Bueno, te mentí. No tanto, igual. Se habló por encima de esta película en un par de ocasiones, hasta creo que entró en una lista de Halloween de hace dos años, pero su sola mención siempre vino —o debería haber venido, no me fui a revisar la hemeroteca— acompañada de “de la que me voy a ocupar en profundidad más adelante” o algo por estilo.
Y hoy, aunque no lo puedas creer, es “más adelante.” Estamos en ese futuro donde finalmente hablo de la película que moldeó muchas de las cosas que damos por sentadas hoy.
De la película que, sin más pretensiones que las de existir, terminó siendo uno de los clásicos del cine de los que menos se habla y se estudia.
Una película de la que, me encanta contarlo cada vez se nombra, Lucrecia Martel dijo “Cuando hacés una película como esta, no tenés que hacer más.”
Por si no adivinaste del sagaz juego de palabras del título o por la cita que acabo de hacer, este martes le toca ¡finalmente! el turno a El carnaval de las almas (Carnival of Souls, 62) de Herk Harvey.

“Estaba con el Jesús en la boca.”
No es para menos. ¿Mencioné que esta entrega tiene banda sonora, por si la querés hacer realmente multimedia?
Empecemos con la cosa biográfica.
Harvey nació en junio de 1924 y estudió teatro con la esperanza de convertirse en actor. Se graduó en la Universidad de Kansas, dio clases de actuación y dirección y un buen día, a principios de los años cincuenta, fue contratado por la Centron Corporation.
La Centron se convirtió, con el pasar de los años, en una de las principales factorías de cine educativo para su distribución en escuelas y lugares que necesitaran “aprender” con una película.
Pero el boom del “cine educativo” o “industrial” si lo querés ver de esa forma, tenía que ver con otra razón de peso: la guerra fría.
“Okey, me perdí”
Ahí viene: los rusos lanzaron el Sputnik en 1957 y Estados Unidos, en ese momento, lo miró de afuera. Existía esa tensión entre ambas potencias y los americanos necesitaban “levantar la moral” de todos. Los filmes educativos —que generalmente hablaban de “lo bien que hacían tal o cual cosa” y que eran “mucho mejores que”— cumplieron un rol fundamental en este proceso que después se conoció como “higiene mental.”
Las películas —de unos pocos minutos— tocaban “los grandes temas” de las maneras más variadas y, generalmente, funcionaban como una fábula moral donde “las buenas costumbres” y el “American way of life” siempre terminaban ganando.
Eso por un lado. Dentro de ese “cine industrial” (de “industria que fabrica cosas sin parar” y no de “grandes estudios”) se empezó a gestar algo de lo que hablamos cuando tocamos el tema del cine regional: muchos directores con expertise en filmar sin parar, de golpe empezaron a tener ganas de contar historias propias.
Pero eso pasó mucho después, porque Herk Harvey fue uno de los primeros. Un hombre con un deseo.
Claro que, las películas educativas eran un medio muy redituable a nivel económico, pero había algo que no le llenaba el alma. Estaba muy fresca aún la historia de otro director de Kansas que venía del “cine industrial” que había pegado el salto con una película que había captado la atención del mismísimo Alfred Hitchcock y que se había pasado a dirigir televisión.
“Pero da el nombre de una vez”
Robert Altman, que con Vidas perdidas (The Delinquents, 1957) había seducido al inglés y este le abrió todas las puertas que pudo.
“Algo parecido a lo que pasa con los locutores de San Pedro con Fernando Bravo.”
Verdad que sí, pero no nos desviemos.
El deseo estaba, y la casualidad hizo su magia. Un día volviendo de Los Angeles a Lawrence, Kansas, vio algo que le llamó la atención. Paró el auto y se dispuso a explorarlo. Era del Saltair Pavilion.
El Saltair Pavilion había sido, en su época de gloria durante los años veinte una construcción de estilo europeo del este, con torres y lujos variados, que alojó en un principio unos baños termales, que duraron lo que duraron las aguas por esa zona y que con el paso el tiempo se convirtió en un parque de diversiones, que duró lo que duró la diversión. Para cuando Harvey se lo cruzó, estaba para uno de esos videos de YouTube de urban explorers, castigado por la mala suerte de varios incendios.
“Paré el auto y caminé hasta el Pavilion. Los pelos de la nuca se me erizaron” contó Harvey en una entrevista en los años ochenta.
Tal fue el shock de ver semejante locación, sumado al deseo de ser el próximo Altman, que Harvey volvió a las oficinas de Centron y se puso a hablar con su dupla creativa, el guionista John Clifford y le pidió que escriba el guion que quisiera escribir, con la única condición de que termine en un “baile de fantasmas” en esa locación.
Clifford puso manos a la obra y en pocas semanas tenía una versión del guion de lo que iba a terminar siendo El carnaval de las almas.
Harvey pidió licencia por tres semanas en Centron y, con un equipo de solo seis personas —también compañeras de trabajo— y diecisiete mil dólares de presupuesto (que se convirtieron en treinta cuando empezó a vender “bonos de productor” a empresarios locales) salió a hacer la película.
Con Bergman y Cocteau en mente (más de esto después), pero con otras vanguardias europeas de “salí y robá los planos como puedas”, sumado a su acercamiento “industrial”, Harvey tuvo la película terminada en el tiempo de la licencia.
Claro que para cuando estaba montada y lista (algo que también fue rápido, teniendo en cuenta el rubro al que se dedicaban todos) no pudo encontrar a nadie que quisiera distribuirla.
Finalmente, y después de golpear una infinidad de puertas, vio un interés de Herts-Lion, una distribuidora de mala muerte, especializada en el circuito de autocines en ciudades pequeñas.
