Filmada en Sudamérica… donde la vida es BARATA
Por un drama de longitud de texto y a los fines de que llegue, este newsletter no tiene imágenes. Si querés la versión ilustrada, podés leerla acá.
En la mitología popular, una película snuff empieza como una erótica o porno que “se complica”: invariablemente, en algún momento del metraje (generalmente al final, a modo de clímax) alguno de los participantes es asesinado en cámara.
De todas maneras, quizás la mejor forma de definir al snuff sea por la negativa:
Un noticiero mostrando un accidente donde se murió alguien o una grabación de alguien muriendo en cámara no necesariamente es snuff. Podría formar parte de un death film, pero nunca de un snuff.
El snuff parece ser, en esa misma mitología, el eslabón final de una cadena de documentales sangrientos y truculentos que comenzaron en algún lugar de las décadas del cuarenta y cincuenta y que se popularizaron realmente con la aparición de producciones italianas como Mundo perro (Mondo Cane, 1962) a principios de los sesenta, recibiendo el mote de mondo films.
La cadena siguió a fines de los setenta y principios de los ochenta con el llamado death film, con películas como Rostros de la muerte (Faces of Death, 1978). Los death films eran poco más que compilados de gente muriendo en cámara con material robado de noticieros y escenas falsas muy poco creíbles.
Es justamente en ese mundo donde el shock es el único valor posible donde la mitología del snuff encuentra un terreno fértil para crecer y parecer posible, porque, quizás no te lo dijimos hasta ahora: la utilización del término “mitología” no es para nada casual, pero sigamos ahondando en ella un ratito más.
La misma sostiene que los snuffs estaban hechas en pasos reducidos (16mm, pero generalmente Super8) y se vendían de manera ilegal y “por debajo del mostrador” en tugurios oscuros donde también se vendían películas porno.
La principal razón por la que nos pasamos diciendo “mitología” no es caprichoso: no existen pruebas concretas de que exista, incluso a más de cuarenta años de su incepción en “el saber popular”. Y si se lo puede llamar así, el “encanto” del snuff es que nunca nadie vio (ni probablemente verá) nunca uno.
El snuff es como la idea de dios: solo tiene fuerza en la medida que no lo podés probar.
Lo que sí se puede probar es que a partir de fines de la década del setenta en Estados Unidos, la cultura popular y algunas películas empezaron a hacerse eco de la “existencia” de este tipo de cine en sus noticieros, diarios y algunas tramas narrativas.
¿Esto comprueba que las películas snuff existen? Por supuesto que no. Lo que sí comprueba es que la cultura popular (como siempre) fue lo suficientemente hábil como para para capitalizar ese deseo de ver algo prohibido.
Okey, perfecto, entiendo todo lo que me quieren decir, pero: ¿cómo es que se genera esta mitología? Qué bueno que lo preguntás.
Para entender bien todo, hay que hacer un poco de historia. Y ubicarnos en Estados Unidos a mediados de la década del sesenta. Si bien el cine porno como lo conocemos hoy en día estaba prohibido, había una cierta laxitud en determinados Estados donde se se podía ver más que en otros.
Así es como empezaron a proliferar una serie de películas que hoy se podrían definir como “melodramáticas” filmadas en 16mm, en blanco y negro y generalmente seteadas en la ciudad de Nueva York donde había escenas de sexo simulado.
Esta nueva variante de sexploitation se distribuía casi exclusivamente en el Estado de Nueva York (uno de los más permisivos por aquel entonces) en un circuito de autocines y cines de mala muerte con dueños independientes.
Había empresas distribuidoras como Monarch Films, Barry Mahon o Cinépix, con viajantes que iban de pueblo en pueblo con un auto y algunas copias alquilando por fin de semana las películas a cambio de un fee fijo.
Todas estas películas estaban al borde de la legalidad, por lo menos en el Estado de Nueva York. Es importante aclarar que las leyes sobre obscenidad variaban de Estado a Estado y lo que era tolerado acá no era tolerado allá y que cada uno tenía hasta un Comité de censura y calificación propio.
En ese contexto, los distribuidores empezaron a ver un negocio muy fructífero en comprar películas europeas (o incluso argentinas, como es el caso de Curious Dr Humpp para ellos o La venganza del sexo (1966) de Emilio Vieyra para nosotros) en las que no pasaba mucho, agregarles alguna que otra escena de sexo y estrenarlas con un título (y afiche) muy espectacular.
