guignol también inventó Villa Cariño, quizás la condena de los ángeles que decía más arriba fuera más que nada por esto.
“¿Y qué decía la crítica?”
Por qué es importante esa pregunta, no lo sé. Lo que sí sé que pasaba algo interesante: condenaban el espectáculo en general por explotativo y sangriento y cruel, pero hablaban muy bien de las actuaciones.
Pero esperá que hay un lugar para el prestigio: grandes hombres de las letras de aquel momento, como Gaston Theroux, responsable de El fantasma de la Ópera, Maurice Renard, el de Las manos de Orlac y hasta Noël Coward contribuyeron sus letras para semejante barbaridad. No tuvo tanta suerte Joseph Conrad, el de El corazón de las tinieblas, a quien nunca le aprobaron lo que había escrito.
El Grand Guignol tuvo su apogeo durante los años veinte y con la llegada de la Segunda Guerra Mundial —y a pesar de que siguió trabajando y era uno de los entretenimientos favoritos de las tropas alemanas durante la ocupación— su éxito fue en picada.
Y la razón de esta decadencia se escondía un poco en párrafo anterior. Los horrores de la guerra estaban por todos lados y no había que pagar una entrada para verlos. La cosa se fue diluyendo hasta su cierre definitivo en 1962.
Deberíamos considerar también como factor de esa decadencia la popularización del cine. Los espectadores siguieron estando atraídos a la violencia, pero para ese momento podían ir al cine y ver Las diabólicas (Les diaboliques, 1955), Tres rostros para el miedo (Peeping Tom, 1960) o incluso Psicosis (Psycho, 1960) en una pantalla enorme y sin riesgo de salir con la pilcha manchada.
Sin el Grand Guignol quizás no hubiésemos tenido —es imposible de precisar, probablemente hubieran llegado igual— el cine splatter, el gore, ni incluso el torture porn que hizo capote a principios de los dos mil y varias cosas más.
Entre esas “varias cosas más”, obvio, está el extremismo francés o cine de french extremity, del cual ya me ocupé en algún envío y que es, digámoslo todo hoy, casi tan perverso como el Roquefort.