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75 – La Star Wars polaca

Publicado el 24 de junio de 2021

Hace ya más de un año, cuando este newsletter todavía ni gateaba, decidí (después de hacer una consulta popular) hacer un cambio de rumbo en la forma en la que estaba presentado: de hablar de varias cosas por semana como venía haciendo hasta el momento a hablar de una película o tema con mayor profundidad.

Esto le dio desde la entrega sobre Stalker: la zona (1979) de Andréi Tarkovski, y ese fue el estilo que Míralos Morir terminó teniendo hasta ahora.

Y sabrás, si sos habitué, que me gustan las historias de “películas malditas”. Varias veces escribí sobre ellas y las razones de tales maldiciones.

Pero ¿qué pasa si pasamos del mote de “película maldita” que, digamos todo, hoy por hoy se lo ponen a cualquier cosa que haya tenido un atraso en el catering, y nos posamos sobre el de “película imposible”?

Por acá va a ir la cosa hoy, y nada tiene que ver con el mundo de plásticos inyectados (y eventualmente algunas películas) que creó George Lucas. El título no fue más que un vil clickbait porque, te mentí: vamos a hablar de un abonado de esta casa (y de otras casas) que es el querido Andrzej Żuławski.

Sí, Żuławski: el de Una mujer poseída (Possession, 1981), la película que si viste no podés desver.

Y lo que vengo a contar hoy es de unos años antes de que Żuławski se estableciera como un “director maldito” de “películas malditas” y de cuando (casi) termina siendo el director maldito de una película imposible.

Bueno, en rigor lo fue, solo que no lo dejaron terminar.

Pero para entender un poco todo esto, no vamos a tener que ir a Polonia, más específicamente poco después de la Segunda Guerra Mundial.

“Dale, seguís con esa, gordo Felipe Pigna”

Para entender los vericuetos de esta historia y de la historia del cine polaco en general, hay que tener claras dos o tres cosas:

Sí, el cine polaco nos dio a Roman Polanski, al propio Żuławski, a Andrej Wajda y Krzysztof Zanussi entre otros, pero pocos de ellos fueron, por llamarlo de alguna manera “profetas en su propia tierra”.

Para llegar a este “nuevo cine polaco” de los sesenta tuvieron que pasar varias cosas. Vamos a enumerarlas:

Para el final de la Segunda Guerra, y con dos vagones de tren de equipos de cine que le habían robado a los alemanes en pleno conflicto (chupala, Robert Rodriguez), las autoridades, ahora bajo el poder de la Rusia comunista stalinista, deciden empezar a filmar “sus historias.”

Para esto fundan Polski Film, una productora estatal y, paralelamente, Aleksander Ford (un nombre que parece más yanqui que polaco, casualmente) decide empezar con la Escuela de Cine de Lodz, que sirvió como semillero de varios de los nombres que puse un poco más arriba.

(La historia de Ford, que se sidce enseñó todo lo que sabe a Polanski y varios más, y que luego fue considerado “un desertor” por los comunistas, y terminó suicidándose en Estados Unidos merece un capítulo aparte y probablemente algún día lo tenga. Volvamos.)

Como era de esperarse, los esfuerzos de esos primeros tiempos no eran más que meros ejercicios de propaganda similares a los de Leni Riefenstahl o las de los yanquis con John Wayne, pero “para el otro lado.”

Las historias giraban en torno a la posguerra o al conflicto que acababan de abandonar, y eran excesivamente didácticas.

Recién con la muerte de Stalin es que la por entonces República Popular de Polonia empieza a pensar en una industria del cine.

Los que habían estudiado en las Escuela de Lodz empezaban a egresar y había una necesidad grande de una moderación ideológica en los productos que se hacían hasta el momento. Y ahí fue cuando el cine polaco se convirtió en algo (bastante) experimental y (bastante) entretenido.

Este cambio en la manera de pensar el cine (incluso bajo este régimen comunista más “permisivo”) trajo algunas de las mejores películas del período, como La patrulla de la muerte (Kanal, 1957) o Cenizas y diamantes (Popiól i diament, 1958) de Wajda, o El cuchillo bajo el agua (Nóz w wodzie, 1962) de Polanski.

