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84 – Una doña muy particular

Publicado el 26 de agosto de 2021

Si bien este newsletter no es ajeno al sudeste asiático, desde esa vez que contamos la hermosa historia de la falsa película porno para hundir a un dictador que no estaba colaborando con la CIA como había prometido, es hora de hablar de otro archipiélago. Vecino, pero distinto.

Filipinas, que para los que no lo sepan, es un país formado por más de siete mil islas —muchas de ellas tan pequeñas que son prácticamente testimoniales— que quizás te suene de varios rodajes de películas norteamericanas durante los años setenta.

Y si vamos a contextualizar, vamos a tener que volver sobre el clásico axioma de “dictadores que sí” y “dictadores que no” para el gobierno de los Estados Unidos.

Creo que hablé de esto en algún momento, pero por las dudas, refresquemos: existen, a lo largo de la historia, muchos casos de dictaduras sangrientas (bueno, si querés solo mirar Latinoamérica, ya tenés una pila de ejemplos) que no eran condenadas por “la reina de la libertad” solo por ser bien mansitas y obedientes.

Durante los años setenta, Estados Unidos usó su control en varios puntos del globo, y uno de ellos era Filipinas, que por aquel entonces estaba bajo el férreo control de Ferdinand Marcos.

Marcos, que estuvo en el poder entre 1965 y 1986 fue, como todo dictador, responsable de decenas de miles de muertes de aquellos que no pensaban como él y un servil operario del gobierno de los Estados Unidos.

Si te queda alguna duda de esto último, tras ser depuesto por el clamor popular, terminó sus días en Hawaii junto a su esposa Imelda, que tenía la colección de zapatos más grande de la que se tenga memoria.

Fue ella, justamente, la que terminó organizando un festival de cine en Manila, donde las películas, muy a pesar de sus creencias, se pasaban sin cortes. Algo similar a lo que pasaba en nuestro país con Tato y sus “salas especiales” en cineclubes y afines.

Este amor por el cine y los Estados Unidos, naturalmente devino en un “free for all” para producciones que quisieran contar historias en sus selvas y múltiples escenarios naturales, con un apoyo total del gobierno de turno.

Si viste la genial Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse (1991) de Eleanor Coppola, Fax Bahr y George Hickenlooper, sabrás de los vaivenes que tuvieron esos favores, como el mítico empréstito de helicópteros del gobierno que, en medio de un plano, se escapaban a reprimir una sublevación en otro sector del país.

Pero lo que llegaba a Filipinas en aquel momento tampoco era todo cine que terminamos estudiando en historias del cine como Apocalypse Now (1979), también fue una tierra fértil para los que quería filmar baratito y sin mucho control sindical.

Sí, bueno, Corman siempre termina apareciendo.

Para principios de los años setenta, y con el cine de cárceles de mujeres —y sus múltiples derivados, de esto ya hablamos— apareció un género que iba a hacer las delicias de cuanta piojera se alimentara de una dieta estricta del exploitation más puro y duro: el denominado por sus fans booties in the jungle.

Pero esta historia casi casi que no es culpa del bueno de Corman. Porque se signa como instigador necesario del cine de cárceles de mujeres —y por consiguiente de las múltiples aberraciones que vinieron atrás— al director Jack Hill, que estaba obsesionado con capitalizar el éxito de 99 Women (Der heiße Tod, 1969) de —quién si no— Jesús Franco y convenció a Corman de hacer la patriada.

El booties in the jungle (que si lo tuviéramos que traducir daría algo así como “culos en la selva”) era una extraña escisión del cine de cárceles de mujeres que había aparecido casi por accidente un locacional y financiero: todas estas selvas para filmar en Filipinas y todo este poco presupuesto.

Joyas del exploitation como The Doll House (1971), Women in Cages (1971), The Big Bird Cage (1971) o The Hot Box (1971), donde generalmente reclusas o enfermeras norteamericanas escapaban de sus captores o guerrillas de turno con la menor cantidad de ropa posible, ayudaron a cementar las carreras de directores como el propio Hill o Jonathan Demme y actrices como la número uno en nuestros corazones por siempre Pam Grier.

Si sos pervesitx (?) y querés seguir investigando sobre un tema tan importante en la historia del cine, te recomendaría que te hagas de una copia de Machete Maidens Unleashed! (2010) de Mark Hartley —sí el mismo de los docus de Ozploitation y Cannon Films— y le des una panzada.

Pero no estamos acá para hablar de todo eso, quizás en otro momento lo retomemos. Estamos acá para hablar de world cinema, de un cine de latitudes con una historia rica y accidentada y de un personaje mítico en su historia.

