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52 – Pánico moral

Publicado el 14 de enero de 2021

Todos los países tuvieron su boom del video. Dependiendo del nivel de penetración tecnológica, les llegaba más temprano o más tarde, pero a la larga lo tuvieron.

Esta historia ocurrió en Inglaterra a principios de los años ochenta y se quedó casi una década en las mentes de los británicos, generando una oleada de pánico moral pocas veces vista antes.

Durante los años ochenta, los ingleses fueron atormentados por el flagelo de las Video Nasties, y esta es su salvaje historia.

Para principios de la década, muchas películas que había llegado a los cines cortadas por el comité de censura (más sobre eso después) empezaron a aparecer sin cortes en el incipiente (y desregulado) mercado del video hogareño.

Poco tiempo pasó hasta que esos grupos que siempre están preocupados por los hijos de todos, pusieran el grito en el cielo invocando la corrupción mental, las buenas costumbres y la moral del Reino Unido en su conjunto.

Eran épocas de Margaret Thatcher y un gobierno ultraconservador, con una escalada de la violencia y el crimen inusitados y tasas de desempleo pocas veces vistas antes.

¿A quién culpar mejor que a las películas, no? Bueno, fue por ese lado.

Decía que las películas llegaban sin censura al video, y que la gente las consumía con una fruición total.

Durante años, el BBFC (o British Board of Film Censors, o Comité Censor de CIne Británico) tuvo una mano de hierro sobre lo que se podía ver y lo que no. Y no lo hacía de una manera torpe como a la que estábamos acostumbrados nosotros: era más inglés, si lo querés ver de esa manera.

Puesto en funcionamiento a principios del siglo veinte, el BBFC no tenía el poder de prohibir películas, pero podía no clasificarlas (algo similar a lo que pasaba con el mercado del unrated en Estados Unidos). Lo que sí tenía era el poder de dar derecho de exhibición de films a cines en base a los espectáculos que decidía mostrar. A esto sumale que no funcionaba de la misma manera para todo el país y que cada región debía tener sus propias reglas, que no fueran en contra de las reglas ya impuestas anteriormente.

En síntesis: no eran Tato, pero los tenían agarrados de las pelotas igual.

Así es como, para llegada del video, los cines tenían que pasar todas las semanas por un terreno minado, mientras que los videoclubes volaban con una avioneta por encima.

Esto derivó, claro, en un corto período de unos dos años donde cualquier cosa era posible. Todas esas películas no clasificadas, o que los propios exhibidores habían vetado por miedo a perder su negocio, estuvieran disponibles para todo aquel que tuviera una videocasetera y ganas de verlas.

¿Y por qué digo unos dos años? Porque para 1984 se pasó una ley donde el BFFC también debía revisar lo que se veía en formato hogareño.

¿Y por qué pasó eso? Bueno, ahí es donde empieza la parte mágica de la historia.

Los británicos son famosos por su sed de conquista desmedida, sus ganas de tomar el té, su pasión por los fritos y por sus tabloides: la prensa tuvo un rol fundamental en que esa ley se terminara implementando en 1984.

Fue la propia prensa sensacionalista la que avivó las llamas de un fueguito que, en definitiva, hubiera pasado inadvertido, inventando el término Video Nasties y echándole la culpa de todo de la muerte de Kennedy para acá.

Es importante entender que la prensa es la columna vertebral de cualquier pánico moral: sea el Satanic Panic yanqui de los ochenta (un día vamos a tener que hablar de eso) o decir que los Guns N’ Roses había quemado una bandera argentina. Si te pensabas que las fake news eran un invento de Facebook, seguí leyendo.

Para los diarios, esta libertad que daba el video solo acercaba a “nuestros hijos” y a “la juventud” a espectáculos horrorosos y violentos. Porque, obvio, la culpa de todo no la tenían las películas en general: la tenían las películas de terror.

Hay que decir que los del mercado del video tampoco colaboraban mucho: pensá en un videoclub acá en 1986 y las carátulas de las películas de terror. Por las dudas te lo refresco:

Bueno, sí: acá nos agarramos de lo que pasaba en Inglaterra para facturar. Bueno, sin sorpresas.

Muchas veces, las películas que eran proclamadas como Video Nasties no eran más que una gran tapa, otras veces eran un poco más complicadas.

¿Complicadas como para prohibirlas y corromper a una generación entera? Pero por supuesto que no, Lucho.

Para antes de 1984, igual, se habían dado cuenta de una argucia legal que benefició a los moralistas: algunas películas podían ser prohibidas si se invocaba una ley de moralidad que todavía estaba vigente.

Y así fue como, sin que tuviera que mediar el BFFC, algunos títulos pasaron a mejor vida. Se habla de 72 películas consideradas como Video Nasties, pero se sabe con seguridad que las procesadas fueron 39.

Algunos de los títulos que no se podían comercializar eran: Pánico a medianoche (The Last House on the Left, 1972) de Wes Craven, Antropophagus (1980) de Joe D’Amato, Don’t Go in the Woods (1981) de James Bryan, La última orgía de la Gestapo (L’ultima orgia del III Reich, 1977) de Cesare Canevari, Los sentenciados (The Burning, 1981) de Tony Maylam, Cannibal Ferox (1981) de Umberto Lenzi, Holocausto caníbal (Cannibal Holocaust, 1980) de Ruggero Deodato y hasta The Driller Killer (1979) de Abel Ferrara.

Viendo los títulos y conociendo la calidad de la mayoría, también era muy difícil para la gente de cine poder justificar su valor artístico, sobre todo en ese momento.

Como si hiciera falta aclararlo: las películas siguieron circulando en un mercado paralelo de tape trading que se hizo mucho más fuerte y sano de lo que cualquiera pudiera suponer.

Los diarios, lejos de sentirse satisfechos con la tarea higiénica que venían propiciando, siguieron sacando tapas espectaculares donde culpaban a las películas de terror que se veían “sin control” de hechos tan disímiles como la suba en la violencia, crímenes puntuales y hasta un extraño incidente de zoofilia en un campo con un peón y un pony.

Bueno, mejor que te enteres por mí.

Los tabloides, es medio obvio señalarlo, no estaban haciendo más que usar los mismos ardides que las campañas de las Video Nasties, pero con el resultado opuesto.

Claro que tanta duda sobre tanto crímenes despertó hasta al propio Scotland Yard, que empezó a hacer una serie de investigaciones que no llevaban a ningún lado, pero se apuró a aventurar que “los victimarios tienen que haber sacado las ideas a algún lado.”

Claro que para que esto dejara de ser una cosa de los diarios y de organismos estatales sin mucho aval más que el de sugerir, había que pasar una ley. Y ahí fue cuando el Parlamento pidió pruebas concretas de que todo esto existía y que pasaba por las películas.

Se hicieron varios estudios, pero ninguno pudo arribar a una conclusión medianamente concreta: sí a los jóvenes les gustaban las películas de terror. No, no necesariamente salían a matar y cometer atrocidades por eso.

La cosa fue perdiendo el interés del público, que en definitiva era el que compraba los diarios, y las películas eventualmente fueron aprobadas: algunas con cortes de incluso segundos y tan tarde como en la década del 2000.

Quizás la mejor lección que nos deberíamos llevar de esto es descreer un poco de los medios de comunicación y tratar de entender cuál es su fin ulterior, pero estás leyendo esto y no un diario, así que capaz que esa lección ya está aprendida.

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