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81 – Corbatas, comilonas y ¿decadencia?

Publicado el 5 de agosto de 2021

En entregas anteriores hablamos del período Warner, del Paramount y hasta del Universal ¡dos veces! y marcamos a este último como al que se señala de “decadente” dentro de la obra de Hitchcock.

Sí, puede que Psicosis (Psycho, 1960) haya sido una vara muy alta para saltar después, pero las seis películas que vinieron después quizás merecen un poco más de cariño.

Usando el viejo postulado de “tragedia más tiempo es comedia”, podríamos hacer una breve adaptación y decir que: muchas veces la historia del cine nos ha demostrado que eso que en su momento nos parecía “menor” se revalorizó con los años, o que carreras que considerábamos “acabadas” a la luz de lo que vino después fueron maestros haciendo obras de arte en comparación.

En el período final de la carrera de Hitchcock, que delimitaremos como “las películas que hizo después de Los pájaros (The Birds, 1963)” y que se compone de cinco películas: Marnie (1964), Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), Topaz (1969), Frenesí (Frenzy, 1972) y Trama macabra (Family Plot, 1976) hay por lo menos una que no debería figurar en la lista de la decadentes.

(Una, y si me apretás mucho, dos o tres, pero capaz que hay un poco de eso más tarde)

La película, por si no lo adivinaste por el título, es Frenesí.

Y, si no lo adivinaste por el título es porque no la viste. Eso se termina acá y ahora. Vas, la ves y volvés. Yo te espero.

Dejo, como siempre, una fina música de espera.

Bueno, todos en la misma página. Sigamos.

La historia detrás de Frenesí ya la vimos varias veces. Hitchcock no estaba dando pie con bola con el público y sus dos películas anteriores —Cortina rasgada y Topaz— no habían llevado espectadores en hordas a los cines.

Lo que se entendía como una baja en las taquillas del inglés tenía una explicación a nivel “historia del cine”, pero en esa nos vamos a meter más tarde.

Habiendo aprendido de que muchas veces es mejor achicarse y demostrar (como ya aprendimos que había hecho en el caso de Pacto siniestro (Strangers on a Train, 1951) o incluso Psicosis, cuando nadie le tenía fe a algo tan violento), el inglés decidió volver a sus raíces.

“¿Se fue a filmar una película muda en blanco y negro a Inglaterra?”

Bueno, no tanto, pero un poco sí: se fue a filmar una película en colores y sonora, pero en Inglaterra.

Existían, se cuenta, unas ganas de Hitchcock de volver a filmar en su país después de que sus coterráneos lo acusaran de “vendido” a Hollywood. Una “vuelta al pago” en el tramo final de su vida y su carrera sonaba algo que se podía hacer sin mucho conflicto, y era algo que no hacía desde la remake de El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1956).

Condiciones favorables, sobre todo, para el tamaño de proyecto que tenía en mente, o que sus credenciales de ese momento le permitían: una película chiquita, filmada casi toda en estudio y con algunos planos robados en un mercado de frutas que por aquel entonces estaba en la zona del Covent Garden de Londres.

Este dato, que puede parecer menor, era mayor para el inglés: su padre había pasado su vida en ese mercado, como parte de su trabajo como verdulero. Las “volver al pago” vibes se intensifican.

Como siempre, ya había comprado los derechos de una novela que, casualmente, ocurría en Londres y se llamaba Goodbye Piccadilly, Farewell Leicester Square, escrita por Arthur La Bern.

Llamó a Anthony Shaffer de guionista que, se dice, primero pensó que el llamado de “Alfred Hitchcock quiere hablar con usted” era una broma y no creyó que no lo fuera hasta que lo tuvo adelante.

Shaffer, como la mayoría de los que terminaban a órdenes del inglés, era un casi debutante en el cine que venía de la dramaturgia, que después iba a adaptar su propia obra de teatro para la extraña Juego mortal (Sleuth, 1972) de un ya bastante grande Joseph L Mankiewicz o la adaptación de El hombre de mimbre (The Wicker Man, 1973) de Robin Hardy.

(¿El hombre de mimbre? Míralos Morir futuro ya te siento.)

A diferencia del Hitchcock de veinte o incluso diez años atrás, no hubo “juego de la silla” de guionistas. Se llevaron bien con Shaffer, llegando hasta la versión final de un guión que, si sos de esxs viciosxs, podés leerte entero acá.

(Sí, ya sé: no puede más de lujo este Míralos Morir. Música funcional, guiones para leer… Así es el newslettering champagne.)

La salud del inglés, que ya tenía un marcapasos puesto, no era precisamente un laissez faire ni un cago de risa, pero los problemas, increíblemente, vinieron de otro lado antes de empezar el rodaje.

Alma, esposa, mano derecha y media mente —para que negarlo— de Hitchcock, tuvo un infarto durante el comienzo de la preproducción que atrasó un poco todo. No tardó en reponerse y en sobrevivirlo, si miramos la historia completa.

No fue el único problema que hubo, claro. Ya separado de su relación con Bernard Herrmann como compositor después de Cortina rasgada, el inglés quería que Henry Mancini compusiera la banda sonora. Y acá empezó un nuevo “juego de la silla”, en la que terminó sentado Ron Goodwin.