Para 1967 apareció una nueva subdivisión en el género con las roughies, que mantenían un poco el “espíritu” de las anteriores, solo que el sexo simulado se ponía un poco más heavy: ataban a alguien, le daban unas nalgadas, etcétera. Estaba claro que estaban probando los límites de lo que pasaba y no.
Y en el Nueva York de esa época, la moral estaba bastante laxa: estas películas se proyectaban sistemáticamente en la calle 42, a la altura de Times Square que por aquel entonces no era ese “Disneyland a cielo abierto” que es hoy sino un lugar sórdido, con prostitución, proxenetismo, drogas y diez cines por cuadra.
Empezaban a aparecer, además de los distribuidores que buscaban películas para comprar y hacer y hacer un rulo virtuoso por poca plata, varios directores / productores / hombre orquesta que se dedicaban a filmar exclusivamente este tipo de películas: en menos de una semana, en blanco y negro, generalmente en 16mm y con repetición de elencos. Uno de ellos se llamaba Michael Findlay.
Findlay tenía un background de trabajo en noticieros como camarógrafo y editor, lo que le daba la ventaja de hacer el trabajo solo y rápido. Fijate que dijimos “solo y rápido”, no “bien”: “bien” es otra cosa.
Desde 1964 venía trabajando con seudónimo y lentamente se había hecho un “nombre” con estas películas hechas a la apuradas que vendía a un distribuidor por una plata considerable si se ponía en la balanza el esfuerzo y tiempo invertido.
Findlay tenía una joven novia en aquel entonces que se llamaba Roberta, que empezó a trabajar con él cubriendo los puestos que fueran necesarios: actriz si faltaba alguien, cámara, sonido, etcétera. Entendamos también por “cubrir” “estar parada ahí haciendo que sos camarógrafa” y no necesariamente “directora de fotografía.”
Los Findlay armaron en menos de un año lo que después se conocería como la “trilogía” de … of Her Flesh, compuesta por The Touch of Her Flesh (1967), The Curse of Her Flesh (1967) y The Kiss of Her Flesh (1967). Nuevamente el entrecomillado para “trilogía”: no lo era realmente, sino más bien tres películas que se llamaban parecido porque la primera había funcionado bien.
Cualquiera que se anime a ver la trilogía o cualquier otro esfuerzo de la pareja, se va a encontrar con películas de una factura pobrísima, muchas veces fuera de foco, con una visión bastante corta de la sexualidad, y elencos que a veces sorprenden: en Satan’s Bed (1965) llegó a trabajar una joven Yoko Ono.
Michael Findlay era amigo de la infancia de un ex representante de artistas musicales que había encontrado un negocio muy redituable haciendo películas que pasaban sin mucho margen los Comités de censura llamado Jack Bravman.
Bravman por aquel entonces tenía muy aceitado el circuito de inversores que, a cambio de un recupero de una inversión relativamente chica y un porcentaje de la ganancia, le deban plata para financiar este tipo de películas.
Y es justamente él el que tiene la idea millonaria: descubrió que Argentina había tenido una industria cinematográfica muy grande en los años cuarenta y cincuenta e imaginó que había recursos de sobra para hacer una película con más calidad que las que venían haciendo por más o menos la misma plata.
Y así es como en 1971 Bravman convenció a los Findlay de tomarse un avión y venir a Buenos Aires a filmar una película inspirada en uno de los casos más resonantes de la época: el Clan Manson.
La estructura era siempre la misma: si había un tema candente, y tenían una película anterior a la que podían agregar dos o tres escenas y pegárselo, adelante con los nuevos afiches.
El Clan Manson fue un canal de “explotación” muy común en la época. Lo que propuso Bravman estaba casi calcado de lo que Sam Sherman y Al Adamson venían haciendo en la costa oeste con películas como Hell’s Bloody Devils (1970), Angels’ Wild Women (1972) y, sobre todo, The Female Bunch (1971).
Se habla de cierto “apoyo estatal” local a la hora del rodaje: los pasajes para todos los implicados fueron cedidos por Aerolíneas Argentinas, que finalmente quedó fuera del montaje final porque Bravman consiguió un canje con LAN Chile para quedarse de vacaciones en Brasil a la vuelta y ese fue el avión que finalmente se terminó viendo.
