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83 – De esta no se habla

Publicado el 19 de agosto de 2021

Hablamos del período inglés, del de Warner, del de Paramount y del de Universal, analizamos películas icónicas y no tanto y hasta algunas favoritas personales: era hora de que hagamos un poco de justicia con una película que, sacándola de su momento y viéndola hoy, tampoco es para andar llorando por los rincones.

Sobre el final de la edición del jueves pasado, hablamos un poco del contexto en el que se había estrenado Frenesí (Frenzy, 1971) y, por ende, el de la película que vino después de ella.

Y es justamente esa que vino después la que despierta tantos odios y tan pocas pasiones. La última película de Hitchcock, más precisamente la número cincuenta y tres.

La salud del inglés no era exactamente la de un triatlonista pero, pocos meses después de estrenar Frenesí en Cannes, compró los derechos de una novela llamada The Hanging Pattern de Victor Canning, un escritor inglés en cuyas novelas se basaron, además de esta de la que estamos hablando, Espías (Spy Hunt, 1950) de Geroge Sherman y hasta algunos capítulos de la serie Mannix, entre muchas otras adaptaciones televisivas.

(Sí, me estoy reprimiendo hacer el chiste de “Victor cambió su nombre de Canning a Scalabrini Ortiz”. Volvemos.)

Y como aprendimos en las ediciones anteriores, cuando Hitchcock compraba una novela, empezaba “el juego de la silla” de los guionistas. O no.

Bueno, en este caso no. O sí. Más o menos.

Llamó a Ernest Lehman, con quien ya había escrito Intriga internacional (North by Northwest, 1959) y se pusieron a trabajar en la adaptación.

Y acá es cuando empieza ese “más o menos” de más arriba: Lehman ya había rechazado la novela para adaptarla como proyecto personal (pensaba escribir y dirigir) y tenía una serie de ideas diametralmente opuestas a las del inglés sobre el material.

Quizás sea momento de aclarar que Lehman, además de escribir el guion de Intriga internacional, era un hot asset en aquel momento, responsable también de los guiones de Sabrina (1954) de Billy Wilder, Amor sin barreras (West Side Story, 1961) de Jerome Robbins —y Robert Wise, obvio— y ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (Who’s Afraid of Virginia Woolf?, 1966) de Mike Nichols, entre otras.

Esto ponía a Lehman en un lugar distinto al habitual de los guionistas “recién bajados del barco de la tele” a los que solia acceder el inglés para que escribieran exactamente lo que él les pedía.

Lehman tenía sus ideas, que no eran las que tenía Hitchcock.

No hubo “juego de la silla”, pero sí discusiones eternas. El guionista creía que la película tenía que ser seria y sombría y el inglés estaba convencido de que tenía que ser una comedia.

A esto hay que sumarle un proyecto que nunca prosperó entre ellos: la adaptación de No Bail for the Judge de Henry Cecil en la que trabajaron hasta tener un guion —se dice— muy filmable y que por problemas de disponibilidad de elenco quedó a un lado, justo cuando a Hitchock se le ocurrió hacer Psicosis (Psycho, 1960).

Terminaron, entonces, como pudieron el guion de una película que tuvo muchos títulos de rodaje, siendo durante mucho tiempo “La 53”, que contaba la historia de dos parejas: una formada por una falsa mentalista y un taxista y otra de estafadores que cruzan sus caminos mientras buscan a la heredera de una fortuna que fue puesta en adopción décadas atrás.

“La 53”, ya concluído el rodaje pasó a llamarse Family Plot, un juego de palabras con doble acepción en inglés que habla, por un lado, de una “trama familiar” y por el otro de la tierra que una familia tiene en un cementerio.

El elenco, con figuras de una talla algo menor a lo que se esperaba del inglés, se fue armando como se pudo, a sabiendas de que a Hitchcock no le gustaba pagar caros a los actores.

Un poco de contexto histórico: si bien los estudios habían dejado de ser “dueños” de los actores hacía mucho tiempo, es durante los años setenta (y muy especialmente durante los ochenta) donde los sueldos de estas partes móviles de la escenografía (?) se fueron a los cielos y empezaron a calcularse en millones.

El papel de Bruce Dern, en la cabeza de Hitchcock era para Al Pacino, que venía de hacer las dos primeras de la saga de El padrino. Cuenta la leyenda que Dern le preguntó al inglés por qué lo había casteado y este le respondió “El señor Packinow (su pronunciación de Pacino) cobraba un millón de dólares, y Hitch no paga un millón de dólares.”