Pero todo iba a cambiar pocos años después, y las cosas (y sobre todo las reglas) se iban a poner un poquito más duras de lo que venían siendo.

Polanski no tardó en emigrar a Inglaterra donde filmó Repulsión (1965) y Cul-de-sac (1965) y luego a Estados Unidos, donde llegó justo para dirigir El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y ser parte del puntapié inicial del New Hollywood además de, bueno, algunos quilombos que son de público conocimiento.

“¿Y Żuławski? ¿Dónde está mi Żuławski?”

Żuławski, también egresado de la misma escuela había hecho una primera película muy promisoria, La tercera parte de la noche (Trzecia czesc nocy, 1971) que derivó en una segunda película aún más promisoria: El diablo (Diabel, 1972).

Y ahí, justamente ahí, empezaron los quilombos.

La imaginería que manejaba El diablo, una historia ambientada a finales del siglo dieciocho con alguien que perdía los estribos y salía a cometer una serie de asesinatos muy sangrientos, fue demasiado para el régimen comunista que, sin dudarlo un segundo, “lo invitó a dejar el país.”

Exiliado en Francia, al poco tiempo filmó la película que lo haría famoso internacionalmente y lo llenaría de premios: Lo importante es amar (L’important c’est d’aimer, 1975).

Żuławski era “la nueva gran cosa” y los polacos miraban el partido desde afuera. Quizás arrepentidos de la decisión que habían tomado, pocos años después decidieron reverla.

Fue así que en 1975 el Ministerio de Cultura le hizo una invitación formal, para que “volviera a filmar en su país y su idioma”, proponiéndole que “hiciera lo que quisiera.”

Y caray que Andrej hizo lo que quiso. Acá, justamente acá, es que se empieza a poner bueno.

Así fue como Żuławski se decidió por el proyecto que, pensaba le iba a spark joy más que un cajón con las medias ordenadas por color a Marie Kondo.

Les propuso adaptar una trilogía de novelas (llamada “La trilogía de la Luna”) de su tío abuelo (Jerzy Żuławski, un famoso escritor de ciencia ficción que había muerto muy joven de tifus) y todo parecía ir bien.

Se pasó cerca de dos años adaptando al cine los tres libros de su pariente y el proyecto parecía estar bien encaminado: nadie nunca le dijo que hubiera algún límite de presupuesto.

Żuławski volvió a Polonia a filmar lo que sería una épica de ciencia ficción basada en una trilogía clásica de la literatura de su país.

Si estás empezando a sentir Stalker vibes, es perfectamente razonable.

Con tres cuartos de película filmada, cambió el ministro de cultura y asumió otro que, a diferencia de su antecesor sí se puso a mirar con más detenimiento “esa película de ciencia ficción carísima” que estaba filmando Żuławski.

Para 1978 (esto es, para clarificar: después de un año de rodaje) llegó la orden: se debía detener la filmación e incautar y destruir el material filmado.

Sí, se re mil picó.

Żuławski volvió a Francia y se dedicó a proyectos más serenos como Una mujer poseída o La mujer pública (La femme publique, 1984), pensando que la que él llamaba “mi obra maestra asesinada” había corrido la peor de las suertes.

A los pocos meses, el ministro de cultura nuevo murió en un accidente de aviación, pero por alguna misteriosa razón nadie se animó a rever su decisión.

Recién para los últimos estertores del comunismo en Polonia, a finales de los años ochenta, llegó una noticia que podía sonar alentadora: el material no había sido destruido como se pensaba.

Żuławski empezó a reconsiderar retomar el proyecto y se dio cuenta que era demasiado ambicioso para los tiempos que corrían, pero estaba determinado a terminar su película como fuera,

Viajó a Varsovia, filmó escenas documentales de cómo estaba la ciudad sobre el final del régimen y empezó a pensar una forma de unir todo.

La forma de unir todo fue agregarse al relato, explicando en los lugares donde faltaban escenas qué debería verse y no se estaba viendo.