(Por si necesitás este Intrusos: la sangre entre Herrmann y Hitchcock, para contarla brevemente, se dio cuando los ejecutivos de Universal convencieron al inglés de que la película necesitaba una banda sonora “más alegre”. Hitchcock echó a Herrmann y nunca más trabajaron juntos.)

Se suele contar que cuando Hitchcock escuchó lo que Mancini había compuesto, lo echó en ese mismo instante diciéndole “Si hubiera querido algo como Bernard Herrmann lo hubiese llamado a él.”

Frenesí, puesta en la filmografía de Hitchcock, es perfectamente lógica, porque usa elementos de películas anteriores y los combina.

“¿Cómo es eso?”

Ah, esa ansiedad sí que se puede ver: cuando hablamos de Psicosis, por ejemplo, hablamos del anticlímax que se generaba cuando el personaje de Marion moría y sabíamos quién era el asesino. Eso por un lado.

Por el otro, siempre que hablamos de Hitchcock en general decimos que “les gustaba filmar siempre la misma historia”, que generalmente sinopseamos como “un tipo normal parado en el lugar incorrecto.”

Muy bien.

Frenesí usa los dos elementos de la narrativa Hitchcockiana en paralelo: por un lado sabemos quién es el asesino, y por el otro tenemos al perejil del que todos sospechan metido en una pesadilla de la que no puede escapar.

Va llegando el momento de que nos preguntemos: ¿Es esto una decadencia o una evolución?

Desde lo formal, Frenesí es una de las películas más violentas de la filmografía del inglés, muy a pesar de que muchas de las cosas que suceden son fuera de cámara, a diferencia de, por hacerlo fácil, la escena de la ducha en Psicosis, donde había explorado temas similares con crímenes lindante con lo sexual, pero no de manera tan explícita / no explícita, si vale la metáfora.

Tiene además, un elemento que estuvo siempre presente de manera más irónica a lo largo de la filmografía de Hitchcock, que es el sentido del humor. Frenesí, muy a pesar de lo terrible que está pasando, funciona casi como una comedia de enredos.

Y la tercera parte de este tridente es la aparición de la comida. Mostrada de manera decadente, casi pornográfica y horrorosa. Si bien la película no se detiene en eso en su narrativa, sí lo va marcado todo el tiempo, convirtiéndola en una suerte de “banda soporte” de lo que sería la genial La gran comilona (La Grande Bouffe, 1973) del enorme —director y literalmente— Marco Ferreri.

(¿Marco Ferreri en Míralos Morir? Ya te siento.)

Hay un elefante en el cuarto de esta decadencia, y es momento de hablar de él. Dijimos más arriba que las dos películas que vinieron antes de Frenesí no habían funcionado como se esperaba y que todos hablan de un Hitchcock al final de su soga.

De todos esos que hablan de decadencia, muy pocos se pusieron a mirar a su alrededor mientras decían la palabra.

La “decadencia” de Hitchcock (un director clásico, con su propia agenda y estilo visual marcado, que de todas maneras se podía considerar “de estudio” para el sector más intelectual, muy a pesar de que los de Cahiers se rasgaran las vestiduras e hicieran todo lo posible vía teoría del autor y demás paparruchadas) coincide justamente con la aparición del New Hollywood en los Estados Unidos.

Las historias que contaba el inglés —muchas veces violentas o viscerales para “su época”— se habían convertido, sobre todo después del estreno de Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) de Arthur Penn en moneda corriente.

El público, y sobre todo la crítica, que generalmente corren tras la novedad, empezaron a ver al cine de Hitchcock como “anticuado” o “demasiado clásico” solo por de quién venía, sin ponerse un segundo a ver el contenido. Y, como ya aprendimos de lecciones anteriores, el prejuicio en el cine —a menos que sean películas de Zack Snyder— nunca es buen consejero.

Es momento, además, de no sacarle el culo a la aguja y decir que, por más fuerza que hayan hecho los Cahiers por hacer válida su teoría, uno de los mayores detractores del último período del inglés —sobre todo post mortem— fue el propio François Truffaut.

Ah, este Intrusos sí que no te esperabas.

La película, ayudada por el fin del Código Hays algunos años antes y la introducción de la calificación R de parte de la MPAA (de esto ya hablamos, claro), se estrenó con un tagline que más que campaña sonaba a profecía autocumplida: “¡La última obra maestra de Hitchcock!”

Ya lo teasié mil veces, y me parece que es el momento de decirlo: me parece que Trama macabra, la película sobre la que muchas hacen caca directamente, no es mala ni por asomo.

Simplemente tuvo la desgracia de venir después de Frenesí. Si hubiera venido antes, toda la parte del humor que tiene esta hubiera recaído sobre los hombros de la película de la falsa mentalista.

Patricia, hija de Hitchcock, siempre pensó que Frenesí era demasiado violenta y perturbadora, al punto de que fue la que menos quiso que sus hijos vieran, incluso cuando estos ya estaban crecidos.

A ella, desde acá le decimos, como siempre: si no te gustó, devolvé la guita.

Sí, no se me ocurría una forma de cerrarlo.

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