Esta semana, a menos que hayas estado viviendo adentro de un tupper (y si lo hiciste, te felicito y admiro) o en el exterior, se anunció la vuelta de los cines en CABA y AMBA, dos nomenclaturas que no usábamos tanto hace más o menos un año.
Y es justamente un año después de pasar por las puertas de los cines y ver los afiches perdiendo el color por la inclemencia del paso del tiempo, que las salas van a poder volver a exhibir películas con los protocolos del caso y un 30% de aforo, otras dos nomenclaturas más que instalamos en nuestros vocabularios recientemente.
Bueno, qué lindas noticias.
O más o menos, sobre todo si te ponés a analizar que lo importante de los cines, ahora que no tienen la personalidad y el atractivo edilicio del pasado, es meramente el “¿Y qué están dando?”
Bueno, claro que nadie iba a sacar nada nuevo y tirarlo ahí para ver ante la perspectiva de que esta nueva normalidad le redunde en un 30% de expectativa recaudatoria como máximo.
Esto es: cualquier ilusión debe reducirse a menos de un tercio, suponiendo que el público, cansado de estar encerrado, acceda voluntariamente a encerrarse en un lugar con una ventilación como mínimo polémica por dos horas con un grupo de extraños.
Independientemente de qué lado de la paranoia te encuentres, y esperando que sea con salud en cualquier lugar que hayas elegido, ese qué que nombré hace dos o tres párrafos pasa a tener una relevancia enorme.
Y cómo adelanté en esa misma cantidad de párrafos atrás que el qué, la oferta está más cerca de una mesa de saldos de una librería de Corrientes que de la batea de novedades en una de moda. Y para sumarle insulto a la injuria, con precios de nueva normalidad.
Sí, okey, puede que echarles la culpa del precio de la entrada pueda ser mucho, teniendo en cuenta que todo subió de precio, pero si se van a apurar a ajustar a inflación, estaría bueno que se animen con cosas que no son tan viejas en Los Incas y Torrent que ya casi que están cortas de seeds.
¿Mencioné que las ofertas de películas subtituladas son incluso menores que antes? Bienvenidx a la nueva normalidad.
Así, que ya sabés: volvieron los cines. Podés sacar una entrada a precio dólar para ver Sputnik (2020) doblada en un cine mal ventilado y tratar de definir si volvieron solo los edificios o si también volvió el arte.
Pero esperá que no voy a berrear todo el envío. Solo hasta acá.
Bien podríamos ponernos a hacer un arqueo de los elementos positivos (o casi) que nos dejó “el año que no hubo cines”, pero casi que se podrían resumir en una lista corta: el sinceramiento de cierto sector de las majors con el streaming, haciendo viable la posibilidad de estrenos en paralelo, algo que todavía está por verse que imiten el resto de sus congéneres, pero es un comienzo; la cantidad de nuevo público que se volcó al audiovisual en general y al cine en particular en períodos largos de encierro y, sobre todo, la honestidad brutal de prácticamente todo el mundo sobre “dónde se consigue tal o cuál cosa.”
Sí: lo último es un delito, pero bueh, también es bastante menor.
Quizás nos acordemos de estos ítems, pero quizás nos acordemos de las cosas que intentaron volver y no lo lograron. Y acá, queridx lector, es donde me pienso detener.
Nos quisieron vender de nuevo el autocine. Memoria completa (?)

Generacionalmente, soy lo suficientemente viejo como para haber sido testigo de su existencia y demasiado joven como para haber ido, lo cual me convierte en un extraño “ni chica ni limonada”.
Para cuando yo era chico, algunos autocines (sobre todo en la zona norte del Gran Buenos Aires) aún estaban activos, pero eran poco más que piojeras y villas cariño. No viví su boom, ni su apogeo, ni su gloria, ni su nada.