Los de Herts-Lion sugirieron cortes (unos ocho minutos menos) que cambiaban radicalmente el tono que Harvey y Clifford habían planteado. Tras varias discusiones, los terminaron haciendo y la película se estrenó en 1963 como complemento de The Devil’s Messenger (1961) un telefilm con capitales suecos y un Lon Chaney Jr. a medio camino entre ser una estrella y actuar para Al Adamson.
Harvey siguió con vida en la Centron y emprendió un largo viaje por Sudamérica para filmar varias películas educativas. Para cuando le llegó el cheque de regalías por el estreno de El carnaval de las almas, el banco lo rebotó y Herts-Lion ya no existía.
Sumándole insulto a la injuria, los de la distribuidora habían vendido los derechos de televisación por algo cercano a nada y muchos años antes de desaparecer.
La película se pasó muchísimo en funciones de medianoche en la televisión yanqui, que le dio una cierta sobrevida, pero Harvey había quedado encerrado del lado de afuera: con la compañía fundida y un contrato firmado su película había pasado a dominio público y nadie sabía dónde estaban los negativos del corte original.
Recién para los años ochenta Harvey pudo recuperarlos pagando la caución en un laboratorio que los tenía guardados.
Y es justamente en los años ochenta que se la vuelve a considerar y hasta tiene un reestreno en 1989 como parte del movimiento de midnight movies que había empezado hacía ya varios años y todavía gozaba de buena salud.
Recién ahí se pudo ver completa y Harvey ser considerado lo que realmente era: un director enorme que nunca había vuelto a filmar un largometraje.
Quizás sea mejor pensar en El carnaval de las almas no como una película “de fantasmas” sino sobre el purgatorio. Tiene un tono “desorientado” que, obviamente, se podría atribuir a su cierto grado de amateurismo en la realización, pero también a que la película busca en su mood desorientado algo que finalmente encuentra.
Ese vagar del personaje de Mary, esa noción de si lo que está viviendo es un sueño —o pesadilla, más bien— o efectivamente está pasado, viendo la que podría ser “nuestra realidad” desde una distancia que se niega a incluirla.
Porque, si nos atenemos al concepto cristiano del purgatorio, es ese lugar al que se van a pagar los pecados y a purificarse. Quizás sea eso lo que Mary tiene que hacer en ese constante estado “de sala de espera de aeropuerto” en el que vive.
Podríamos decir que las escenas de baile nos recuerdan un poco a El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957) de Ingmar Bergman y no estaríamos erradxs. Irnos incluso más atrás y citar a Orfeo (Orphée, 1950) de Jean Cocteau tampoco sería descabellado. Harvey era un fanático confeso de las vanguardias europeas que se empezaban a ver en los Estados Unidos.
También podríamos decir que la historia “(puede que haya sido) todo un sueño” era relativamente nueva, pero no pionera. De hecho, la historia del cuento Un incidente en el puente de Owl Creek de Ambrose Bierce —adaptada en un corto francés de Robert Enrico que también precede a la película y ganó mejor corto en el Cannes de 1962— tampoco lo era, si queremos ser malxs.
También es justo contar que, a pesar de que Míralos Morir no habla de televisión, pero cuando esa televisión está en otra liga capaz que sí: ese corto de Enrico fue proyectado como parte de La dimensión desconocida en 1964. No contento con eso, Serling ya había contado un incidente similar en otro episodio, The Hitchhiker de 1960.
“Ah, entonces alto ladri Harvey”
Bueno, no precisamente. Las ideas van y vienen y muchas veces se repiten. Es la ejecución de esa idea la que las hace válidas o no.
Porque si es por ejecución, también podríamos ponernos a pensar en la multiplicidad de veces que vimos una imaginería similar a la de la película de Harvey en películas posteriores.
Viniendo del mismo mundo del “cine industrial” no es extraño pensar que tanto desde el planteo estético y hasta cosas más específicas como la clara influencia de Mary en el personaje de Barbara en La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), George A. Romero vio una de esas proyecciones en algún autocine o en alguna pasada nocturna en la tele.
Sería necio creer que el planteo estético y ensoñado de Cabeza borradora (Eraserhead, 1978) y después el hombre misterioso en Carretera perdida (Lost Highway, 1997) no se parezca al personaje que el mismo Harvey compone en El carnaval de las almas.
Y ni hablar de la noción de “nadie nota mi presencia salvo…” que hizo famoso a M. Night Shyamalan con Sexto sentido (The Sixth Sense, 1999)
Bueno, se van acumulando los méritos, eh. Mirá todo lo que hizo Harvey por el cine con una sola película.
La película tuvo, como todo en esa década, una remake muy floja en comparación durante los años noventa, con ese vicio del “pero esta es en colores” que también vivió su compañero de género con la de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1990), dirigida —con los pies— por Tom Savini.
Ambas, es válido aclarar, por distintas series de intríngulis de derechos terminaron en dominio público, resultaron poncho de los que estaban buscando el agujero, porque se podía usar el nombre, los personajes y prácticamente cualquier cosa con un costo cercano a cero.
Al margen de cualquier elucubración que podamos hacer sobre el amateurismo —o no—, la búsqueda —casual o consciente— de cierto estado de ensoñación, bien podríamos aventurar que siendo El carnaval de las almas una película en esencia “de fantasmas”, quizás el cine también lo sea en su conjunto.
“Es hora de dejar la falopa”
No, en serio: las películas son como “apariciones” que se posan delante de nuestros ojos y después desaparecen, pero que por alguna razón —quizás menos shockeante que ver un fantasma o no, depende de la película— su recuerdo nos queda grabado.
Esa sí que no te la esperabas, eh.