Si nos atenemos a lo que dice Wikipedia, William Castle “fue un director, productor y actor cinematográfico estadounidense.”
Pero no estamos acá para leer de Wikipedia, ni de la trivia de IMDb. Para eso ponete a seguir influencers.
William Castle fue, además de un director de cine bastante creativo, el inventor de algunas de las más salvajes ideas de campañas publcitarias para llevar espectadores al cine.
De verdad.
Castle fue el inventor del “film gimmick” o “cine de truco”, pero para entender eso, nos vamos a tener que ir al comienzo de la historia del cine, cuando el cine no era ni cine.
Para finales del siglo 18, cuando las películas no estaban ni en una idea de nadie, eran muy populares los espectáculos de fantasmagoría.
Estos shows, a veces muy improvisados, eran representaciones teatrales con un decorado espeluznante y muy poca iluminación, donde con la ayuda de una serie de linternas mágicas, aparecían proyectadas desde atrás imágenes de esqueletos, fantasmas, demonios y demás imaginería terrorífica, ayudadas por olores, humo y más “efectos especiales” hechos en el momento.
Estos espectáculos eran muy populares y llenaban auditorios de espectadores que buscaban un susto fácil.
Para finales del siglo 19, ya con el cine más o menos inventado, Georges Méliès sorprendía (y asustaba) espectadores con sus efectos visuales.
¿A dónde quiero ir con todo esto? A que esta historia que tengo para contarte tiene, aunque no lo creas, un origen en el cine francés.
Porque, como el mismo Castle cuenta en su autobiografía Step Right Up!…I’m Gonna Scare The Pants Off America, su deseo de hacer gritar a las plateas llegó después de ver una proyección de Las diabólicas (Les Diaboliques, 1955) de Henri-Georges Clouzot, donde el público reaccionaba de esa manera frente al final de la película.
Pero antes, vamos un poco para atrás.
Castle trabajó durante su adolescencia como ayudante de escenografía en obras de teatro de Broadway, hasta que a los pocos años se mudó a Hollywood para perseguir una carrera como director.
Trabajó algunos años de asistente de dirección y director de segunda unidad para grandes nombres de la época como Orson Welles en La dama de Shanghái (The Lady from Shanghai, 1947), hasta que finalmente le llegó la oportunidad de dirigir.
Y dirigió más de cuarenta películas (en su mayoría de la serie “B”) a pedido de varios estudios, pero Castle quería más. Quería causarle al público lo mismo que le causó esa vez Clouzot.
Se dio cuenta que la única forma de hacerlo era produciendo su propio material y no aceptando trabajos de terceros. Así fue como hipotecó su casa, pidió un préstamo y se puso a producir y dirigir.
La primera fue Macabro (Macabre, 1958), donde un doctor tiene que encontrar a su hija que fue secuestrada (y enterrada viva) por un maníaco.
Castle sabía que tenía un thriller de esos que se contaban por miles en esa época y tenía que agregarle ese je ne sais quoi para que la gente eligiera el suyo.
Con la película terminada, solo le quedaba poner todas las fichas en la campaña publicitaria. Y caray que lo hizo: le entregaría cada espectador un seguro de vida por mil dólares en caso de que muriera de miedo viendo la película.
Macabro, obvio, fue un éxito.
Envalentonado, Castle se dio cuenta que las películas podían ser más que solo películas y convertirse en espectáculos que trascendieran la pantalla. El concepto de diegético y extradiegético, pero aplicado a películas de terror.
Con las pingües ganancias de la anterior, se sumergió en su siguiente aventura: Mansión siniestra (House on Haunted Hill, 1958). Se ve que andaba con ganas de subir la apuesta, porque lejos de contratar un seguro, se decidió por “inventar” un nuevo sistema de exhibición.
(Estaría bueno aclarar que estamos en el final de los años cincuenta, donde los estudios de Hollywood, viendo que la televisión les comía espectadores año a año, movían cielo y tierra para encontrar la siguiente gran cosa que los distinguiera de “la caja boba” que estaba invadiendo los hogares: el Cinerama, el Cinemascope, el 3D y tantos etcéteras como para llenar una guía telefónica.)
Castle, convencido de que tenía que tener su propio sistema, avisó en la afichería que la película estaba filmada en Emergo.
Y acá me voy a detener un momento. Dije dos minutos antes: “el Cinerama, el Cinemascope, el 3D”. Muy bien. El Emergo era un esqueleto plástico que, balanceado con la ayuda de un alambre frente a la pantalla, se movía en una suerte de “3D de los pobres” en un momento clave de la película, dándole una nueva definición a “extradiegético”.
Te doy tres segundos para pienses y me digas si Mansión siniestra fue un éxitAH, NOS QUEDAMOS SIN TIEMPO.
Claro que sí: la película llenó de espectadores los cines. Se dice que en el último tiempo la gente iba a tirarle cosas al esqueleto, pero eso no está del todo comprobado.
