Parece ser un lugar común que todos, a la larga terminamos repitiendo como un mantra: todxs lxs directorxs terminan contando la misma historia de distinta forma.
Quizás un poco por culpa de la leyenda de que en el viejo Hollywood los jefes de los estudios cuando algo funcionaba solían decir “Dame lo mismo, pero distinto”, o por culpa del corset de determinados géneros, formas narrativas, etcétera.
Y si bien es un poco cierto, muchas veces vemos como ese “más de lo mismo” es en realidad una superación en la búsqueda de una misma cosa.
Es extraño, pero tratándose el cine de un arte que está atravesado por un negocio enorme, muchas veces termina siendo más probable escuchar a alguien indignado que habiendo pagado una entrada para ver algo distinto y al que dieron más de lo mismo que a alguien que pagó la entrada a un museo y vio dos docenas de cuadros muy parecidos de un mismo pintor.
Por qué en el arte es considerado un período o una búsqueda y en el cine un vil choreo, es algo que me escapa al razonamiento.
Sí, es cierto, y no le vamos a sacar el culo a la aguja con eso, que existe en el cine de ciertos directores una búsqueda de una cosa que eventualmente llega después de muchos intentos, y eso hace que veamos lugares comunes en montones de filmografías.
A modo de pantallazo, exploremos algunas: en prácticamente todas las películas de Terry Gilliam hay enanos, en la mayoría de las películas de Spielberg hay un padre ausente, en gran parte de la filmografía de los Coen hay gordos gritando, en las películas de Sofía Coppola hay chicas ricas con tristeza, Tarantino filma obsesivamente pies femenino y Hitchcock hacía películas sobre un tipo parado en el lugar incorrecto en el momento incorrecto.
Todo verdad. Pero ver solo eso es quedarnos con la trama, con la perlita de Gogo Safigueroa, con el paco del entretenimiento de nuestros días: pensar que uno a va a al cine o pone una película en su casa para ver qué pasa.
Y si bien “lo que pasa” es importante, no es lo único. Porque Hitchcock te puede contar cien veces la misma historia, pero si lo hace de maneras diferentes e innova constantemente en la forma de hacerlo y no te das cuenta hasta haber avanzado fuerte en su filmografía, “el truco” como decían en Nueve reinas (2000), está hecho.
Porque si nos quedamos solo con trama, probablemente nos estemos comiendo las papitas y dejando el bife sin cortar. Y muy a pesar de que eso sea lo que buscan estas series que se multiplican como garrapatas en los sistemas de streaming que lo único que buscan es ponerte un poco ansiosx para que sigas viendo, en el cine afortunadamente pasan otras cosas.
¿Entonces de qué vas a hablar? Bueno, de un director que está desde siempre en mi más alta estima, pero por esas cosas de la dispersión nunca entró (hasta hoy) en estos cien envíos de los que me enorgullecía más arriba.
Es austríaco, tiene casi 80 años y se llama Michael Haneke.
Ah, esa no te la esperabas (tanto), eh.
Haneke, muy a pesar de su estilo sombrío y relativamente inclasificable para la inteligencia, se las ha arreglado para quedar de aquel lado del prestigio, muy a pesar de que la mayoría de sus películas, en otras manos, podrían considerarse meros thrillers o, incluso, películas de terror.
Haneke, como Darín en Nueve reinas, le hizo “el truco” a todos. Y logró que ese público que domingo a domingo llenaba las salas del Patio Bullrich a ver la europea que les tocaba por padrón se acercaran a historias bastante más sombrías que las que pasaban por delante de sus ojos por orden del crítico de turno: 71 fragmentos de una cronología al azar (71 Fragmente einer Chronologie des Zufalls, 1994), El séptimo continente (Der siebente Kontinent, 1989), Código desconocido (Code inconnu: Récit incomplet de divers voyages, 2000) o La profesora de piano (La pianiste, 2001) fueron seguramente de la partida y el mazazo bastante notable también.
Pero no voy a hablar de Haneke en general, si no más bien en particular: de cómo, en su obra, esa idea de repetición existe igual que en la obra de cualquiera de lxs otrxs directorxs que nombré más arriba y cómo él, igual que la mayoría de los otros, hace algo con eso.
Quizás sea interesante que veas las películas que voy a nombrar a partir de ahora antes de seguir leyendo, pero hacé como quieras. Quién soy yo para decirle algo a alguien.
