Para empezar a contar esta historia nos tenemos que situar en el Hollywood de los años veinte. O sea, un siglo atrás, no en el de ahora que también son los veinte, pero bueno, era más fácil cuando el cine solo tenía cien años, pero eso fue hace casi treinta.
El punto es que: la tierra prometida del cine, al que habían llegado los “independientes” escapando de las patentes y los juicios del querido Edison ya no era el barrial al que Jim Jones llevó a sus fieles en Guyana, sino más bien todo lo contrario.
Ya tenían el negocio relativamente armado y, si bien viendo de afuera fotos de la época podía parecer “un pueblo”, era uno muy pujante.
Los estudios tenían sus especializaciones y sus estrellas y muchos de ellos empezaban a ser muy famosos: se había conformado lo que después conoceríamos como star system, donde algunos ganaban mucha plata porque llevaban mucha gente al cine y esas cosas, especialmente si hablábamos de nombres como Charles Chaplin, Mary Pickford, Douglas Fairbanks, Buster Keaton, Fatty Arbuckle, Harold Lloyd o Laurel y Hardy
(Los estudios en esta época eran “dueños” de los actores, con contratos muchas veces leoninos, algo que iba a terminar cambiando más tarde, pero eso es para otra vez, obvio.)
Lo importante es que las películas con esos apellidos ilustres nombrados más arriba en los afiches llevaban gente al cine e inmediatamente se dio un fenómeno que sigue pasando al día de hoy con casi cualquier expresión cultural que se hace popular. Estoy seguro que si lo pensás un segundo lo vas a sacar.
Correcto: empezaron a aparecer “los padres preocupados”: “Cómo puede ser que nuestra juventud esté expuesta a, no sé, la música de L-Gante y que nadie haga nada.”
Bueno, de ese “nadie haga nada” siempre aparece gente con ganas de ayudar, de usar “por el bien de la familia” o “por el bien de nuestros hijos” de escudo humano para defender sus verdaderos intereses porque, como te debés imaginar, la familia y los hijos propios o ajenos les importaban bien poco.
El terror de estas asociaciones de padres era que hubiera un mensaje más poderoso que el de la palabra santa, que las películas fueran la nueva religión y los cines las nuevas catedrales.
(Algo que ediliciamente empezó a pasar, sobre todo en esta época, donde se construían verdaderos palacios del séptimo arte, pero eso también deberá ser para otro día.)
Lo que vengo a contar es la historia de unos preocupados, el arruine de una carrera y el comienzo de una forma de filmar películas que iba a durar más de tres décadas, conocida como “los años del Código Hays.”
“Los años”, como te decía antes, fueron treinta. Bastante, tirando a “de más” para algo que venía a “solucionar” las cosas.
(En general, cuando tenés tapado algo en tu casa, viene el plomero lo arregla y se va, no se queda a vivir treinta años en tu casa. Bueno, a menos que te enamores, en cuyo caso pensá en el ahorro. Me estoy yendo por las ramas.)
¿Cómo iban a hacer los guardianes de la moral para desprestigiar a esta nueva iglesia que se estaba levantando en la costa oeste? Muy simple, como siempre lo hicieron: haciéndole creer a todos que era Sodoma y Gomorra.
Bueno, acá vamos a tener que hacer un paréntesis y decir: Hollywood de mediados de los años veinte tampoco era un jardín materno-infantil. Era una tierra de las oportunidades, de los sueños (muchos De ellos rotos) y donde la vida te podía cambiar para bien o para mal. ¿Estaba todo bien y todo limpio? No, claro. ¿Era una tierra de perversiones inimaginadas ni incluso en los pasajes del apocalipsis? Bueno, tampoco.
La forma más práctica de convertir a Hollywood en Sodoma y Gomorra era que llegara lo más rápido posible a las páginas de los policiales.
Si sos sagaz, y sé que lo sos porque estás leyendo esto (?), te habrás dado cuenta que en la lista del star system hay un nombre que, si no leíste mucho de historia del cine capaz te resultó extraño. A los demás, mal que mal, los tenés pero hay uno que no.
Uno que no quedó en los libros, o por lo menos no en los más canónicos: Roscoe “Fatty” Arbuckle.
Una imagen un tanto no deconstruída de “Fatty” Arbuckle.
“Fatty”, como su apodo lo indica, era un actor cómico gordito famosísimo al que le gustaba más la joda que el dulce de leche y, hasta donde pudimos averiguar, el dulce de leche le encantaba.
El ¿bueno? de “Fatty” terminó metido en un escándalo que resultó imposible de manejar: el amigo de una aspirante a actriz lo acusó de ser el culpable de su muerte. La chica había ido a una de las fiestas que el actor hacía por esos días en Hollywood y murió a los pocos días.