Con el Emergo todavía tibio (?) y un Vincent Price que parece que le hizo una promo de 2×1, Castle estrenó El aguijón de la muerte (The Tingler, 1959), quizás su película más recordada.
Recordada más por el truco que por otra cosa. Los afiches retaban a los espectadores, preguntándoles si “Podían soportar el Percepto.”
El Percepto eran unos dispositivos que se colocaban en algunos asientos de las salas, que vibraban en un momento determinado, haciendo que los espectadores se sobresalten y, con su sobresalto, sobresalten al resto.
En el comienzo del film el propio Castle nos explicaba la dinámica:
“Soy William Castle, el director de la película que están por ver. Les quiero advertir que algunas de las sensaciones y reacciones físicas que van sentir los actores van ser sentidas, por primera vez en la historia del cine, por algunos de los espectadores. Y digo “algunos” porque hay gente más sensible que otra a estos misteriosos pulsos electrónicos. Los más sensibles, desafortunadamente, van a sentir un cosquilleo. Pero no se alarmen: se pueden proteger. Si sienten el cosquilleo pueden calmarlo gritando. No tengan miedo de hacerlo, porque probablemente quien esté a su lado grite también. Recuerden: un grito en el momento correcto puede salvar sus vidas.”
La película se interrumpía dos veces: una para sacar a “una mujer desmayada”, que era una actriz contratada para hacer el número y luego cuando el Tingler atacaba al proyectorista, momento en el que la pantalla se ponía blanca, mostrando la silueta del monstruo y con la voz de Vincent Price que advertía:
“¡Griten! ¡Griten por sus vidas! ¡El monstruo está suelto en la sala!”
Cuarta pared, andá a buscarla al ángulo (?)
Un nuevo año, una nueva película y para Trece fantasmas (13 Ghosts, 1960) Castle decidió poner en los afiches que la película había sido filmada con el novedoso sistema Illusion-O.
El Illusion-O eran unos anteojos con un tinte similar los de 3D que “permitían ver a los fantasmas”. Si los espectadores miraban por el rojo, podían ver a los fantasmas y si elegían el azul no. La verdad que los fantasmas medio que se veían con cualquiera de los dos colores, pero quién te podía matar semejante experiencia.
Al año siguiente, y viendo como el propio Hitchcock se había subido a la ola del gimmick con la campaña publicitaria de Psicosis (1960) que pedía que nadie cuente el final y no permitía que nadie entre una vez comenzada la película, Castle lanzó Homicida (Homicidal, 1961), quizás su esfuerzo más Hitchcockiano.
Desde lo narrativo y formal, porque la campaña superó todo lo conocido. Un reloj aparecía en el momento de máxima tensión, dándole a los espectadores 45 segundos para salir del cine y que les devuelvan su dinero en caso de no poder soportar el terror de los que estaban viendo.
Y adiviná si había una adenda: los que pidieran el reintegro debían pararse en un “Rincón de los cobardes” en el lobby del cine y quedarse hasta que los demás espectadores salieran para burlarse de ellos.
Ese mismo año, y con el caballo un poco cansado, Castle lanza El barón Sardónico (Mr Sardonicus, 1961) en donde también interrumpía la película, esta vez él mismo ataviado de ropa de época y hacía una encuesta en el público para decidir la suerte del maligno personaje principal.
La película, obviamente, tenía un solo final: nadie nunca votó para que se salve.
(Si toda esta historia “te suena de algún lado” es porque quizás viste Matinee (1993) de Joe Dante, donde el personaje de John Goodman no es William Castle, pero es William Castle. Si no la viste, no lo dudes. Esto no es una recomendación: es una orden.)
Para mediados de los sesenta, los gimmicks de Castle venían a la baja: repartió hachas de cartón para el estreno de Camisa de fuerza (Strait-Jacket, 1964) a la que le inventó uno de los mejores taglines que se recuerden: “Solo repítanse: es solo una película, es solo una película, es solo una película” e instaló cinturones de seguridad en algunas filas de las salas para “los que se movieran mucho con los temblores del susto” en Broma macabra (I Saw What You Did, 1965).
Pero la vida le iba a dar un susto de verdad. Había comprado los derechos de una novela y había logrado que Robert Evans (en ese entonces director de Paramount) la financie con la condición de que Castle no la dirigiera.
Castle puso sus ojos en un joven director europeo y decidió darle una oportunidad con su primera película 100% norteamericana.
Sí: William Castle produjo El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) de Roman Polanski y este roce con “la cosa del prestigio” iba a ser una maldición.
Un año después del estreno, y los crímenes del Clan Manson, Castle se convenció de que la película estaba maldita y pasó varios años encerrado sin ver a nadie. Eventualmente, volvería para dirigir una película más con un gimmick bastante menor.
William Castle murió en 1977. Demasiado temprano para ver cómo sus gimmicks se convertían en ese cine que todos querían ver con el nacimiento del blockbuster. Y de un infarto, eso que nunca le pudo causar a un espectador con ninguna de sus películas.