Pero, para llegar a él —o más bien a ella— vamos a tener (sí, ya te la veías venir) que explicar dos o tres cosas.

La primera sería contar un poco que la población filipina es una mezcla de culturas que empezó con las tribus igorrotes muy atrás en el tiempo y que después se fue modificando por la inmigración indonesia, china del sur y vietnamita.

Desde un principio, la zona estuvo ceñida por una serie de leyendas, creencias y prácticas mágicas que, muchas veces bordeaban el ocultismo. Guardá ese dato, porque puede que nos venga bien en un momento o dos.

“Ah, esto viene para largo”

No tanto, porque la segunda sería contar que la historia del cine en Filipinas nació de la mano de los yanquis —quizás por eso estaban tan agradecidos y entregando escenarios naturales décadas después— a principios del siglo veinte. Más precisamente en 1912.

En ese año, capitales norteamericanos financiaron una película sobre el doctor José Rizal, héroe nacional, bajo la dirección del pionero cinematográfico local José Nepomuceno.

Ya para los años veinte, toda ese mochila de leyendas y ocultismo se empieza a colar por debajo de la puerta y empieza a aparecer en las películas que, por ese entonces, se empezaban a filmar: si bien en su mayoría eran melodramas algo góticos en su forma, muchas de ellas tenían componentes de fantasía y truculencia que las emparentan más con lo que hay llamaríamos “cine de terror” que otra cosa.

Tan así estaba el patio, que la primera película sonora de la historia del país Ang Aswang (1933) de George Musser no era otra cosa que una película de vampiros.

Para mediados de los años treinta, ya había cinco estudios produciendo películas en Manila, pero la ocupación japonesa si bien no detuvo a la incipiente industria, la ralentizó unos años hasta principios de los años cuarenta.

Para cuando volvió a estar en pleno funcionamiento, la influencia del cine de Hollywood empezaba a ser casi total, dejando de lado las leyendas y alimentando las comedias, los romances, los melodramas y el star system.

Y detrás de ese cambio tan rotundo hubo una persona, que llegó a este oficio casi casi de casualidad.

Y de esta forma hace su entrada en esta historia Narcisa Buencamino-De León, conocida como Narcisa De León por el bien de la brevedad.

¿Quién? Bueno, ahí vamos.

Porque quizás el nombre Narcisa De León no te suene de ningún lado, pero una breve buscadita en IMdB te puede dar una flor de sorpresa porque, como habrás podido ver si abriste el link, en menos de treinta años fue la productora ejecutiva de más de trescientas películas.

Quizás sea un nombre que no te suene hasta hoy, porque estoy acá para contar la historia de Doña Sisang, la reina indiscutida del cine filipino.

Narcisa nació en 1877. Hija de un poeta y nieta de un comerciante chino, su padre murió cuando era chica y tuvo que dejar los estudios para trabajar.

Se casó con José de León, un político local con el que terminó teniendo cinco hijos.

La pareja invirtió en campos de arroz y no tardaron en convertirse en uno de los principales productores del país.

Para cuando enviudó en 1934, Doña Sisang estaba aburrida y llena de plata.

Y fue en 1938, junto a otras dos familias de iguales cuantas bancarias que decide formar los estudios LVN, que seguirían con vida hasta bien entrada la década de los setenta.

Creo que es el momento de mencionar que Doña Sisang tenía 61 años cuando se decidió a meterse en este baile y que no había visto, hasta el momento de abrir LVN ni una sola película en su vida.

Esto no la limitó para llevar adelante la empresa con mano de hierro: leía todo lo que se iba a filmar y sin su aprobación no se tiraba ni un plano.

De una formación cristiana algo férrea —siendo muy amables— sus películas hacían todo lo posible por alejarse del “primitivismo” de la leyenda local y acercarse más a las mieles del romance Hollywoodense.

Con sus caveats, claro: lo máximo que se podía ver en un fogoso romance en una película de LVN era un beso en la mejilla.

Aún así, gran parte del star system filipino pasó por estas producciones y la mujer que no había visto una sola película terminó produciendo unas diez por año.

Claro que las férreas reglas morales del Doña Sisang no tardaron en perder fuerza frente a la multiplicidad de leyendas que había en el archipiélago.

Para cuando murió, a mediados de los años sesenta, el cine estaba muy cambiado. Acá deberías hacer un flashback a lo que te conté antes.

Y más temprano que tarde, esas leyendas de las que hablaba más arriba se fueron colando nuevamente, en películas de terror absolutamente explícitas y oscuras con demonios, posesiones y coso. O, como me gusta decir a mí: la cosa sana.

Pero eso, no te quepa la menor duda, será otro día.

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