Sé, por testimonios de gente mayor a mí, que eran un intento fallido de hacer varias cosas, no logrando ni una de manera completa: ni se veía bien, ni se escuchaba bien, ni nada. Y con el devenir de los años se convirtieron en lugares donde la gente iba a apretar y no mucho más.
¿Fui corriendo, cuando anunciaron su vuelta con bombos y platillos a cuanto terreno más o menos plano y pavimentado se pudiera explotar en CABA y AMBA, a ver una película vieja y doblada en una pantalla que, por obra y gracia de la distancia prudencial, estaba más cerca en tamaño a la de un celular más o menos cerca de la cara que otra cosa? Bueno, creo la respondí haciendo la pregunta.
La historia del autocine local es calcada a la del autocine en casi cualquier parte del mundo: apogeo, familia, jóvenes, sexo, decadencia y ocaso.
Se me ocurrió que, justamente, podía ser una buena oportunidad de explorar esa historia en Estados Unidos, donde se inventó, que parece ser la tierra donde se inventan este tipo de cosas y, por alguna extraña razón, funcionan un par de décadas.
Y como te imaginarás, vamos a tener que irnos varias décadas atrás y empezar por el principio.
Reciíen empezada la década de los años treinta, un empresario llamado Richard M. Hollingshead Jr., que trabajaba en la empresa de fabricación de repuestos de autos de su padre, puso una improvisada pantalla en el jardín de su casa para proyectar unas filmaciones familiares y decidió sentarse en su auto para verlas.
El resto es historia (?)
Bueno, no tanto: fierrero y familiero por partes iguales como era el bueno de Hollingshead, se le prendió la lamparita: el interior de un auto podía ser más cómodo (y sobre todo más familiar de “familiaridad”) que el asiento anodino de un cine.
Puso manos a la obra e inmediatamente se dio cuenta de que su idea millonaria tenía tres grandes problemas: la pantalla, el sonido y la patente.
La pantalla, como era de suponer, no debía ser como esas “pantallitas” que tenían los cines convencionales: tenía que ser un atractivo. Este escollo lo solucionó relativamente rápido: consiguió unos fabricantes que le aseguraban podían hacer una de tamaño descomunal y conseguirle un sistema de proyección capaz de estar a la altura de semejantes dimensiones.
El sonido fue un poco más accidentado, pero relativamente simple: los vecinos de la fábrica de Hollingshead padre eran los muchachos de RCA, que le desarrollaron un sistema de tres parlantes capaz de cubrir el lote en su totalidad. Sí, había una serie de problemas con “sonido viajando una determinada distancia” y falta de sincro para los se estacionaban más al fondo, pero la novedad podía más que la técnica, por lo menos en principio.
La patente fue otro drama, porque no podía patentar el cine (Edison ya se había ocupado de eso décadas atrás), ni el auto: finalmente logro que el concepto se entendiera y la patente fue suya.
Y así fue como el 6 de junio de 1933 abrió el Automobile Movie Theater en Camden, Nueva Jersey, con el estreno de Wife Beware (1932), una comedia inglesa.
(Sí, el 6 de junio: una fecha que después sería reemplazada por el International Day of Slayer, pero no me voy a ir por las ramas.)
Y lo que empezó como un milagro de concurrencia, a las pocas semanas bajó notablemente en concurrencia por una ola de calor y humedad. Esto no fue impedimento, y Hollingshead vendió patentes de su novedad llave en mano a varios empresarios interesados en ciudades tan dispares como Los Ángeles, Chicago, Nueva York y Miami.
Pero había una contra bastante más grande que el clima: la Gran Depresión con la caída de la bolsa y el desempleo que se llevaba puesta a prácticamente cualquier esperanza de futuro estaba a punto caramelo, pero una serie de medidas del entonces presidente Roosevelt hicieron que la cosa se encaminara.
