Hace como un año hice una barrida de lo que había disponible para streamear en Qubit (la verdad que ni idea si seguirá estando lo mismo, podría ser plausible de revisión) y teasié sin querer un tema del que me gustaría hablar cuando recomendé Los rebeldes del dios neón (Qing shao nian nuo zha, 1992) de Tsai Ming-liang.
Bueno, pasó un añito y acá estoy. Lo interesante es que pasaron tantas cosas en este año, vimos tantas cosas caer y tantas transformarse que el deseo de hablar sobre una película, en realidad, se convirtió en el de hablar de tres por tres razones medio parecidas.
Parecidas, porque las tres son del mismo director y porque todas, en definitiva, vieron el futuro.
“Entonces esto es como en Matrix, que el tipo le dice que…”
No, la verdad que no.
Mi primer acercamiento a la obra de Tsai Ming-liang fue en un Bafici hace una punta de años cuando El agujero (Dong, 1998) fue la película de apertura.
Por aquel entonces solía no tocar este tipo de material ni con un chorro de soda y la visión de la película casi obligado como parte de las actividades de apertura del festival me ayudó a descubrir algo que, claramente, me estaba perdiendo.
Era una época del Bafici “para pocos”, que algunos años después hasta tuvo el desatino de hacer una campaña que decía “Si no es para vos, no es para vos” haciendo referencia a las películas que pasaban. Algo muy común en la crítica y la inteligencia de la época que, lejos de acercar, terminaban alejando con las doce pruebas de Asterix que había que pasar para dar chapa de grosso que te gusta algo. Cuento esto porque lo que ahora se llama gatekeeping existió siempre, incluso con nimiedades como la obra de tal o cual director.
Con todo ese contexto en contra, me encontré con un director que difícilmente tenga comparaciones, incluso dentro de ese Nuevo Cine Taiwanés del que formaba parte junto con Hou Hsiao-hsien o Edward Yang. Él era distinto por múltiples razones, que trataré de enumerar.
Pero, te imaginarás si sos lector habitual, que para llegar al punto b hay que salir del punto a y hacer cierto recorrido. Entender de dónde viene Tsai Ming-liang para comprender a dónde llegó.
Su nombre quizás te suene por películas como Viva el amor (Ai qing wan sui, 1994), El rio (He liu, 1997) o ¿Qué hora es ahí? (Ni na bian ji dian, 2001) algunas de las cuales hasta tuvieron estrenos comerciales locales.
Si nos ceñimos a lo estrictamente biográfico, sabremos que nació en Malasia, pero se hizo taiwanés medio ahí nomás. La estructura de esos países por aquel entonces, sus independencias, sus democracias incipientes y una serie de cosas hacen que las fronteras se vuelvan un poco laxas.
Vivía en un pequeño pueblo (pequeño para los parámetros orientales) que tenía (solo) una docena de cines a los que llegaban películas de múltiples países. Su abuelo, un cinéfilo consuetudinario lo llevaba a ver desde películas de artes marciales hasta policiales europeos.
Cuando llegó la época de universidad, se decidió por una carrera de artes con especialización en cine. Ahí descubrió a Truffaut y la nouvelle vague, algo que iba a estar bastante presente en su carrera y en los comienzos de la carrera de otro director oriental que se le parece bastante y de quién ya hablé en alguna ocasión: Wong Kar-wai.
Trabajó muchos años como autor teatral y guionista y director de telefilms, hasta que a principios de los años noventa se le dio su gran oportunidad: sería el director de ese largometraje que venía escribiendo en paralelo mientras hacía todo lo otro.
Con Tsai Ming-liang sucede algo muy extraño, que no pasa con la mayoría de los directores debutantes: se ve en su primera película todo lo que después iba a desarrollar en una filmografía de más o menos una docena de largometrajes.