Claro que nada de esto se puede probar con exactitud, tampoco de dónde salió la plata para filmar, ni qué podía llevar a un productor y dos directores exploitation yanquis a aventurarse a la Argentina de Lanusse.
Y la razón por la que no se puede probar con exactitud es porque nadie del elenco y equipo local jamás habló del tema, pero volvamos.
Una baja en los costos de producción significó para los Findlay poder filmar en colores, un gesto más de supervivencia que de superación personal en aquel entonces: los distribuidores y exhibidores preferían este tipo de películas, porque las en blanco y negro iban a la baja en el circuito de autocines.
Para este entonces los autocines habían abandonado todo vestigio de “lugar familiar” y eran confesamente lugares más sórdidos para ver cine adulto.
Distribuidores como American International Pictures o Hemisphere habían encontrado un filón de negocio muy grande, que había sido capitalizado a fines de los años sesenta por los estudios con películas como Busco mi destino (Easy Rider, 1969).
Los estudios grandes, de todas maneras, tardaron en entrar: se dieron cuenta que podían hacer películas con un presupuesto más bajo exclusivamente para el circuito de los autocines, obviando a las salas urbanas de siempre. Películas como Carrera contra el diablo (Race with the Devil, 1975) son testimonio de esto. Pero, como siempre, para cuando llegaron a ese territorito, ya estaba colonizado por los que hacían películas de coger.
Bueno, volviendo…
En 1971 llegan a Buenos Aires Michael y Roberta Findlay, Jack Bravman, su novia modelo y su asistente.
A Michael, que le tenía terror a los aviones, el largo del vuelo le supuso una suerte de shock post traumático y necesitó varios días para recuperarse y no ser una bola de nervios.
Por lo que uno puede bucear en títulos, se podría inferir que Horacio Fredriksson (productor ejecutivo de Eloy (1969) del documentalista Humberto Ríos) les hizo de enlace.
Y armaron un elenco que era, como mínimo, fascinante: un par de norteamericanos, entre ellos el propio Bravman, un par de modelos de la época, algunos actores que venían actuando en cine y siguieron actuando en televisión como Aldo Mayo o Alfredo Iglesias, un eterno villano de telenovela del Canal 9 de Romay y el “gran golpe” que fue la contratación de una reina de belleza argentina que había sido Miss Internacional en 1967 llamada Mirta Massa.
Massa con el tiempo se volvió una señora de una posición económica acomodada y se dedicó a la pintura. Nunca más habló del tema, declinando cada oferta que se le hizo para recordar el rodaje.
¿Por qué todo este elenco se niega a hablar de una película que, a lo sumo, era un poco mala? ¿Qué tiene tan grave para que todos le corran como a la peste?
Bueno, ahí empieza la verdadera historia.
Durante la década de los noventa, apareció el rumor de que una película “sobre el Clan Manson” había sido filmada en la Argentina. Logramos conseguir una copia en VHS gracias a nuestro amigo Frank Henenlotter, y lo que descubrimos es que reconocíamos locaciones del Tigre, de zona norte, el molino de madera de Olivos y la Ciudad Deportiva de Boca Juniors, autos de la época y no demasiada referencia a cuál el lugar donde se estaba filmando. Solo un momento referenciaba directamente al país y es cuando uno de los personajes habla por teléfono y detrás de él hay un afiche de Los pulpos (1948) de Carlos Hugo Christensen.
En términos generales, daba la sensación de que podría haber pasado en cualquier lado. La película estaba rodada con esa mezcla entre ineptitud y Cinema Verité a la que nos tenían acostumbrados los Findlay. La duda que siempre tendremos es si era adrede o si efectivamente no tenían forma de hacer algo un poquito mejor.
Pero no estamos acá para hacer crítica, volvamos.
Los Findlay volvieron a Nueva York, montaron la película, la titularon The Slaughter y la empezaron a mostrar entre distribuidores que, hartos de la saturación de la temática “Clan Manson”, decidieron pasar de ella.
En 1972 American International Pictures planeaba estrenar una película con el mismo título. Contactaron a Bravman y le propusieron pagarle la inversión que había hecho (unos 20000 dólares de la época) a cambio de poder usar The Slaughter para estrenar la de ellos. Bravman y los Findlay se quedaron con una película sin titulo, sin distribución, pero que ya había recuperado el dinero invertido.