Y así fue como Żuławski hizo la avant premiere mundial en Cannes de 1988 de lo que desde ese momento se conoció como On the Silver Globe (Na srebrnym globie, 1988).

Sí, no te había dicho cómo se llamaba hasta acá. Me gusta jugar con tu ansiedad.

“¿Y la película? ¿De qué es la película?”

Bueno, eso es más complejo de explicar porque, te imaginarás, incluso con tres cuartos de la película filmada.

No es, justamente, una película muy narrativa que digamos, pero se podría explicar como una misión espacial llega a un planeta que podría ser la Luna y queda varada en él, donde comienzan a armar una nueva civilización y no tardan en darse cuenta que hay unos seres que conspiran contra sus planes.

A esto sumale que el tiempo pasa más rápido y varios cambios espacio temporales y, bueno, la cosa se pone un poco confusa.

El cuento, en definitiva, es de opresores y oprimidos y no habla muy bien de los opresores, quizás la principal razón del fin del rodaje, fuera de “la presupuestaria” que se adujo en ese momento.

A primera vista, On the Silver Globe puede parecer una película pasada de ambiciosa: excesiva. Una película, en términos de Spinal Tap, con el volumen constantemente en once.

Misteriosamente, para ser una película a la que un director le dijeron “hacé lo que quieras” On the Silver Globe tiene la megalomanía bastante bien ejercitada. No hace falta que cite a La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980) de Michael Cimino cada dos semanas, en parte responsable de terminar con el New Hollywood como ejemplo de cómo las cosas pueden malir sal.

¿Es un exceso? Probablemente. ¿Fue ese exceso lo que hizo que las autoridades suspendieran el rodaje? Nunca lo sabremos. Sí sabemos que el factor ideológico está presente en el metraje, pero no tanto como para efectivamente destruir el material.

Me imagino que para esta altura tenés más dudas que certezas. Y si ves la película es probable que estas se magnifiquen. Quizás lo que estés pensando en este momento es: “¿Vale la pena ver una película que, en el fondo, no está ni terminada? Y no hay una sola respuesta para esto, porque depende de tus ganas.

Imaginate que sos fan de una banda y aparece después de años de inactividad una grabación de un ensayo con temas inéditos: ¿te va a joder tanto que el cassette tenga un poco de soplido?

On the SIlver Globe no es un cassette con soplido: es una bella experiencia visual que, como ya aclaré muchas veces antes de que me vengan a correr los de “No entendí nada”, no es la más narrativa del mundo.

Para colmo, la remasterización del 2016 la puso finalmente en valor, con los colores como debían ser y varias cosas más: le sacaron hasta el soplido.

Viéndola da la sensación de que los que finalmente no la destruyeron sabían de la importancia histórica del material, como si “no fuera para ahora” pero que “después iba a ser importante.”

Obvio que nos quedan un montón de especulaciones, como qué hubiera pasado si el ministro no hubiera querido hacer buena letra y la película se hubiera terminado de filmar. Qué hubiera sido de la carrera de Żuławski después de semejante exceso y varias cosas más.

Sí, obvio que no te estoy invitando a cagarte de risa con la nueva de Adam Sandler (?), pero te estoy señalando una anomalía lo suficientemente grande como para que levantes una ceja, vayas a Incas y Torrent y la veas en una calidad hermosa.

On the Silver Globe es una película fuera de tiempo, siendo ese tiempo su tiempo, nuestro tiempo o cualquier tiempo. No es de esta Tierra ni de la Tierra donde sucede. Y ahí, justamente, es donde está su encanto.

Hace un rato dije que hoy por hoy “película maldita” es prácticamente cualquier cosa a la que le quieran hacer marketing por la negativa. Podríamos definir a Żuławski como un “director maldito” que solo sabía hacer “películas malditas”, pero mejor sería pensarlo como un director maldito que un día se propuso hacer una película imposible.

Cuanta menos “seguridad” nos den las películas, más vamos a poder ampliar nuestro campo visual. Y eso, al final del camino, es lo único importante.

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