Los rebeldes del dios neón es un poco un neo noir minimalista, otro poco un neo nouvelle vague o, si la querés hacer más fácil, una película de unos jóvenes que se las rebuscan en los márgenes de Taipei.
Y Taipei es, justamente, lo más importante: además de una locación, es un personaje en sí mismo: los devora con sus luces, sus lugares, sus pasillos, sus fichines, se va adueñando de ellos y de la historia.
¿Pasan cosas? Claro que pasan cosas. No pasan con la velocidad que esperamos después de haber tenido una dieta, con mucha suerte, de un 80% de cine occidental, pero te juro que pasan.
Se ve en Los rebeldes del dios neon mucho de la calma que Tsai Ming-liang perfeccionaría hasta el paroxismo en sus películas posteriores: es uno de sus pocos films con algún movimiento de cámara, un lugar en el que parece bastante incómodo y encuentra el “ah, no: era por acá” en el plano fijo.
Y eso es lo que después profundiza en Viva el amor y las que vinieron atrás. Un encuadre casi marcial, donde las cosas suceden sin que la cámara intervenga de ninguna manera.
(Es extraño que tengamos que ponernos a admirar a alguien que clava la cámara, pero no parece tan común hoy en día. Deberían volver esos días de “lo que está adentro del encuadre es la película, lo de afuera no” para terminar de entender el verdadero valor del cine y de los directores. Pero eso será seguramente en otro momento)
Los rebeldes del dios neón fue multifestejada en festivales de todo tipo y Tsai Ming-liang se convirtió en el nuevo niño mimado de cuanta alfombra roja se desenrollara. Algo muy provechoso, porque en definitiva nos dio como resultado muchas películas más.

Al principio de todo esto hablaba de El agujero y además había vendido que el ¿taiwanés? ¿malayo? había visto el futuro no una sino dos veces.
El agujero es una extraña película apocalíptica donde, tras el ataque de una pandemia y desobedeciendo las órdenes del gobierno, un grupo de vecinos se queda en un edificio maltrecho. Por un problema de lluvia constante y caños que no dan abasto, un plomero llega a hacer un arreglo y deja un agujero comunicando dos unidades.
¿Es una historia de amor? Claro. ¿Es musical? Claro que sí.
El nivel de sorpresa que te vas a encontrar con El agujero es para que corras a verla ya mismo.
Pero esperá que hay una más: una adivinación de Tsai Ming-liang que algunos vimos venir, pero que se acrecentó bastante en este último año. La de los cines.

En 2003 filmó Adiós, Dragon Inn (Bu San), quizás su película más cuesta arriba, hermética y hermosa.
Cuenta la historia de, en palabras de Edgardo Cozarinsky, un “palacio plebeyo” en absoluta decadencia. Un cine al borde del cierre que sobrevive pasando esas películas de artes marciales que hicieron grande el cine taiwanés de antaño y que hoy son solo una excusa para gente que va a apretar en las butacas por el bajo costo de la entrada.
Ver la muerte de los cines (como la estamos viendo día a día hoy) es fácil, Filmarla con la sutileza, belleza y hasta sentido del humor con la que lo hace Tsai Ming-liang es cercano a imposible.
Unos párrafors atrás dije que era cuesta arriba. No te mentí. Lo es. Lo es de una manera muy hermosa, que te pide que le prestes atención, que te sumerjas y entres en ese mundo para salir, en definitiva, recompensadx.
Hoy por hoy, donde el minimalismo es un video de YouTube con un boludo contándote que hace bullet journals o que descolgó los cuadros de la casa, el cine se Tsai Ming-liang se vuelve prácticamente una provocación. Una provocación bellísima, como para sumarle a la anécdota.
Si esto fuera un capítulo de He Man, acá aparecía el Príncipe Adam, Orko o Man-At-Arms a explicarnos los valores de no aceptar caramelos de extraños o de lo que sea. Si esta va a ser una entrega de “algo se tiene que llevar”, me gustaría decirte que: si me dejaba llevar por el prejuicio que te tenía a quienes hablaban y le hacían el gatekeeping a Tsai Ming-liang en ese momento, jamás (bueno, o mucho más tarde) hubiera llegado a su obra, y el que hubiese perdido, en el fondo, hubiera sido yo.
¿Te estoy diciendo que vayas a buscar las películas y las veas en el orden que se nombran en este envío a los fines de que no caigas en Goodbye Dragon Inn tan desprevenidx? ¿Te queda alguna duda?
Aparte, ni que tuvieras tanto que hacer después de las ocho, hermanx.