Hay un rumor que dice que por la conexión John Williams —compuso la banda sonora, que Hitchcock encontró “demasiado dramática” al punto que le terminó diciendo “John: el asesinato puede ser divertido”— Steven Spielberg quiso pasar a visitar por el set de la película y el inglés se negó rotundamente. A los íntimos, se cuenta, confesó: “No podría soportar conocer al hombre que hizo la película del pescado ese. Lo veo y me siento una prostituta”.

La película se estrenó con críticas divididas y una aceptación de público módica. No nos olvidemos, como dijimos en la edición anterior: en 1976 el público estaba buscando cosas distintas. De querer ir a ver una comedia, el año anterior podían ver Shampoo (1975) de Hal Ashby, por ejemplo.

(¿No sabés lo que es Shampoo? No te preocupes, nunca es tarde para verla. Ni bien la veas podés escuchar este episodio que le dedicamos en Frame Fatale.)

Ya que estamos con el tema del estreno. Fiel a su humor negro, Hitchcock organizó la rueda de prensa en un cementerio armado especialmente, donde cada periodista tenía una lápida con su nombre, y ni aún así las cosas fueron como esperaba.

Porque Trama macabra sufre del drama de “expectativa versus realidad”: lo que se le suele endilgar como pifies son en realidad las cosas que los que la vieron esperaban de ella, sin que la película tenga la obligación de nada: como ninguna tiene, si es por eso.

“Para ser una de Hitchcock” se lee mucho. La película está llena de elementos Hitchcockianos y tiene, quizás de una manera más explícita, un sentido del humor a prueba de balas.

Porque, quizás sea momento de decirlo, Hitchcock ganó la pulseada con Lehman: Trama macabra no es más que una comedia negra. Sí, hay un misterio. Sí, hay una estafa —o varias—. Pero en el fondo, es una enorme confusión con enredos y un humor muy negro.

El origen de su maldición, quizás haya sido haberse estrenado el mismo año que Taxi Driver de Scorsese, El inquilino de Polanski o Carrie de De Palma, por solo meter tres de una lista interminable, además de una serie de críticas algo tibias que “esperaban otra cosa.”

Nuevamente, “expectativa versus realidad”.

Quizás lo que nos deberíamos preguntar con Trama macabra es: ¿Y si Hitchcock quería hacer una comedia? ¿Y si todo ese humor que tuvo en tantas ocasiones en forma de ironía sobre algo terrible que estaba pasando en realidad era un deseo oculto por darnos finalmente una comedia? ¿Y si su última película lo fue?

Y, como para cerrar el cuestionario, la más importante: ¿Y si quería seguir haciendo comedias y la vida le dijo basta?

De esto hay datos, sobre todo de la idea que Hitchcock nunca pensó el Trama macabra como “su última película”. Se sabe que al momento de su muerte tenía terminada la adaptación de un thriller de espías llamado The Short Night basado en la novela de Ronald Kirkbride y que venía anunciando desde la época de estreno de Topaz (1969).

También se sabe que los de Universal decidieron no darle el proyecto a otro director y que el guion nunca se filmó. Se ve que no eran los mismos ejecutivos que aprobaron Psicosis II (Psycho II, 1983) y Psicosis III (Psycho III, 1986).

Pero terminemos de especular sobre Trama macabra, que para eso estamos acá.

La película termina con Barbara Harris guiñando un ojo a cámara. Como si Hitchcock después de 53 películas se hubiera atrevido a romper la cuarta pared, algo que su compañero de aventuras —y como vimos en la edición anterior, un poco frenemy después de su muerte— François Truffaut hizo desde el principio con el final de su Los 400 golpes (Les quatre cents coups, 1959).

Se dice que Lehman estaba totalmente en contra de que la película se convirtiera en un ejercicio autoconsciente, y que el inglés filmó el plano igual y lo agregó en montaje.

Hitchcock solo quería hacer una comedia, como hizo más abiertamente con el screwball hecho y derecho de de Señor y señora Smith (Mr. & Mrs. Smith, 1941) o el autoimpuesto de Los pájaros (The Birds, 1960), como ya vimos oportunamente, pero “viniendo del maestro”, todos entendieron otra cosa, como si Beatriz Sarlo intentara contar el chiste de Martita de Ruggeri en A dos voces (?)

Paradxs cuarenta y cinco años después y sin el New Hollywood encima (bueh, y con lo que tenemos encima hoy que ojalá apareciera un Michael Cimino a hacer La puerta del cielo), en una de esas es un buen momento para volver a verla sin cara de puristas que están oliendo mierda.

Y con este mensaje lleno de positivismo es que termina esta séptima ¿y última? entrega de Míralos Morir sobre Alfred Hitchcock.

¿Está agotado el tema? Ni de casualidad.

¿Va a seguir? No el jueves que viene.

¿Vendrán otros directores? No sé, decime vos.

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