Para el año siguiente Roberta, harta de que Michael fuera un bipolar que se la pasaba subiendo y bajando químicamente de estados de animo, se separó y no tardó en ponerse en pareja con Alan Shackleton.
Shackleton era el dueño de una distribuidora que se llamaba Monarch Films, que distribuía las películas más sórdidas de las que se tenga memoria dentro del marco legal y, como a la mayoría de los distribuidores de ese tipo de material en esa época, era alguien a quien no le importaba nada.
Shackelton había construido una reputación a fuerza de acciones legales, con los problemas que le traían los estrenos en ciertos Estados, juicios por obscenidad incluidos, y la publicidad que generaba con ellos en los Estados en los estos estrenos estaban permitidos. Podríamos decir que la plata que podría haber puesto en publicidad la ponía en abogados y lograba un resultado bastante parecido en la taquilla.
Es justamente él que, enterado de la existencia de la película sin titulo, propuso “hacer algo” con el material que estaba durmiendo hacía ya unos años. Contató a Simon Nuchtern y le pidió que filme algo que se pudiera agregar al material existente que diera la sensación de que era un snuff y armar un lio de prensa.
Nuchtern alquiló un estudio en Manhattan y filmó una única (y última) escena de la película que no tenía ninguna conexión con el resto. En ella, que dura unos 4 minutos, se puede ver la evisceración de una mujer tirada en un colchón.
Decir que el truco era primitivo sería hablar mal de lo primitivo. Claramente, la mitad del cuerpo de la mujer estaba metido en el colchón, y su parte baja era un maniquí, al cual abrían y le sacaban vísceras de vaca, todo filmado de una manera muy mondo film. En algún momento del metraje, alguien gritaba corte, y la película terminaba abruptamente.
No había (ni hay, al día de hoy) forma de suponer, después de verlo, que se estaba viendo algo real pero, como pasaba en esa época, y un poco ahora también, para cuando el público descubría la estafa, ya había pagado la entrada.
Es importante recordar que para este momento, el porno estaba en un momento de apertura legal, y cualquier cosa que se estrenara debía competir con ese nivel de shock. Y ahí fue cuando Shackleton decidió doblar la apuesta.
La tituló abiertamente Snuff (1975) y mandó a hacer un afiche blanco y rojo sangre, donde se podía ver a a una chica gritando, el título chorreando sangre y el mejor tagline de esa década hasta que apareció el de Alien, el octavo pasajero (1979): “La película que solo podría haber sido filmada en Sudamérica… donde la vida es BARATA.”
Pero Shackleton no se iba a quedar solo con eso, porque pocos días después del estreno de la película en Nueva York, un grupo de mujeres hizo un piquete en la puerta del National Theatre en la Calle 44 protestando contra la crueldad de la película.
Lo curioso es que ninguna asociación feminista conocida en la época se adjudicó la acción. Hay grandes potabilidades de que esa primera manifestación cubierta por los medios haya sido armada por Shackleton.
Con la aparición en los medios de la película, la gente llenó los cines y la justicia decidió investigar si era un truco publicitario o si, efectivamente, una película finalmente había ido demasiado lejos.
Así es como pocos días después un fiscal de distrito fue a ver la película y salió diciendo “Es un maniquí.”
No había pasado ni un mes del estreno y el truco estaba revelado. No necesariamente, igual, porque poco tiempo después los estudiantes de la Universidad Rutgers manifestaron en la puerta del cine, diciendo que la película degradaba a las mujeres. Algo que podía ser cierto, pero no más que el 90% de las obras que se estrenaban en esos circuitos por aquel entonces.
En paralelo, la Asociación de Distribuidores y Exhibidores de Cine Adulto dirigida por David Friedman con sede en California llamaron a una reunión donde explicaron que ellos no podían avalar que una película genere esta controversia, sobre todo estando en lucha en muchos Estados por la legalización de la pornografía.
Son justamente ellos los que comenzaron con una campaña para demostrar que Snuff era falsa y con esto despegarse como “empresarios serios” que productos como ese.