Después de todo, el autocine no era del todo caro y resultaba una salida para toda la familia: no tenían que cenar afuera, no tenían que vestirse especialmente, simplemente tenían que meterse en el auto e ir. Si los chicos querían ver la película, fantástico, sino podían hacer lo que quisieran en el asiento trasero, mientras los padres trataban de seguir la trama, sin tener que gastar extra en una niñera.
La cosa iba a ir en ascenso hasta la Segunda Guerra Mundial, donde se volvieron a encontrar con un nuevo escollo: los autos eran cada vez menos, teniendo en cuenta que las fabricas ahora estaban avocadas a la manufactura de armamento y vehículos de batalla. El racionamiento de combustible para tareas esenciales y no de ocio también le iba a jugar una mala pasada.
Claro que generalmente (menos para saga de Rápido y furioso) después de una mala generalmente viene una buena: para cuando terminó la guerra, todos esos fierros que habían quedado ociosos se convirtieron en autos más baratos para la clase media y los autocines tuvieron su primavera: de 1946 a 1949 pasaron de ser poco más de cien a casi mil.
El baby boom que vino después de la Guerra también contribuyó a que las familias buscaran salidas para todos y los autocines, que a veces hasta tenían juegos para los niños como los restaurantes a veces tienen peloteros, eran una salida genial.
Pero la cosa no iba a ser una caminata por la pradera inglesa. Los dueños de los autocines estaban con un problema que venían arrastrando casi desde sus comienzos: la falta de oferta de cosas para proyectar.
¿Cómo es eso? ¿Cómo puede ser en “el país de las películas”? Porque los estudios habían metido la cola, por supuesto.
Los “cinco grandes” de aquella época: Paramount, Twentieth Century Fox, Warner Brothers, MGM y RKO, que además tenían el monopolio de cines de primera pasada, se negaban rotundamente a darle películas nuevas y exitosas a sistemas de exhibición que ellos no manejaran. Los entonces “independientes” Columbia, United Artists y Universal, por nombrar algunos, no tenían ningún problema, y tampoco una oferta de películas que pudieran llamar al público más limitada.
El fallo de Estados Unidos contra Paramount Pictures de 1948 balanceó un poco las cosas (creo que ya hablé de esto en algún momento, pero a grandes rasgos: los cines y las películas tenían que estar en manos de distintas empresas para hacer más sana la competencia) pero no del todo: los autocines seguirían sobreviviendo con una cuota mayor de independientes que de majors.
Para finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, con la aparición de televisores en cada casa, la merma de público familiar se hizo sentir y los dueños de los autocines tuvieron que salir a cazar a su segundo público más fiel: los jóvenes con ganas de apretar en los autos.
Y así fue como las programaciones pasaron de ser “para toda la familia” a incluir títulos exploitation de todo tipo que llamaran la atención de los jóvenes: películas de motoqueros, delincuencia juvenil, fiestas en playas y casi cualquier cosa que tuviera “I was a teenage…” en el título era poncho.

Muchas de estas películas, que se animaban a ir un poco más allá si se estrenaban en circuitos alternativos y sin haber sido debidamente clasificadas para su exhibición rompieron varias barreras y algunas de ellas directamente estaban filmadas para el circuito: basta con ver una película de beach party y ver secuencias de bailes que duran minutos para entender que lo que hacían era decirle a los espectadores sobrehormonados “Ahora podés apretar, que no está pasando nada.”
La progresión de decadencia de los autocines fue igual a la de las salas tradicionales, solo que un poco antes: pasaron el exploitation más normal al sexploitation más extraño y de ahí sin escalas al casi porno antes de empezar a caer como moscas para finales de los años setenta.
Quedarán como testamento de esa época pilas y pilas de películas que iremos descubriendo con los años, leyendas que nunca podremos comprobar y una idea que cada tanto asoma la cabeza y, como en el juego ese de los topos que era tan popular en los años noventa, alguien le pega un mazazo y lo vuelve a meter en la cueva.
¿Viste? Empezó como un bajón pero al final se puso entretenido: casi como cualquier velorio.