Y no nos vamos a poner en abogados del diablo ni nada, pero lo cierto es que nunca se pudo probar realmente la participación de Arbuckle en todo esto, pero los diarios de la época poco hicieron por ver si la historia; que tenía detalles bastante morbosos que si sos de esxs te recomiendo que busques pero esto es newsletter para toda la familia; era cierta o no.
A “Fatty” lo absolvieron en tres instancias, en una de las cueles hasta Buster Keaton testificó a su favor, pero su carrera se terminó para siempre. Mucho se especuló sobre un declive en su popularidad y el estudio queriendo sacárselo de encima con el advenimiento del cine sonoro, pero eso es harina de otro costal.
(Quizás el que más -y peor, seamos justos- escribió sobre Arbuckle fue Kenneth Anger en Hollywood Babilonia, una suerte de libro de chismes del Hollywood clásico que si tienen un 1% de veracidad sería un milagro, pero que como lectura curiosa siempre es bienvenido.)
Y fue “Fatty” justamente al que todos estos chupacirios necesitaban para que “alguien haga algo” para que “los del gobierno nos escuchen” por “el bien de nuestras familias y de nuestros hijos.”: era la oportunidad de atacar. No podían permitir que esta manga de sodomitas atentara contra su sistema de costumbres.
Y, si le seguiste la carrera a cualquier revolución del lado que sea, ni bien se decreta cierta necesidad de justicia siempre aparece un buen samaritano que se se arremanga por la causa.
Se llamaba Will H. Hays, y era un político ultranconservador de esos que vivían en las sombras y vio en esto una oportunidad de que le apunten los faroles. Y tanto lo apuntaron que quedó enceguecido de poder.
Will H. Hays, un rostro para la gran pantalla.
Hays tejió sus redes y logró que lo pusieran de presidente de la MPPDA (o la Motion Picture Producers and Distributors of America), una asociación de productores y distribuidores y puso manos a la obra en la creación de un código de conducta con un nombre larguísimo (se llamaba A Code to Govern the Making of Motion Pictures: the Reasons Supporting It and the Resolution for Uniform Interpretation que traducido da algo así como Un código para gobernar la realización de películas, las razones para apoyarlo y la resolución de una interpretación uniforme, que suena más a La bella y graciosa moza de Les Luthiers que a algo serio, pero bueh), que todos terminaron llamando “el Código Hays”.
El Código, como si se tratara de un reglamento del fútbol o el vóley, establecía qué se podía hacer, pero más que nada qué no se podía hacer: no se podían ver “escenas de pasión” en general y adulterio, sexo de cualquier tipo, seducción, violaciones en particular a menos que sean parte central de trama y fueran castigados al final. El código pedía que siempre se observara la santidad del matrimonio, pero el sexo entre maridos y esposas estaba estrictamente prohibido. Prohibía también el uso de malas palabras, vulgaridades en general, la sugerencia de prostitución, desviaciones sexuales, drogas, gente desnuda, bailes sugerentes, bebidas en exceso, mostrar operaciones, en especial partos tanto de forma frontal como en silueta. También prohibía el uso de armas contemporáneas, la muerte de policías en manos de delincuentes, que siempre debían ser castigados en cámara para justificar su aparición. Y los besos. Estaba terminantemente prohibido que duraran más de unos pocos segundos.
La cosa, como te podrás imaginar, tuvo sus idas y vueltas y recién se terminó estableciendo entrados los años treinta, donde Estados Unidos iba a tener preocupaciones más grandes que unos actores yéndose de fiesta: preocupaciones como la Segunda Guerra Mundial.
Y fue justamente eso lo que más ayudó a meterle gasoil al motor de los sueños de Hays: los estudios se morían de ganas de colaborar con el gobierno para levantar la moral del pueblo y con eso levantar guita con palas mecánicas como unos pocos años antes. Y si había que ponerse un poco más “moral” para levantar la ídem, se iba a tener que hacer.
Para mediados de los 30, diversas “ligas de la decencia” estaban en pleno apogeo. Decían que Hollywood estaba lleno de “sexo” y “violencia” desde la llegada del cine sonoro y que “había que hacer algo.”
Veían a los policiales y, sobre todo, a las películas de Mae West como amenazas a la moral y las buenas costumbres. Y los estudios, que con la recesión que traía una Guerra Mundial y la aún no recuperación total después de la debacle de la Bolsa de 1929, estaban bien pero no tan bien, decidieron finalmente aceptar las reglas del juego.
Y ahí Hays se puso el traje de superhéroe y empezó a decidir con su férreo código qué películas pasaban y cuales no. Era tan blanco y negro como eso: Passed o dunga dunga. Las películas que no pasaban, como sucedíó después con las calificadas X por la MPAA que vendría después (flashback a la semana pasada) tenían pocas posibilidades de supervivencia.