Sería pertinente aclarar que esto coincide con el período del llamado Porno-Chic, donde un plan muy común de parejas era ir el viernes a la noche a ver una película porno “como para hacer algo diferente”: hay muchos testimonios de celebridades de la talla de Norman Mailer, Jane Fonda o incluso Henry Kissinger yendo ver gente garchando como “evento contracultural”.
Este factor solo agravaba los esfuerzos de los productores, distribuidores y exhibidores de cine porno por querer distanciarse cualquier cosa que incluso pareciera un snuff y de la mafia como financista de películas, que había quedado en la costa este en ese momento. Friedman y todo el directorio decidieron expulsar a Shackleton de la Asociación.
Visto hoy en día: hay que juntar mérito para que te echen de la Asociación de Distribuidores y Exhibidores de Cine Adulto. Shackleton lo hizo.
Lo que no se pudo expulsar nunca es la idea de que el cine snuff existe. Ya estaba grabado a fuego en la cultura popular, al punto de que las películas “serias” se estaban haciendo eco.
Para finales de la década, con la aparición de películas como ¿Dónde está mi hija? (Hardcore, 1979) de Paul Schrader, donde un ultrareligioso del Midwest yanqui termina buscando a su hija desaparecida en las entrañas del porno en California y viendo una película snuff para descartar que la protagonista sea efectivamente ella, el mito ya era cosa del mainstream.
Schrader, muy ingeniosamente, solo muestra al personaje reaccionando frente a lo que ve, algo que veinte años después homenajeó Alejandro Amenábar con Tesis (1996) con Ana Torrent tapándose los ojos y luego espiando por una rendija.
El tridente ofensivo podría cerrarse con Ocho milímetros (8MM), 1999) de Joel Schumacher, que ya fuera oportunamente puesta en valor por este mismo newsletter algún tiempo atrás.
Pero esta historia no termina acá, porque tiene un epílogo. Y uno bien extraño, eso es.
En algún momento de mediados de los años setenta, Michael Findlay desarrolló una cámara en tres dimensiones que era mucho más portátil y compacta que las que venía habiendo hasta ese entonces. Para venderle el invento a inversionistas filmó un corto porno (bueno, el fruto no cae muy lejos del árbol) y a partir de ese corto consiguió financiación para desarrollarla mejor.
¿Te acordás que te dijimos antes que Michael Findlay le tenía mucho miedo a volar y que guardaras el dato? Bueno, ahora es cuando lo usás.
Con absoluto pánico se subió a un avión, viajó a Hong Kong y logró alquilar su cámara para tres películas de artes marciales en 3D, además de terminar siendo “asesor técnico” durante el rodaje: Las películas que se terminaron distribuyendo en Estados Unidos y resultaron relativamente exitosas en un mercado algo saturado de estos títulos post Bruce Lee y la bruceploitation.
Para seguir adelante con lo que perecía ser una empresa realmente exitosa, Findlay decidió viajar en 1977 al mercado del festival de Cannes. Se despidió de unos amigos que le habían ido a hacer “apoyo moral” por su terror a volar en el helipuerto que estaba en la terraza del edificio de PanAm en el centro de Manhattan, para ir de ahí en helicóptero hasta el aeropuerto Kennedy y de ahí a Francia.
En el preciso momento donde los pasajeros fueron llamados a embarcar y se estaban acercado para subir al helicóptero, uno de los rotores se desprendió, matando a un par de los presentes, entre ellos a Michael Findlay.
Nunca sabremos cómo se repartieron las cuantiosas ganancias que generó Snuff, lo más probable es que Shackleton se haya quedado con todo, pero no le podemos preguntar: murió de un infarto haciendo jogging en el Central Park en octubre de 1979.
La patente de la cámara 3D se terminó diluyendo en el tiempo.
Roberta Findlay se dedicó unos años más a la producción de cine. Llegó hasta a filmar alguna película de terror en la época del boom del directo a video, para después explorar la postproducción de sonido. Actualmente tiene un estudio de grabación en la ciudad de Nueva York.
Los actores locales se dividen entre los que no quieren hablar y los que murieron sin hacerlo.
Y Snuff terminó adquiriendo ese lugar extraño de mito incomprobable donde, hasta el día de hoy, mas de cuarenta años después, te encontrás discutiendo con alguien que te dice que las películas snuff existen y al que le terminás diciendo: “No, yo te voy a contar cómo fue.”