Viste como es esto, a veces algunas cosas se me pasan. Y por algunas cosas, quiero decir Rashomon (Rashômon, 1950) de Arika Kurosawa. ![]() ¿Por qué el póster italiano? Porque puedo (?) “Pero cómo puede ser” Bueno, eso mismo pienso yo. Cómo puede ser que— “— llegamos hasta acá sin hablar de esto” Lo bueno de estas deudas es que se pueden saldar y lo bueno de que haya tantas es que estos envíos parecen aún gozar de buena salud, así que empecemos de una vez. Pero, para hablar de Rashomon en específico, quizás haya que explicar (muy a vuelo de pájaro porque el tiempo es tirano, incluso acá) dónde estaba parado Akira Kurosawa en el momento de filmarla. Porque, si bien la película fue (ya veremos después) su primer batacazo internacional, Kurosawa era cualquier cosa menos un director novel. Tanto era esto así, que te doy un parámetro bien simple: Rashomon es el largometraje número ¡doce! en su carrera. Porque el bueno de Akira estaba en la industria desde recién terminada la Segunda Guerra y muchas de sus películas anteriores (que se podían considerar “para el gran público”) tenían al conflicto bélico como elemento narrativo troncal o eventual, y otras eran simplemente dramas, películas de artes marciales, policiales, etcétera. Kurosawa, podríamos decir sin miedo a sonrojarnos, era un “director de la industria” cinematográfica japonesa que, tras la casi destrucción total después de la guerra, estaba haciendo lo posible por ser pujante. Acá, quizás, haya que volver a señalar a Godzilla Minus One (2023) de Takashi Yamazaki como una buena forma de entender esa época sin meterse a leer mucho libro, pero volvamos— Pasaba una cosa más con Kurosawa que quizás lo hacía distinto a los demás directores: había descubierto a Toshiro Mifune en sus esfuerzos anteriores, y esto quizás lo había parado distinto en la fila de directores a los que les ofrecían cosas. Una de las productoras que estaban en la jodita de dar trabajo a directores jóvenes era Daiei, que junto con ToHo (la de Godzilla), era una de las mayores factorías de cine del momento. Daiei quizás sea más famosa entre nuestros intereses por ser la casa productora de las increíbles películas de Gamera, la tortuga gigante voladora, pero no nos distraigamos. Tras un par de películas que funcionaron bien, Kurosawa hizo a Daiei una oferta inversa: fue con un proyecto que él quería filmar. Los del estudio, viendo que las películas anteriores habían funcionado (especialmente El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948) y El perro rabioso (Shizukanaru kettô, 1949), ambas con Mifune, y de las que quizás nos ocupemos en otro momento porque medio que inventaron otras cosas que vemos hoy todo el tiempo) decidieron darle luz verde a su idea. Lo que Kurosawa trajo fue el trabajo de un joven guionista llamado Shinobu Hashimoto (que después iba a escribir más de una decena de películas para el director, entre ellas Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), Trono de sangre (Kumonosu-jô, 1957) y La fortaleza escondida (Kakushi-toride no san-akunin, 1958): sí, a este le deben las películas de La guerra de las galaxias, pero dejen que está todo pago) basado en un extraño cuento de principios de siglo del escritor Ryūnosuke Akutagawa que contaba el asesinato de un samurái y la violación de su mujer desde distintos puntos de vista. Los de Daiei aceptaron poner la plata para la película, y sin mucho conflicto la película se filmó en poco más de un mes. Ya acá vos dirás: “¿Y qué problema hubo? Parece todo un jardín de rosas” Bueno, quizás haya que entender que Daiei terminó las películas de Gamera por algo. Y ese algo, en una de esas era que no ponían muchísima plata en sus producciones. Algo, por cierto, bastante entendible en el Japón devastado de esa época. Y acá, quizás, haya que volver a volver a señalar a Godzilla Minus One (2023) de Takashi Yamazaki como una buena forma de entender esa época sin meterse a leer mucho libro, pero volvamos— La película se filmó como se pudo, con la tranquilidad de estar contada en solo tres locaciones, dos de las cuales (esto es, menos el bosque) eran en estudio. Solo como parámetro del milagro que fue Rashomon: se empezó a filmar un 7 de julio, se terminó de filmar un 17 de agosto y ¡se estrenó una semana después! Para el momento de su estreno, la crítica japonesa no fue del todo amorosa con la película (esto es solo para señalar que boludos hubo siempre y en todos lados), pero no impidió que Rashomon tuviera un éxito relativamente razonable. La paja (y por paja quiero decir su “sobreanálisis ad nauseam“) con Rashomon llegó después, cuando fue un éxito internacional. “No tan rápido cerebrito” Pero dejame que hable un toque de la paja, y la resuma en un solo párrafo: Sí, la podríamos pensar, muy linealmente, como “una película sobre contar un