Pero tampoco se perdían tantas películas, porque dentro de la dinámica que planteaba el código, los estudios debían mandar a aprobar los guiones y las películas terminadas. Sin el código de aprobación, ninguna película podía exhibirse en salas (decentes).
Los que osaran incumplir alguna de las reglas, debían pagar una multa de veinticinco mil dólares, que no suena a tanto, incluso con la inflación metida en el medio.
Una multa que, por cierto, nunca nadie pagó. ¿Se te ocurre por qué? Claro, te dije antes que eras muy sagaz y no me equivoqué: porque nunca nadie incumplió ni media norma del Código Hays durante casi treinta años.
(Sí, claro: la de decir “No, qué barbaridad, cómo puede ser: cancelado” al que le estaban dando el Oscar y aplaudiendo seis meses atrás no es un fenómeno nuevo, como te habrás dado cuenta.)
Los de los estudios vivían todo como “un mal necesario” y que “no se podía ignorar a ningún público”. Lo cierto es que el Código lo que hacía era no solo decir qué pasaba y qué no sino qué se terminaba contando en pantalla, convirtiéndose de facto en un manual narrativo bastante torpe.
Debido a la rigidez de las reglas, las historias iban en su mayoría para el mismo lado: una historia de amor solo podía terminar de una forma: en matrimonio, el adulterio también: en muerte o enfermedad grave, los diálogos siempre iban a ser amables y una larga lista de etcéteras que te podés empezar a imaginar.
Y no es que no se hicieron películas: desde la puesta en vigor del Código a mediados de los años 30, pero con total firmeza en 1939 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos hizo alrededor de un millar de películas.
Pero esperá que hay algo mejor: muchas muy buenas. Porque, como nos enseñó la historia miles de veces: hecha la ley, hecha la trampa.
Por un lado estuvo Josef Von Stenberg y sus dramas muy estilizados que reinventaron la noción de “pintar con luz” como El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932) o Capricho imperial (The Scarlett Empress, 1934), que convirtieron en una estrella de Hollywood a la ya estrella en Alemania Marlene Dietrich.
Por otro John Ford, que desplegó a lo largo de su carrera la noción de historia como verdad moral con películas como La diligencia (Stagecoach, 1939), El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, 1939), Viñas de ira (The Grapes of Wrath, 1940), Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) o La legión invencible (She Wore a Yellow Ribbon, 1949).
Y también estaba Howard Hawks, un hombre que se adaptaba a cualquier género y que ayudó a construir la narrativa del cine americano de todos los tiempos con la primera versión de Scarface (1932), La comedia de la vida (Twentieth Century, 1934), Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, 1939) o Al borde del abismo (The Big Sleep, 1946).
O Frank Capra, que dirigía comedias de enredos geniales, como Lo que sucedió aquella noche (It Happened One Night, 1934), fantasías bondadosas como Caballero sin espada (Mr Smith Goes to Washington, 1939) o extrañas fábulas sobre la pérdida de fe como Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life, 1946).
También andaban por ahí William Wyler con Cumbres borrascosas (Wuthering Heights, 1939) y La loba (The Little Foxes, 1941), George Cukor con La dama de las camelias (Camille, 1936) y La pecadora equivocada (The Philadelphia Story, 1940), Leo McCarey con La pícara puritana (The Awful Truth, 1937) y El buen pastor (Going My Way, 1944), Preston Sturges con Por meterse a redentor (Sullivan’s Travels, 1941) y El asombro del siglo (The Miracle of Morgan’s Creek, 1944) y George Stevens con Gunga Din (1939) y La mujer del año (Woman of the Year, 1942).
Y ojo que también había un inglés que llevaba varios años trabajando en Hollywood y sorprendiendo a las audiencias con sus dramas de suspenso, terror y trauma: Alfred Hitchcock. Hitchcock venía de filmar varias cosas en Inglaterra y para este tiempo ya tenía filmadas varias en Hollywood también, como Rebeca, una mujer inolvidable (Rebeccam 1940), La sospecha (Suspicion, 1941), La sombra de una duda (shadow of a Doubt, 1943) o Tuyo es mi corazón (Notorious, 1946).
Ah, y me olvidaba de esta ópera prima: El ciudadano (Citizen Kane, 1941) de Orson Welles.
¿Qué te pensabas? ¿Que te ibas a ir sin filmografía?
El Código Hays iba empezar a tambalear recién a mediados de los años sesenta, cuando el público había cambiado tanto que Hollywood necesitó cambiar de aliado estratégico para sobrevivir: dejar de lado la moral y darla plata a hippies y drogadictos que filmaran sus historias y terminaran fundando el New Hollywood o Nuevo Cine Americano, pero eso ya lo conté en otra oportunidad.