Voy a hablar de dos películas en particular: El video de Benny (Benny’s Video, 1992) y Caché: escondido (Caché, 2005), pero bien podrías meter las otras dos que voy a nombrar para ver “el truco” completo.
Si bien Haneke venía jugando la idea de usar distintos formatos en películas que hizo después de El video de Benny y antes de Caché: escondido, como la película dentro de la película en Código desconocido o, más explícitamente en el video que los captores hacen en Funny Games (1997), homenajeando quizás a Henry: retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, 1987) de John McNaughton, pero no me quiero ir por las ramas.
Había en el cine de Haneke, además de una opresión y ascetismo asfixiantes, una noción de formato: qué se veía cómo y de qué manera dictaminaba algo narrativamente, no solo “lo que pasaba”.
Esto queda muy de manifiesto con El video de Benny, donde desde su primera secuencia vemos, filmado con una handycam de esas que fueron bastante populares durante los años noventa, lo que Benny registra con su cámara y lo que ve por la televisión: su mundo, su idea de la vida está a través de estas imágenes donde realidad, medios de comunicación y hasta fantasía no terminan de tener un límite muy claro.
Hay en este video, y por consiguiente en este mundo de Benny, una serie de cosas muy difusas que, conforme avanza la trama, nos vamos a enterar que son más macabras de lo que pensábamos.
Benny vive en un mundo de imágenes, en un mundo saturado de espectáculos, donde registra lo que puede y entiende incluso menos. Hiela la sangre pensar que la película tiene treinta años, pero supo ver con ciertos dotes casi oraculares nuestro presente con constante registro de todo mediante cámaras de teléfonos, como si la realidad no existiera si no está colgada de alguna red social.
Claro que El video de Benny, además de las imágenes de la cámara del muchacho, tiene montones de secuencias “de cine”, filmadas en 35mm y que nos ayudan a entender qué es realidad y qué el mundo de su protagonista.
Y me dirás: “De acuerdo, pero eso ya lo vi cien veces en otros lados.” y hasta que puede que tengas razón.
El video de Benny es una película enorme por derecho propio, pero pasa a tener otro peso específico cuando la ponemos junto a una que Haneke filmó más de diez años después: Caché: escondido.
(Sí, mi manía de usar los títulos de estreno local me pega un tiro en el pie cuando tengo que repetir una traducción hecha entre gallos y medianoches. En fin, sigamos.)
Igual que con la película del muchacho, en Caché: escondido hay un comienzo con una cámara que registra la puerta de lo que parece ser una casa de un barrio acomodado de Paris.
Lentamente, vemos que ese plano es el registro de alguien, y que, a su vez, alguien más lo está viendo y hasta está adelantando sobre las imágenes, del mismo modo que Benny cambiaba frenéticamente los canales algunas películas atrás.
Y a riesgo de seguir con el involuntario homenaje a Nueve reinas, “el truco” con Caché: escondido estuvo, justamente, en el tiempo. En el tiempo y la evolución de los sistemas de registro, más bien.
La película fue una de las primeras que se filmaron en video de alta resolución, en una época donde la medianera existía, pero estaba más bien difusa. Sin que el público notara sino hasta que las imágenes que estaba viendo empezaban a verse de manera extraña, producto de la manipulación que hacían sobre ellas los protagonistas mediante botones en los aparatos que las estaban reproduciendo o hablando diegéticamente encima de ellas, que lo que estaba viendo no era “la realidad” sino una grabación de ella.
Y ahí es cuando Haneke se hace el plato con todos nosotros, y hasta con lxs señorxs del Patio Bullrich: a diferencia de con El video de Benny, en esta no tiene la obligación técnica de mostrar las cartas que tiene escondidas en la manga y los límites de ficción y realidad, como pasaban con el muchacho de la primera película, estás confusos ahora para los espectadores, que quedan en un perpetuo orsai, sin saber si lo que están viendo es parte de la película o de las grabaciones que recibe esta familia tan perjudicada.
Así es como Haneke se las arregla para hacernos “el truco”, para burlarnos a todos nuevamente con un recurso que se le había visto antes en por lo menos tres ocasiones, pero hecho en este caso magistralmente.
Lo que nos enseña Haneke con esto es el sentido mismo del cine: que sea un arte donde muchas disciplinas chocan y producen una misma cosa.
Si nos quedamos solo en el “se muere o no se muere” que nos proponen desde los streamings diariamente, probablemente nos perdamos de un porcentaje enorme de lo que está en juego con cada plano, y terminemos llamando a Nueve reinas “la de Darín” y no la de Bielinsky.