mismo evento desde distintos puntos de vista” y quizás menos linealmente como “una película que explica que no hay tal cosa como la verdad absoluta” Algo que, viviendo en los tiempos que estamos viviendo, quizás sea una buena herramienta de análisis, pero no la troskiemos tan temprano. Vayamos, ahora sí, con la historia entretenida de la película, que pocas veces tiene que ver con su aporte a la historia del cine (o sí, o también, andá a saber) Metámonos pues en ese momento que tenemos casi siempre por acá de “pero en esa época Kurosawa (o a quien le toque) no era Kurosawa todavía” La película, como conté antes, era una producción de Daiei, que se dedicaba más que nada al cine de entretenimiento. Y si bien las películas de Kurosawa hasta el momento habían ido bien de taquilla y se podrían haber considerado, para los parámetros japoneses de la época, “cine de entretenimiento” los de Daiei querían un exitazo. Querían una de esas películas de Francella antes de ser Academy Award Winner con una cámara en la puerta del cine haciendo notas de “Me re divertí” El problema (es interesante pensarlo así, teniendo en cuenta el contexto de esa época y el actual) es que querían mandar la película al Festival de Venecia. Claro que había dos crisis corriendo en paralelo, saquémonos la más simple de encima primero: les parecía que Rashomon no era lo suficientemente representativa de los valores del Japón de ese momento, y preferían mandar una película más en el estilo de una de Ozu en su lugar. Esto finalmente fue dado de baja y decidieron ir con la de Kurosawa. Claro que cuando decidieron eso, se enfrentaron a su segundo problema: les parecía que el montaje y la estructura de la película la iba a hacer en exceso compleja para un público no japonés y que no iba a funcionar. Tenían especiales reparos, claro, en el personaje del fantasma que les parecía “excesivamente japonés” y temían que no tradujera bien. Si viste la película quizás pienses que los de Daiei no estaban mal rumbeados, pero bueno, por suerte la historia del cine fue otra, pero no nos adelantemos. Porque ahí, justamente ahí, llegó ese momento en que con el diario del lunes nos agarramos la cabeza y pensamos cómo es posible que hayan pensado en un montaje alternativo de una película que hoy en día es un ejemplo de justamente eso. Los de Daiei (hay que reconocerles que eran respetuosos) fueron a ver a Kurosawa y le preguntaron sobre la posibilidad de cortar la película para poder llegar a un público “más occidental” y el director con una sonrisa en la cara les respondió “¿Por qué no la cortan a lo largo?” Los del estudio, viendo que Kurosawa no estaba muy dispuesto a hacer un nuevo montaje de Rashomon, decidieron mandarla así como estaba a Venecia. La película ganó el León de oro a mejor película ese año, al igual que el Oscar a mejor película extranjera. Y sí, no tenían razón. Igual, todo bien con Daiei que nos dio a Gamera, pero eso es para otro momento. Pero, al margen de la anécdota clásica que se repite casi semanalmente en estos envíos (y en la historia del cine) de “al final el director tenía razón y los productores no tanto”, Rashomon tiene otro legado que, quizás, no tengamos tan presente cuando consumamos otro productos que le rinden un homenaje casi explícito. Porque Rashomon es la culpable de todas esas películas (e incluso episodios de televisión) donde un hecho específico se cuenta desde varios puntos de vista. Y acá, justamente acá, es que viene el ejercicio cinéfilo de esta semana. Primero, vas a ver o rever Rashomon, dependiendo de si ya la habías visto o no. No importa la deuda, se soluciona hoy mismo. Y después podés agarrar cualquiera de (o todas) estas películas y decir “Aaaah”: Las chicas (Les girls, 1957) de Geroge Cukor, donde un grupo de bailarinas de una troupe quieren accionar judicialmente contra un libro recién publicado, ofreciendo distintos puntos de vista de lo que vivieron. Testigo de cargo (Witness for the Prosecution, 1957) de Billy Wilder, donde un abogado tiene que defender a un cliente por asesinato y los testimonios del juicio viven corriendo el arco. Cuatro confesiones (The Outrage, 1964) de Martin Ritt, donde un grupo de viajantes a fines del siglo diecinueve dan diversos testimonios en un juicio por asesinato. Los sospechosos de siempre (The Usual Suspects, 1995) de Bryan Singer (¿se lo puede nombrar o ni eso?) donde todos (y nadie) saben muy bien quién es Kayser Soze. Perdida (Gone Girl, 2014) de David Fincher, donde el punto de vista que creemos que tenemos, bueno, cambia y nos deja pidiendo agua por señas. Estas son solo cinco de decenas de películas. La noción (cinemática, esto es) de contar una historia desde distintos puntos de vista es tan, pero tan ubicua, que se la conoce como el “el efecto Rashomon” Ahora sí, perdón por la cinefilia. |